Cuatro

«El arte de cumplir amenazas»

Susurros de Elite, martes 26 de marzo de 1816.

Ay, mis queridos lectores. Este fin de semana ocurrieron cosas muy divertidas en el adorable concierto de los duques de Pemberton, en el cual la duquesa hizo gala de su virtuosismo pese a su avanzado estado de buena esperanza.

Para empezar, el grotesco espectáculo que dio lady A en los parterres de la casa ducal. Según fuentes cercanas, su madre la excusó señalando que el viaje la mareó terriblemente. Sin embargo, es cosa de sumar dos más dos, las damas en cuestión viajaron con lord D, estoy más que segura de que el carruaje no la enfermó, sino su nauseabundo contenido.

Por otro lado, Lady W volvió a hacer de las suyas y ahuyentó a otra dama que mostró una pizca de interés por su retoño. Si sigue con ese bélico comportamiento, pronto la declararán como persona non grata, asunto que puede perjudicar las aspiraciones matrimoniales de su hijo, quien, según informan mis fuentes, en una acalorada discusión, la amenazó con que se casará con la primera mujer que encuentre en su camino.

Vimos que durante el concierto se cruzó con varias y no ha cumplido con su palabra. Ah, la primera regla para que un caballero sea tomado en serio es cumplir lo que promete, ya sean compromisos o amenazas.

Yo digo que llegar a esos extremos es una clara muestra de desesperación, una que anda a la par de la de lord Fetidez. No obstante, es más que evidente que lord Pirata tendrá más oportunidades de éxito que el marqués.

Al menos huele bien... A bergamota y menta.


James alzó una ceja y miró a su madre. La mujer era la elegancia personificada, incluso cuando desayunaba, cada movimiento era calculado y ejecutado con maestría. Entrecerró sus ojos.

Sin valerse de ningún inútil preámbulo, preguntó:

―¿Tú eres la fuente de este pasquín?

Julia bebía té. Se tomó su tiempo. Dejó la taza sobre el platillo y tomó una tostada que comenzó a embadurnar con mermelada. Miró de soslayo a su hijo y respondió:

―Solo para fastidiarte diría que sí, pero creo que es mejor decepcionarte, así que la respuesta es no.

James se pellizcó el puente de su nariz e interpeló:

―¿Alguna vez podrás darme una respuesta seria? Desde un tiempo a esta parte sarcasmo e indolencia son tu segundo nombre y apellido

Julia lo miró como si dijera «siempre doy respuestas serias, cariño». James puso los ojos en blanco y volvió a leer el Susurros de Elite.

Parecía tener cierta fascinación hacia lady Althea, siempre hablaban de ella o de su decrépito pretendiente. Debía admitir que ambos y la situación daban mucho material para el pasquín.

―Aunque no quieras, llamas la atención ―murmuró... Y pensó que Althea era un bonito nombre. Era como si su lengua revoloteara como las alas de una mariposa dentro de su lengua.

¿En serio había pensado eso? Dios, estaba perdiendo la razón.

La voz de su madre lo sacó de sus cavilaciones cuando dijo:

―Mi intención no es llamar la atención, hijo. No fuiste muy discreto cuando interrumpiste mi conversación con los duques, me tomaste por el brazo y me metiste a esa biblioteca. ¡Qué bochorno!

James miró a su madre intentando ocultar su horror, mas falló, su quijada se desencajó por un segundo. ¿Había dicho eso en voz alta? Se aclaró la garganta y aseveró:

―Pues seguiré siendo indiscreto si sigues fastidiando.

Julia arqueó sus cejas, incrédula. Un brillo de diversión se asomó en sus ojos oscuros.

―¿Es una amenaza, Wexford?

―Sí, y la voy a cumplir, que no te quepa duda. Cumpliré todas y cada una de mis amenazas.

James volvió a pensar en Althea. Recordó cómo la pequeña impertinente deslenguada lo desafió a cumplir su palabra y casarse con ella. En el estricto rigor era la primera mujer que veía en su camino.

«Y por eso su madre lo trata como lo hace...», recordó esa verdad del porte de la catedral Westminster.

Lady Althea era muy astuta... y tenía razón la muy ladina.

Ambos estaban en una situación desesperada. En contra de toda costumbre masculina y social; él prefería como esposa a una dama que no fuera demasiado joven. Y si empezaba a dejar que pasaran los años, esa brecha se ampliaría más y más con su futura condesa.

No le hizo gracia imaginarse en el altar como un viejo impotente de cuarenta años junto a una jovencita de diecisiete. Le dio un escalofrío al ponerse en escenario inverso, como si él estuviera casándose a sus veintisiete con una octogenaria como lo era la condesa de Hull.

Estaba perdiendo un tiempo precioso.

Debía admitir que no tenía muchas exigencias para la dama que fuera a convertirse en su condesa: un intelecto aceptable y un buen carácter... Ah, y dados los últimos y reveladores acontecimientos, que huela bien. Sin embargo, en contra de su voluntad, Julia había tomado como propia la misión de medir a las candidatas y, en su afán de encontrar a la mujer idónea, no hacía más que alejar a toda persona del sexo opuesto.

Tal vez a su madre le hacía falta entablar una conversación con la irreverente lady Althea y tener una cucharada de su propia y amarga medicina.

James sopesó seriamente las consecuencias del desafío lingüístico que le lanzó a lady Althea. ¿De verdad estaría dispuesto a cumplir con los términos de ese desafío? El matrimonio no era solo una cuestión de honor o conveniencia, era mucho más, era estar enlazado a una persona de por vida. ¿Podría pasarla junto a una mujer que lo fascinaba tanto como lo irritaba?

James pensó en esa última palabra, de hecho, no era irritación esa sensación que ella le provocaba. Era como si ella lo presionara a rebasar siempre sus límites... lo cual no era del todo negativo.

Había algo en esa mirada vivaracha, en ese brillo desafiante, que parecía retarlo a ser más que un idiota arrogante. Una parte de él ―una parte que detestaba admitir que existía― deseaba saber hasta dónde podía llegar ese desafío

Si lady Althea demostraba que tenía intelecto y recursos ―porque estaba claro que él no la impresionaba, y se atrevía a mantener una conversación ingeniosa―, no le quedaría más remedio que eliminar a Durrington de la competencia.

Y la idea no le molestó. En el estricto rigor él le había propuesto matrimonio tres veces a lady Althea.

«Con razón mi madre no toma en serio mis amenazas», pensó James con acritud.

*****

A esa misma hora, Althea leía el Susurros de Elite. Jadeó y se tapó la boca. Abigail y Mimi la miraron, intrigadas. Todas estaban desayunando.

―¿Otra vez hablaron de ti? ―indagó Abigail.

Althea fingió un llanto dramático antes de responder:

―Sí... Debo agradecer que, al menos, usaron el eufemismo de grotesco bochorno, en vez de decir que yo era una cascada de vómito. Aestas alturas debo agradecer que no usaron un humillante apodo, como lady Regurgitación.

La cara de Abigail se transformó, asqueada. No tardó en propinarle una amonestación:

―¡Althea! ¡Qué modales son esos! ¡Estamos desayunando! ¡Qué desagradable!... ¡No se ría, tía Mimi! Todo esto es culpa de su padre que la consintió tanto. Le dio demasiadas alas.

Mimi rio con más ganas. Al igual que su sobrina nieta, su sentido del humor carecía del buen gusto. A Althea le gustaba provocarla en secreto con bromas de ese calibre.

―Lo siento, madre. Me excedí... pero sí hay que admitir que era una cascada... ―Las risotadas de Mimi se convirtieron en tos. Althea temió que en cualquier momento le iba a dar un patatús a la nonagenaria―. Ya, tía abuela, cálmese... no es para tanto...

―Ah, niña, déjame reír... Hace bien para el corazón.

Abigail se rindió, negó con su cabeza, y prosiguió con su desayuno.

Althea suspiró con una sonrisa en sus labios. En realidad, había jadeado por otra cosa que salía en el pasquín. Detallaban el incidente de la biblioteca de Pemberton House, y solo había tres personas en ese lugar. ¿Cómo se enteraron de todo?

«¿Y si lord Wexford cree que yo soy la fuente?», pensó con mortificación, «Y es lógico, no me mencionan en ese incidente. Él creerá que omití eso para no verme involucrada... Adiós a su desafío. No querrá hablarme y yo perderé la oportunidad de ganar una recompensa».

Sí, llevaba dos días dilucidando sus palabras y descifrar el mensaje. Era una tarea titánica.

Cada vez que repetía las palabras en su cabeza, le parecía más imposible resolver el acertijo, mas la palabra rendición no existía en su vocabulario. Algo en su interior le decía que descifrarlo no solo era un simple juego de un conde arrogante; era como si fuera su única oportunidad de escapar de un futuro que la aterraba.

La primera vez que el conde le habló en español, ella solo pudo resolver una de las palabras, porque se le había quedado grabada a fuego en su memoria. Deslenguada, sonaba como algo terrible. Pero resultó ser un término preciso para calificar ese defecto que siempre la caracterizó y que su madre siempre intentaba corregir. Todos los días la reprendía, y en cualquier actividad social a la que asistían, sentía la maternal mirada avizora sobre sus hombros cada vez que abría la boca.

Debía darle la razón, su carnet de baile nunca llegaba a llenarlo. Incluso hubo noches en que aquel papel permaneció en un triste e impoluto blanco.

El hablar era más fuerte que ella, no sabía cuando había dicho demasiado hasta que su acompañante extraviaba su mirada y empezaba a responder con monosílabos.

El único que era capaz de prestarle atención era lord Wexford.

Y retomando el hilo sobre el hábito del conde de ser tan sardónico en español, a Althea le había causado mucha curiosidad la primera vez que le habló en ese idioma. Ella sabía algo de francés, pero no podía compararlo del todo con el español. Sin embargo, una de las palabras elementales que aprendió eran las partes del cuerpo, y una de ellas era langue, muy parecido a parte de lo que él dijo en un fluido español.

Recordar esa voz grave arrastrando las eses le causó otro escalofrío.

Se sacudió la sensación.

Resolver el primer enigma fue pura suerte. Supuso que él dijo algo despectivo al uso que ella le daba a la lengua y voilá. Fue bastante predecible pero divertido para Althea.

No obstante, lo que tenía entre manos era más difícil. Iba a necesitar ayuda. Ya no se trataba de orgullo y demostrar su valía. Cada palabra que descifrara sería como una chispa que encendería el fuego interior que le permitiría controlar su destino. No estaba dispuesta a perder al primer obstáculo.

―¿Alguna de ustedes conoce a alguien que sepa español?

―¿Español? ―preguntó Mimi―. Apenas pudiste con el francés, niña, ¿por qué de pronto te interesa el español?

―El profesor de francés era horrible. Él creía que con humillaciones sobre mi acento me haría mejorar. Por eso no aprendí lo suficiente ―se defendió con vehemencia―. Me cerró la mente para que no entraran todas esas normas gramaticales y esa dicción nasal... Bueno, el punto es que estoy resolviendo unas misteriosas palabras que escuché en español y bueno... solo es curiosidad.

Mimi alzó su ceja... No por nada tenía noventa años, la curiosidad siempre era espoleada por deseos más grandes.

Abigail, feliz de que el tema hubiera cambiado, intervino:

―Tengo entendido que lady Wexford es española o sus padres lo eran, no lo tengo muy claro... Pero ahora que hago memoria, me he dado cuenta de que nunca la he escuchado hablar en ese idioma. ―Su tono cambió y advirtió―: Yo que tú no me atrevería a dirigirle la palabra, Althea. Si lo que dice ese pasquín es cierto, de seguro terminarás humillada.

―No voy a hablar de su hijo, ni siquiera lo mencionaré. Ella solo humilla a las damas que pretenden ser la nueva condesa de Wexford... Y ese no es mi objetivo.

«Mentirosa», se burló su consciencia. Althea la ignoró.

Althea pensó en lady Wexford, había algo intimidante en ella, quizás era su porte y su mirada lo que le hacía sentir como una niña traviesa frente a una institutriz estricta. Las historias que aparecían en el Susurros de Elite y otras que escuchó por ahí hablaban de las terribles humillaciones que la mujer podía infligir, ni las damas más osadas se atrevían a provocar a que emergiera la bestia negra. No obstante, si la condesa era la llave maestra para resolver el enigma, valdría la pena. Si iba a caer, lo haría luchando.

Una humillación más, una menos, a esas alturas de su existencia ya no le importaba correr el riesgo.

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