Diez

«Cuando dos se vuelven uno»

Althea estaba sentada a la orilla de la gran cama. Alzó la mirada cuando su esposo abrió la puerta de la alcoba. Se sentía desnuda, pese a estar vestida con un recatado camisón y un primoroso salto de cama. La seda y la gasa eran ligeras como una pluma y el roce, una caricia.

Cuando sus ojos se encontraron, cada uno se perdió en el color del otro.

James fue consciente de la certeza que sentía, esos ojos verdes serían los que vería hasta el último día de su vida. Adoraba a su esposa, como nunca imaginó en su vida. Siempre pensó que no estaba destinado a eso que sus padres vivieron, una unión sólida, indestructible y colmada de amor. En el mundo que vivía, aquello era una rareza. Sin embargo, ahora con Althea, sabía que había encontrado lo mismo le hizo sentir afortunado y dichoso.

Althea podía sentir que los latidos de su corazón vibraban en su pecho. La intensidad de la mirada de James le confirmaba que su matrimonio tan singular estaba destinado a ser. Él era el único hombre en el mundo capaz de ver más allá de todo, de apreciar cómo era ella sin tener que pretender ser otra persona. La amaba tal como era y ella lo amaba del mismo modo, porque también veía más allá de ese hombre con aspecto de pirata y carácter de canalla.

Con naturalidad, James se quitó la levita, el pañuelo y el chaleco. Para Althea verlo solo con pantalón y camisa le hizo desear tocar la morena piel de su esposo. Pese a su imponente altura, no le causaba temor. En la mirada oscura, había tanta o más incertidumbre por lo que iba a suceder. James se sentó a su lado y le tomó la mano.

―Althea... ¿sabes qué es lo que va a ocurrir entre nosotros? ¿Tu madre te habló al respecto?

―Sí ―respondió, su voz sonaba trémula, mas no débil―. Bueno, solo balbuceó y no le hubiera entendido nada, de no haber pasado los veranos en las tierras de mi padre... Ahí, los animales hacen... Eso.

Una risita grave reverberó en la alcoba, no era de burla sino de diversión. Al menos su esposa conocía la mecánica, pero el acto de amar era mucho más que eso, y él, pese a tener experiencia, también se sentía como un novato, y replicó:

―En los seres humanos es un tanto diferente.

―También lo sé. ―Su rostro ardió―. Un día encontré varios libros en la biblioteca de tía Mimi... fue... ilustrativo.

Las cejas de James se alzaron formando surcos en su frente. Esa confesión le asombraba, pero también la ficción era diferente a la realidad. Acarició con su pulgar la mano de su esposa y dijo:

―Oh... entiendo... ¿No te dio asco leerlo? ―Althea negó―. ¿Sentiste unas cosquillas extrañas? ―Ella asintió―. ¿Te asusta?

―Un poco. Sé que dolerá la primera vez.

James cerró los ojos y suspiró. Eso era lo que más temía, no quería causarle dolor a su esposa y que su primera vez fuera algo fuera traumático. Que después lo odiara y después no lo deseara. Que lo aceptara solo por deber.

Althea, ante el silencio de su esposo, agregó:

―Mi madre me dijo que me tenía que quedar quieta y que dejara que lo hicieras todo. Así sería más fácil.

James puso los ojos en blanco. Qué terrible consejo. Sin embargo, lo entendía; los padres de Althea eran el típico matrimonio por conveniencia. No se podía esperar más de ellos.

Acarició el rostro de Althea y repuso:

―Prefiero que olvides el consejo de tu madre... Althea, solo te puedo prometer que haré todo lo posible para que disfrutes estar conmigo en la intimidad. Aunque todo el mundo diga que es tu deber, tienes voz, y si no tienes ganas en algún momento lo entenderé. Lo único que te voy a pedir esta noche es que no temas, todo lo que hagamos en esta habitación está permitido. Somos libres, aquí no existe Dios, nuestras madres, o cualquiera que pretenda inmiscuirse. Seremos tú y yo para ser uno.

―Oh, James...

―Déjame amarte como te lo mereces... Ámame. Puedes hacer conmigo todo lo que quieras, todo, todo, mi Althea.

Althea enmarcó el rostro de James, y él la besó con ternura.

Suave, lento, inexorable. Así fue aumentando la intensidad, la profundidad y el calor. Pronto sus lenguas se entrelazaron, saboreando la pasión, encendiendo ese fuego para que los consumiera y los fundiera.

James la tentó regando besos en su cuello, acariciando su cuerpo sobre la seda, deshaciendo los lazos de su bata y su camisón con maestría. Althea no tuvo un rol pasivo, con sus dedos tanteaba la cinturilla del pantalón para quitar la camisa. Él le facilitó la tarea y se la quitó.

―Qué suave eres, James. ―Althea probó la piel desperdigando besos sobre el pecho masculino. Se atrevió a lamer justo ahí, en el diminuto pezón que se irguió ante el febril contacto.

James siseó de gusto. Se dejó explorar por esa mujer que no paraba de crecer ante él. La inocente osadía de Althea la animaba a recorrerlo entero; apretando sus bíceps, arrastrando sus manos por la espalda, atreviéndose a desabotonar el pantalón. Esa inquieta mano indagadora empuñó su virilidad con curiosidad.

James la dejó jugar con su sedosa y pétrea longitud, que apreciara su tamaño y pesadez, porque pronto iba a invadirla. Le enseñó a cómo estimularlo, qué tanto apretar, la velocidad, e incluso le insinuó que podría hacer mucho más si usaba la boca.

Y mientras Althea lo excitaba, la mano de James descendió hasta llegar entre los muslos de Althea, y ella abrió las piernas. Sin renuencia, lo dejó indagar en su feminidad. Los hábiles dedos de James se abrieron paso entre los rizos húmedos y los tersos pliegues, hasta hallar la estrecha y cálida entrada.

Althea jadeó cuando sintió que el dedo de James penetraba con gentileza y premeditada lentitud en su interior. Ella no sabía qué hacer y temía equivocarse, sentía una necesidad de moverse, de buscar algo poderoso y primitivo dentro de ella. La única certeza que tenía era que quería más de lo que él le daba.

James percibió que su esposa se quedó quieta, incluso dejó de estimularlo y, preocupado, preguntó:

―¿Te hago daño, mi dulce Althea?

―No... solo es extraño... No sé qué más hacer, ¿y si lo arruino?

―Jamás podrás arruinar lo que ya es perfecto. Ya te dije, haz lo que quieras conmigo, sigue tu instinto.

―¿Me puedo mover?

―Tanto como quieras, de la forma que quieras, úsame para descubrir tu propio placer. ―James retiró su dedo y Althea jadeó y sintió que su interior se incendiaba y, a la vez, alzó sus caderas, ansiaba ser llenada de nuevo.

James volvió a penetrarla y ella siguió acariciando el miembro de su esposo, mas él no se lo permitió por mucho tiempo, todo acabaría demasiado rápido si su esposa seguía con ese juego. La instó a acostarse para seguir adorándola y conservar lo poco que quedaba de autocontrol.

Poco a poco Althea se acostumbró a esas caricias íntimas. Su cuerpo se retorcía buscando algo desconocido.

James sintió cómo el cuerpo de Althea respondía a sus caricias. Los movimientos de su esposa se tornaron más fluidos y su respiración, entrecortada. Siguió su instinto, descendió por la geografía femenina, dejando un rastro de besos hasta llegar al húmedo epicentro del deseo.

Envuelta en esa bruma voluptuosa no advirtió que la boca de James ya estaba entre sus piernas. Cuando su lengua tocó su punto más sensible, un gemido delicioso escapó de ella, y él supo que estaba haciendo lo correcto. Jadeó gustosa al sentir la caricia caliente que saboreaba su néctar y acarició un rincón de su ser, que le propinó ramalazos de placer y ansiedad. El lánguido dedo entraba, salía y acariciaba. Cada vez más adentro, cada vez más profundo.

Fue demasiado. Althea enterró sus talones al colchón e impulsó sus caderas a moverse con vigor. El instinto fue más fuerte y, desesperada, fue al encuentro de esa desconocida sensación que la rebalsaba.

Y de pronto, sintió esa chispa que iluminó su camino. Determinada a no dejarla ir la siguió. Apretaba su interior intentando retenerla y aquella sensación se intensificaba. No tardó hasta hallar el ritmo perfecto, la presión milagrosa y sin más se vio en medio de una hoguera que calcinó todos sus pensamientos.

Gritó el nombre de James cuando una cálida oleada se precipitó sobre ella y la despedazó inmersa en un placer jamás conocido. En un instante se volvió adicta al íntimo, eterno y fugaz gozo, que pensó que moriría, pero a la vez la colmaba de vida.

Y cuando el placer remitió, solo deseó que James entrara en ella y se uniera para compartir los vestigios del dulzor.

James no dejó pasar ni un segundo más. Estaba feliz, había logrado que Althea disfrutara, su tersa piel estaba teñida de deleite. Aprovechando el dulce sopor de su esposa, se arrodilló entre las femeninas piernas y tanteó con su longitud la cálida entrada.

El corazón de James retumbaba como cien caballos galopando mientras la miraba, buscando cualquier rastro de duda o miedo en los ojos de su esposa. Pero en el verde cristalino solo había confianza. Reverente, besó la frente perlada de sudor de Althea, decidido a hacerla sentir todo lo que le había prometido

Paciente, milímetro a milímetro, él entró, y sintió cómo ella le daba la bienvenida con un jadeo contenido. Gracias al placer que la relajó, les facilitó a ambos esa primera intrusión.

Althea no sintió dolor. Al menos, no uno que fuera terrible, que se diluía en la extraña sensación de estar unidos. James se quedó quieto, dejando que ella se habituara a él. Entretanto, ella se solazó con el aroma y el peso de su esposo sobre ella, y esa grave voz preñada de pasión.

―¿Estás lista, lady Gigante? ―preguntó James con su última pizca de razón. ―Althea asintió y le sonrió―. Después te daré más placer... Ahora... será breve, me has matado antes de tiempo con tus maravillosas caricias.

Las primeras embestidas fueron calmas y lánguidas, precisas para aplazar el culmen. Pero fue inútil. Althea comenzó a seguirlo, a encontrarse con él, a apresarlo en su interior. El erótico ritmo del vaivén se aceleró. Sus estocadas fueron más contundentes y voluptuosas. Perdió la razón cuando sintió las manos de Althea apretando sus nalgas, imponiéndole un compás castigador.

La alcoba se llenó de respiraciones agitadas, del susurro de sus pieles rozándose, del rítmico crujir de la cama. El aroma de su unión invadía sus sentidos y los impelía a sumergirse en ese ancestral ritual de los amantes. La luz de las velas parpadeaba al ritmo de ellos, proyectando eróticas sombras danzantes sobre las paredes. La brisa fresca que se colaba por la ventana hacía que la piel de Althea se erizara, mezclándose con el calor que James le brindaba con cada caricia.

Él no tardó en estar en el umbral del cielo, mas no esperó se dejó llevar para alcanzar la dorada gloria.

Se derramó y se entregó, mientras Althea lo bañaba de un acuoso calor que lo envió directo a las alturas del infinito placer, y de un tirón descendió a los brazos de esa menuda mujer, que no hacía más que crecer.

Althea siempre estaba a la altura... y lo superaba.

Con la respiración agitada, buscó los ojos de su mujer, y cuando lo halló, se bebió el cristalino verde que ribeteaba su pupila.

Se dio cuenta de que amaba más a su esposa.

―Debí haberme casado contigo la primera vez que te lo propuse ―susurró James―. Haré lo posible por no llenarte de niños.

―Muy amable, lord Gigante. Siempre eres considerado conmigo... Te adoro.

―No más que yo... Te adoro más el infinito.

Althea no podía estar más de acuerdo. Si se adoraban con la misma intensidad no iban a salir nunca de esa alcoba, y había un condado que dirigir... y futuros hijos que criar.

Sí, ella lo amaría por el resto de su vida, porque con James, el mundo parecía más grande... y, al mismo tiempo, solo cabía entre sus brazos.

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