Dos
«¿Pirata o canalla?»
Susurros de Elite, martes 12 de marzo de 1816.
Queridísimos lectores, el sábado recién pasado se llevó a cabo el baile ofrecido por el conde de W y, como era de esperar, nos dejó varios susurros interesantes:
El marqués de D ostenta el primer lugar en el concurso del «Peor Aliento de Inglaterra», le sigue de cerca el aire nauseabundo de Londres y el viejo perro de lady E.
Lady A, hija de la condesa de T, es la candidata que el marqués de D ha elegido para tolerar ese aliento ―esperemos que la pobre dama tenga el sentido del olfato muerto―.
En otros susurros, Lady W ya ha transformado en deporte el hacer llorar a las jóvenes debutantes, que cometan la gran osadía de elogiar a su hijo, lord W, frente a ella.
Y, a propósito de lord W, dicen que él tiene la afición de hacer comentarios ofensivos en español, aprovechando la ventaja de que nadie habla ese idioma ―lo que confirma, una vez más, que es un canalla de la peor calaña―.
Y hablando de canallas, el señor MM ha expresado, en el salón de juegos de dicho baile, que odia su título de cortesía, y ha expresado que nadie lo use para llamarlo o lo retará a duelo. Dicen que el grito que dio su abuelo, el antiquísimo duque de H, se escuchó en todo Trafalgar Square.
¿Cuál de todos estos hechos insignificantes pero divertidos se transformarán en el escándalo de la temporada? Quién lo sabe, pero estaré más que atenta a seguir estos susurros y más.
Althea gimió, contrita, al leer el infame pasquín, el cual se deslizaba de sus manos temblorosas y caía sobre la mesa salpicada de migas. Con un resoplido cansado se derrumbó sobre la silla, y se tapó la cara con las manos como si quisiera desaparecer. Mimi la miró de reojo e indagó:
―¿Volvieron a mencionarte, querida? ―Mimi recibió un quejido como toda respuesta―. ¿Fue terrible?
―Ha quedado en evidencia el interés de lord Fetidez por mí.
―Oh, pequeña... Ojalá pudiera darles más para que no tener que aferrarse a ese caballero.
―No es lo suficientemente viejo como para ilusionarme con un matrimonio breve.
―Piensa en la posibilidad de hacerlo engordar tanto que después le cueste hasta respirar... A ver, dame ese pasquín, me encantan los cotilleos.
Althea se lo acercó. A decir verdad, a ella también le encantaba, sobre todo por la forma de escribir de su autora.
En el Susurros de Elite no se solían dar los nombres completos de los involucrados, pero no era difícil identificar los. Lady A era Althea, lord D era Durrington, lady W era la madre del conde de Wexford ―por lo tanto, él era lord W―, el señor MM era Michael Martin, el hermano mayor de lady Olivia. Ella fue la única amiga que tuvo la temporada pasada. Desapareció después del funeral de su prometido, todos decían que se fue al campo para llorar a lord Felton.
Esa temporada Althea se sentía muy sola, extrañaba tanto a Olivia, su amiga y confidente. Ambas eran como pan y mantequilla; cuando estaban juntas, las críticas de los demás parecían menos crueles, pero ahora... ahora Olivia ya no estaba, y Londres se sentía más frío e inhóspito que nunca.
Suspiró. Otra vez estaba sola, sin una amiga.
Se enderezó y continuó con su desayuno.
―Althea, querida, adivina qué invitación nos ha llegado ―irrumpió la voz cantarina de su madre, quien entraba en el comedor blandiendo unos papeles―. Será un concierto en Pemberton House, ahí tendremos una nueva oportunidad para que te acerques más a lord Durrington. El ambiente será propicio para que él se anime a cortejarte. Los duques de Pemberton harán un dueto de violín y piano. ―Suspiró, exagerada―. ¡Qué pareja tan adorable! Mira, aquí está el programa.
Althea lo recibió y lo leyó. El evento se llevaría a cabo en poco menos de dos semanas. Las invitaciones que les llegaban eran cada vez más escasas, por lo que Althea no podía desperdiciar la oportunidad para conocer a más caballeros disponibles. Si tenía suerte, y uno de ellos se fijaba en ella, ya no tendría que soportar los malolientes avances de lord Durrington.
Sin embargo...
―Madre, Pemberton House queda en los límites de Londres, ¿cierto? ―Abigail asintió―. ¿En qué nos iremos?
Una sonrisa nerviosa y fugaz apareció en los labios de Abigail. Carraspeó y dijo:
―Lord Durrington... ―Althea volvió a gemir. Imaginó estar encerrada por tres cuartos de hora en una minúscula cabina, soportando el terrible hedor. Abigail, ignorando a propósito la reacción de su hija, añadió―: Justamente, el marqués y yo conversamos sobre ello el sábado, y nos ofreció llevarnos en su carruaje si recibíamos la invitación.
Althea se mordió la lengua, y en su fuero interno solo replicó: «Madre, si le simpatiza tanto la conversación con lord Fetidez, debería intentar conquistarlo usted».
Sabía que no sacaba nada con decirlo en voz alta. Conocía la respuesta de su madre: «Soy demasiado vieja, y lord Durrington necesita un heredero».
Althea conocía a muchas mujeres que, pasado los cuarenta, seguían concibiendo. A su madre le faltaban dos para llegar a esa cifra, aún era hermosa y su piel seguía siendo de porcelana.
Pero era más fácil tirar a su hija como carne de cañón.
Althea intentaba comprender a su madre, se preguntaba si era consciente del enorme sacrificio que le pedía... En fin, en lo único que coincidía con Abigail era que, en el mundo en el que ellas vivían, así funcionaban las cosas. Sin embargo, sentía que entregar su vida, su cuerpo y su espíritu por dinero era un precio demasiado alto por el cual pagar.
Pero así era las reglas de ese juego. Althea siempre se cuestionaba si de verdad no había más opciones. Ella se sentía capaz de trabajar, no le veía nada de malo obtener dinero por sus propios medios, mas su madre siempre cortaba sus ideas diciendo que era impensable que, como damas, llegaran tan bajo.
Ah, Abigail tenía serios problemas con su concepto sobre caer bajo. Althea prefería trabajar en vez de venderse, porque para ella eso era un matrimonio por conveniencia.
Compuso una sonrisa tensa a su madre. Al menos, tendría el consuelo de escuchar música. En su voz evidenció un entusiasmo que no sentía al decir:
―Qué bueno, pensé que no podríamos ir.
*****
Mientras tanto, en Silverstone Hall, James lanzaba el pasquín sobre la mesa del desayuno. Su madre alzó una ceja, lo tomó con dos dedos como si fuera una rata muerta y lo alejó de su vista.
―¿Hiciste llorar a otra muchacha, madre? ¿Es verdad lo que dice este pasquín de mala muerte?
Julia puso sus ojos en blanco con dramatismo.
―Oh, por Dios. No hice nada malo, no es mi culpa que esa chiquilla fuera tan sensible. Solo le dije que ni en sus sueños la ibas a pretender; tú te fijas en el carácter e intelecto, y que ella, para aspirar a recibir algo de tu atención, debería leer un poco más. ¿Me creerías que dijo que tú eras el hombre más «apuestable» del lugar? ¡¿«Apuestable»?!¡Qué ignorancia! ¡Impresentable! ―Julia alzó su barbilla altiva, ofendida por aquel terrible ultraje.
James intentó dilucidar si la palabra apuestable existía y si su significado era un elogio o un insulto.
Julia alzó su barbilla con altanería y añadió:
―Por esa misma cara que estás poniendo ahora, es el motivo por el cual espanté a esa damita. Su error fue imperdonable.
James se masajeó el ceño para domar las ganas que tenía de estrangular a alguien. Sus ojos centellearon al mirar de a su madre e interpelar:
―¿Acaso no existe la mínima posibilidad de que aterrorices a las damas con tu actitud? De seguro pusiste nerviosa a la pobre muchacha con tus palabras beligerantes.
Julia, indiferente, mordisqueó su tostada antes de replicar:
―Hijo, ser la condesa de Wexford no es una tarea para débiles, implica lidiar con toda esta mojigata, estirada e hipócrita aristocracia. Los británicos son unos... ¿cómo es la palabra en inglés? ―Se quedó un momento pensativa. No había un término apropiado en ese idioma, por lo que resolvió en español―: Son unos tragavirotes*.
James no se resistió en replicarle en el mismo idioma:
―Te recuerdo, madre mía, que te casaste con un tragavirotes y tu hijo es uno.
―Tu padre era la excepción, querido. Aaaah, George era todo un encanto. ―Suspiró―... Lo extraño todos los días... ―Hizo una pausa, ya llevaba un año y medio de luto, mas era una mujer agradecida por lo vivido, su esposo le enseñó a tener la fuerza y entereza que poseía. Miró a su hijo con orgullo, consideraba que él había heredado lo mejor de ambos, su misión era que no permitir que James cometiera un terrible error en su elección―. Llevas muy poco tiempo siendo conde, ya lo entenderás. Si escoges a la mujer equivocada, sufrirás por partida doble; tendrás que hacerte cargo de tu vida y también vigilar que tu condesa no te ponga en ridículo cada vez que abra la boca.
James soltó un bufido. Qué difícil era tratar con ella.
―Madre, déjame hacer las cosas a mi modo. No me estás ayudando en nada si espantas a cuanta dama que intenta ganarse tu favor o el mío.
Julia bebió un sorbo de té con cierta indolencia. Alzó una ceja y replicó:
―Bueno, más vale que solo se acerquen a ti, yo no me contendré.
―Muy amable y considerado de tu parte, madre querida ―satirizó―. Eres muy consciente de que ya es difícil que las damas se acerquen a mí.
Julia se encogió de hombros.
―No soy culpable de tu reputación, cariño.
James puso sus manos en jarras y recriminó:
―No, para nada, solo aportaste tu sangre española que me hace parecer un campesino, un sanguinario pirata o un canalla, elige el sobrenombre que más te agrade.
Julia sonrió, orgullosa. Sí, admitía su culpa. Su hijo, tal como ella, ostentaba una llamativa tez morena, cabello negro y nariz prominente. De su padre heredó la sombra perenne la barba, lo que le hacía parecer intimidante. Tampoco ayudaba su altura imponente, la anchura de sus hombros y de sus brazos, ni esa mirada oscura e insondable. Solo le faltaba ser tuerto.
Su apodo alternaba entre «campesino», «canalla» y «pirata», dependiendo del caballero que estuviera hablando a sus espaldas. La presencia de James muchas veces producía rechazo, tanto por su aspecto e irreverencia, como por su poca aristocrática inclinación al incipiente mundo de las inversiones. De lo único que hablaba James era acerca de lo revolucionario que era la iluminación a gas, o que las locomotoras eran el futuro para el transporte.
El reproche de su hijo no le afectó, y repuso:
―Con mayor razón deberías agradecer esa sangre que corre por tus venas. Es suficiente para probar a todas esas damitas sosas que pretenden ser algún día tu condesa. Si no balbucea en tu presencia, puede que sea digna de tu título.
James entrecerró sus ojos. No quería admitirlo, pero su madre tenía razón. Todas balbuceaban.
Excepto una.
Aquella dama de lengua mordaz y ojos verdes descarados había hecho más que responderle: lo había desafiado... ¡Y en su propia casa! Aunque se rehusaba a admitirlo, algo en ella le hacía pensar que tal vez, solo tal vez, valdría la pena romper las reglas.
Al parecer, tendría que ponerla a prueba antes que su madre lo hiciera.
*Hombre serio y erguido en demasía.
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