Mauricio: ¿Me amas?

La respuesta de mi chica tardaba en llegar, pero ya estaba acostumbrado. Cuando hablábamos a través de mensajes de texto a menudo me quedaba en ascuas a media conversación, porque ella tenía que atender algún asunto en casa. Bebí con desgano el segundo sorbo de mi trago. Nada me sabía bien luego de lo ocurrido con Mónica. Primero tuve que soportar durante gran parte de la noche su interrogatorio, después se rindió y no preguntó más acerca de esa otra mujer que según ella me había cambiado.

Fue entonces que comenzó su ritual de seducción. En algún momento, su belleza y el cariño con el que me trataba me motivaron a corresponderle. Tenía deseos de compartir la cama con una mujer y Mónica estaba más que dispuesta a disfrutar conmigo esa noche. Con algunos tragos encima y sus besos como aliciente, pedí una habitación en ese mismo hotel, convencido de que deseaba hacerle el amor.

Sin embargo, bastó que sus suaves manos se deslizaran bajo mi ropa para comprender mi equivocación. Moni era una buena amiga y me conocía lo suficiente para darse cuenta de que estaba ausente.

Al final discutimos y la dejé irse sola. No era mi costumbre y me sentí culpable, pero los dos terminamos enfadados y sin lograr entendernos. Seguir juntos hubiera sido forzar la situación.

Ya nada podía ser como antes a causa de lo que sentía por Alejandra. Ninguna otra mujer saciaría mi deseo, ese deseo que comenzaba a tornarse insoportable.

A veces me preguntaba si lo que sentía era algo más parecido a la obsesión que al amor. Su imagen primero y su recuerdo después me habían perturbado por años. En otras ocasiones me sentía un necio. Pero no quería rendirme. No todavía. Necesitaba al menos la oportunidad de amarla como había soñado.

Decidí no volver a besarla ni hacer o decir algo que pusiera de manifiesto lo enamorado que estaba. Los dos éramos adultos y si mi chica no deseaba estar conmigo, yo no volvería a buscarlo. Su indiferencia habría sido más soportable si no hubiese percibido que disfrutaba de mi compañía tanto como yo de la suya.

"No me gusta verte triste."

El mensaje me hizo sonreír. Más allá de mi ánimo hecho añicos, lo que en verdad me tenía acabado era el agotamiento de lo vivido ese día. En especial la incertidumbre de no saber lo que ella realmente sentía por mí. Llegué a creer que solo se dejaba querer. Se sentía como tomar sobras de su mesa. Moralmente era devastador.

"Si en verdad pudieras verme, sabrías que lo que estoy es cansado" escribí, dispuesto a retirarme de ese lugar e ir en búsqueda de la comodidad de mi casa.

—Eso también puedo verlo —escuché a mi lado. Sorprendido, giré para encontrarme con ella.

Por un momento, dudé que fuera mi chica. No porque Alejandra no fuera una mujer muy hermosa, sino porque nunca imaginé que pudiera verse aún más bella. Estaba divina. Tanto, que su sola presencia electrizó todos mis sentidos.

—Alejandra, ¿Qué haces aquí? —le pregunté, poniéndome torpemente de pie.

Entendía poco, pero la sensación de haber cometido una falta comenzaba a incomodarme. No quería ni imaginar lo que Alejandra había visto.

—Quería sorprenderte y acompañarte de ser posible, aunque creo que no te hacía falta mi compañía.

Sus palabras y la decepción en sus ojos confirmaron mi temor. Mi chica me había visto con Mónica. Me sentí el más estúpido por haberla invitado a ir conmigo.

—Mónica es sólo...

—Una amiga?... ¿Cómo yo?

—Tú eres más que una amiga para mí, ya deberías saberlo.

—Como sea, en realidad no me debes ninguna explicación. Mauricio, sólo somos...

—Amigos... Ya lo sé, pero aun así quiero explicarte. Invité a Mónica porque no creí posible que tú pudieras acompañarme y ella es casi de la familia. Todavía no entiendo qué haces aquí. ¿Viniste con alguien?

—Con Vanessa. Erik nos invitó a ambas.

—Es un maldito entrometido —gruñí, enfadado.

—Él no tuvo la culpa, yo se lo pedí. Sabía que este día era importante para ti. No pensé que fuera un problema que viniera.

Sus palabras sonaron a reclamo, tanto que me crisparon apenas salieron de su boca.

—No lo es. Simplemente que los que están ahí abajo son todo menos mis amigos. Ninguno lo es. Quitando a Mariana no puedo confiar realmente en nadie, ni siquiera en mi padre. Lo que menos quiero es que tú también tengas que lidiar con ellos.

—Yo no vine a lidiar con ellos, vine a estar contigo... Mejor invítame a tomar algo, ¿quieres? Vamos a brindar por la constructora y por ti.

—¿De verdad? —cuestioné, dubitativo. Su tranquilidad era lastimosamente cruel.

Alejandra asintió y se sentó en el banco a mi lado. El escote en su vestido mostraba su bella espalda. No pude evitar contemplarla, sintiendo cómo se me secaba la boca. Imaginé la cantidad de besos necesarios para recorrer su espina dorsal. O a mi chica le gustaba atormentarme, o yo estaba a punto de perder el control sobre mí mismo.

Por un momento pensé en decirle que me acompañara a la habitación que había alquilado para estar con Mónica.

Los dos pedimos un par de tragos más. Hablamos un largo rato: de su hijo, de la constructora, de la fiesta que continuaba bajo nuestros pies, de Erik y Vanessa, de todo menos de nosotros dos. Así era siempre estando con ella.

Pero algo había cambiado. Lo noté porque, sentados uno al lado del otro, fue mi chica quien se acercó a mí por primera vez sin esperar a que yo lo hiciera como en otras ocasiones. Alejandra puso su cabeza en mi hombro mientras los dedos de su mano izquierda se entrelazaban con los de mi mano derecha sobre la barra del bar.

—Sabes, después de todo me la estoy pasando muy bien. Me gusta estar así contigo.

—A mí también —e respondí con los ojos clavados en su rostro.

Ella miraba al frente: un espejo reflejaba nuestra imagen juntos.

—Mauricio, ¿seguirás siendo mi amigo pase lo que pase?

—Seguiré estando para ti si es lo que quieres saber. Ahora mismo siento que no podría negarte nunca nada.... ¿Por qué no me dices a qué has venido realmente?

Temblé al hacer la pregunta. Temía que me dijera que lo nuestro jamás podría ser. Que me diera por vencido de una vez por todas. Lo pensé bien y me negué a creer que fuera el fin cuando parecía tan cómoda con la cercanía de nuestros cuerpos. Alejandra no me respondió. Sus ojos me miraron como nunca y su boca se fundió con la mía en un largo y delicioso beso. Los labios de mi chica terminaron con la poca calma que me obligaba a conservar.

—¿Por qué lo haces, Alejandra? ¿Por qué me besas como si quisieras robarme el alma? No lo hagas, no si luego dirás que no puedes quedarte a mi lado.

—Y si te digo que lo intentaré... Si te confieso que estoy enamorada de ti, ¿puedo seguir besándote así?

—Si me dices eso, puedes hacer lo que quieras.

—Entonces: te amo, Mauricio.

Escucharla admitir que me amaba fue la mayor de las alegrías. No quise ni pude contenerme más. Todo mi cuerpo clamaba por mi amiga, mi chica, mi Alejandra.

—Quiero hacerte el amor, Alejandra... Lo necesito tanto —supliqué entre exhalaciones que su boca arrancaba de la mía.

Alejandra no dijo nada. Siguió besándome y asintió con la cabeza. Yo no necesitaba más respuesta. Pedí la cuenta y la pagué. Entre besos y ansiosas caricias, llevé a mi chica hacia la habitación que había alquilado. En el ascensor no pude esperar más. Le di la vuelta y recorrí con las yemas de los dedos desde su nuca hasta el último palmo de piel que mostraba la tela roja de su vestido mientras le besaba el cuello cerca de la oreja.

—Tu escote me enloquece.

Ella me sonrió a través del espejo del ascensor.

—Siendo así, cumple su objetivo.

Estando frente a la habitación, Alejandra volvió a mirarme. Sus ojos me cuestionaban, así que temí por un momento que nuestro encuentro terminara antes de comenzar.

—¿Por qué tienes la llave de una habitación?

No pude responderle. Bajé la mirada. Estaba avergonzado.

—La trajiste a ella antes, ¿cierto? No, no quiero saberlo, mejor dime si pensaste en mí mientras estabas a su lado.

Aquello me desconcertó, aunque debo aceptar que también me encantó.

—A cada instante, tanto que no pude estar con ella y ahora mismo debe seguir maldiciéndome por hacerla perder el tiempo.

—Eres un tonto. ¿Cómo no se te ha ocurrido invitarme a mí desde un principio? Olvídalo, abre de una vez la puerta antes de que me enfade más contigo.

—¿Estás enfadada?

—¿Tú no lo estarías?

—Perdóname.

—Es culpa mía. Me he tardado demasiado.

—Nunca es tarde, aquí el imbécil fui yo.

Alejandra sonrió. Se burlaba de mí, pero poco importaba: me lo tenía bien merecido. Abrí la puerta como me lo pedía. Apenas estuvimos dentro, volví a asaltar su boca con besos que pretendían llegar a lo más hondo. La abracé y deslicé las manos por su espalda desnuda, estrechándola contra mi propia excitación.

Por un momento dudé que aquello estuviera sucediendo.

A mi cabeza vinieron todos los sueños en los que Alejandra era la musa que inspiraba mis más osadas fantasías. Pero el roce de su piel era real. También los gemidos placenteros que brotaban de su garganta. Desaté el nudo que sostenía su vestido detrás de su cuello. La tela roja se deslizó por su cuerpo, descubriendo la lencería de encajes que adornaba su cadera. Fue hasta ese momento que la sentí temblar.

—¿Estás nerviosa? —pregunté enternecido.

—Sí, hace demasiado que no estoy con alguien.

—Igual yo...

—No es lo mismo.

—Tal vez, pero desde que te conocí, siempre que pretendía estar con una mujer, aparecías irremediablemente en mi mente... Alejandra, mi Alejandra, no sabes lo que te he deseado. He soñado hasta el cansancio con tenerte junto a mí y ahora que te veo aquí, me doy cuenta de que eres aún más maravillosa de lo que imaginaba.

Mi chica sonrió, se mordió los labios y me besó con intensidad. Su lengua encontró la mía en un húmedo baile. Sus delgados dedos desanudaron mi corbata y abrieron uno a uno los botones de mi camisa. La pausada manera en que me desnudaba avivó mi deseo.

Una vez que se deshizo de la mayoría de la ropa, sus labios recorrieron mi torso, sembró pequeños besos entre cada una de mis costillas y yo recorrí con mis labios y lengua su espina dorsal, tal como lo había deseado momentos antes. La necesitaba, necesitaba estar dentro de ella, pero entonces habló, frenándome un poco más.

—Llevaba tiempo deseando quitarte uno de tus elegantes trajes.

—¿Y?

—Puedo asegurar que te ves aún mejor sin ellos.

—Yo te habría desnudado a ti desde la misma entrevista en la que te volví a encontrar, pero entonces me habría valido ir a la cárcel.

—Ya no estoy tan segura.

La escuché en un susurro, excitado por sus palabras y concentrándome en sus hermosos senos. Los acaricié y apreté suavemente mientras volvía a besarla. Mi boca bajó hasta ellos y se apoderó de un pezón. Mi lengua saboreó todo lo que ofrecía para pasar al otro y hacer lo mismo hasta saciarme. Alejandra se aferró a mi nuca, acariciaba mi cabello en tanto su cuerpo buscaba el mío, arqueándose con placer. Bajé el encaje que aún cubría lo que ansiaba ver. Su desnudez me obligó a apartarme y contemplarla. La vi titubear ante mi gesto.

—No creo que sea lo mejor que hayas visto —dijo, mirando las estrías que cubrían su vientre y caderas. También se refería a sus senos, los que supuse habían cambiado luego de amamantar a un niño, pero que para mí eran la encarnación de la belleza.

—Eres perfecta.

Volvió a sonreír y entonces la abracé, seguí besándola mientras la recostaba en la cama. Atrapé entre mis labios el lóbulo de su oreja izquierda, luego hice lo mismo con su cuello. Besé sus hombros y recorrí entre besos y caricias su piel, palpando con las yemas de los dedos las partes que disparaban la excitación de los dos. Mi lengua acarició su ombligo y se me antojó estar profanando el mismo centro del universo.

Su aroma llegó hasta mí sin barreras y dejé a mi boca perderse en la humedad de su entrepierna. Su sabor se quedó en mi paladar.

Alejandra ya estaba tan ansiosa como yo, me apartó suavemente y se dispuso a terminar de desnudarme. La dejé pelear con la cremallera del pantalón. Me complacía verla tan deseosa. Aún más placentero fue cuando sus dedos tomaron el miembro que asomó ávido y que ella mimó con la lengua hasta hacerme perder el aliento.

La detuve cuando llegó a lo más sensible, dejarla continuar habría sido una torpeza de mi parte. La volví a la cama y me acomodé sobre ella. Sus piernas me recibieron y también lo hizo su vientre. Sentirme dentro de ella dio descanso al anhelo acumulado a lo largo de esos años. Seguí el ritmo que sus caderas me dictaron, exigiendo con cada embestida más de mí y con más fuerza. Su placer estalló en el más magnífico de los orgasmos. Apenas un ahogado gemido brotó de sus labios, pero la sentí contraerse conmigo dentro y no necesité mucho para seguirla.

Hicimos el amor algunas veces más antes de quedarnos dormidos.

Fui la almohada en la que descansó su cabeza. Sus piernas abrazaron las mías. Fue la noche en que los sueños se volvieron realidad. Ese día Alejandra me brindó una oportunidad para amarla y me hizo creer que lo divino existía, porque no podía ser casualidad que esa preciosa muchacha que tanto había anhelado años atrás hubiera aparecido nuevamente en mi vida. El amor que me manifestaba había valido la larga espera.

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