Mauricio: Lejos de ti
—Haz lo que te digo y procede con la demanda.
Las semanas posteriores a la renuncia de Alejandra, Mariana siguió sin darme tregua. No entendía bien qué pretendía y ya comenzaba a fastidiarme. No era mi mejor momento, me sentía desilusionado y con ganas de abandonarlo todo. Pensé seriamente en venderle mis acciones a Rubén e irme a vivir a cualquier otra ciudad. No quería saber más nada de nada. Era horrible recibir el veneno que día a día destilaba la persona que decía quererme. Si Mariana se hubiese preocupado por mí, si yo le hubiera importado, habría notado que su impertinencia me hacía más infeliz.
—Creí que te había dejado clara mi decisión.
—Incumplió con su contrato. Además es lo que necesitas para olvidarte de una vez de ella.
—¿De verdad crees que lo que necesito para no pensar en Alejandra es iniciar un litigio con ella?
—Ella te hizo mal, Mauricio, y debería pagar las consecuencias.
Cierto, Mariana tenía razón. Alejandra había sido muy poco profesional, hasta irresponsable, al renunciar así a su puesto. Pero yo no me sentía capacitado para darle lecciones de vida. Por otro lado, ya no soportaba esa necesidad imperiosa de Mariana de dañar su imagen. Enfadado, le di un manotazo al escritorio. Mariana palideció. Nunca me había comportado de manera violenta, pero su continua necesidad de dañar lo ya roto comenzaba a sacarme de mis casillas.
—¡Déjala en paz, te lo advierto! Si me entero de que haces algo en su contra, no me va a importar nada, te voy a despedir.
—No puedes hacer eso, yo también soy accionista.
—Y lo seguirás siendo, pero como director puedo reservarme el derecho de seguir manteniéndote en tu puesto o prescindir de ti.
Eso fue lo último que Mariana se atrevió a decir al respecto. No obstante, seguí pensando en Alejandra. Habían pasado cuatro horribles meses desde aquel día, y ella aun no mostraba el más mínimo interés en hablar conmigo. Llamaba a su casa cada semana y su familia me respondía amablemente. El pequeño Sebastián no dudaba en hacerme saber que me extrañaba. Pero yo no podía verlo. No podía enfrentarla a ella, no después de lo que viera apenas un par de semanas después de nuestra ruptura.
Realmente no sé qué pensaba aquel día, cuando al salir de la constructora conduje hasta su casa. Era casi la hora de la cena así que Alejandra debía estar a punto de llegar. La esperé durante casi una hora detrás del volante de mi auto, estacionado al otro lado de la calle para no ser visto. Vi a su padre y a su hijo salir y volver, pero no había señales de ella. Pronto anocheció. Poco después, Alejandra apareció en un auto que no era el suyo, conducido por un hombre con el que se quedó hablando por un largo rato.
Él no me importó mucho. Intenté ignorarlo mientras adivinaba en la distancia el rostro que tanto amaba. Hice conjeturas respecto a la naturaleza de la relación, pero solo pude concluir que era lo suficientemente cercana como para que Alejandra permaneciera en el auto durante un largo rato. A modo de despedida, le plantó a aquel desconocido un beso en la mejilla. Un gesto común en cualquier amistad. Aun así, algo dentro me dijo que ese hombre era algo más. Mis ojos se humedecieron. Apreté el volante de mi auto de pura impotencia. Después de eso, no tuve el valor de salir y hablarle.
Sentí que algo estallaba en mi pecho. ¿En realidad la conocía tan poco? ¿Sería capaz de iniciar una relación tan pronto? No. No la Alejandra que yo creía conocer. No después de lo vivido a mi lado, no después de lo que me había costado ganarme su corazón. Como fuera, no tenía la fuerza para averiguar la verdad. Necesitaba un respiro.
El respiro fue largo, para ella y para mí. Cuatro meses de silencio, cuatro meses sin saber más nada uno del otro. Tantas veces me vi tomando el móvil, buscando entre mis contactos su número, para arrepentirme en el último segundo. Un mensaje, una llamada, una sola palabra de Alejandra me habrían bastado para no perder la esperanza. Pero ya no era mi chica. No lo sería nunca más. Su ausencia era distinta a aquella primera vez que, sin lograr acercarme a ella, la había dejado atrás para seguir con mi vida. No era lo mismo luego de haber estado junto a ella, haber saboreado su boca, haberle hecho el amor, haber despertado a su lado. Algo moría dentro mío. Ya no me sentía el mismo, el cansancio era mayor, las cosas que me alegraban cada vez más pocas. Lo admito: la situación me estaba destrozando. Y lo más triste era saber que a Alejandra no le importaba.
Una tarde de esas que se me antojaban todas iguales, Mónica apareció en mi oficina. Estaba de visita en la ciudad y no tardamos en reconciliarnos por nuestro pasado encuentro. Ni ella ni yo éramos propensos a guardar rencores. Nos teníamos la lealtad que se le tiene a un aliado. Contemplar juntos el rostro más horrible de la familia Sifuentes nos había dejado eso.
Estaba hermosa. Los años no hacían más que sumarle encanto y pese a mi reticencia inicial, terminé viéndola de la forma en que no debía. La besé en esa misma visita sin importarme el lugar ni que aún hubiera empleados cerca. Sus palabras y gestos eran tan cariñosos como siempre y, como tantas veces antes, me embriagaron al punto de pedirle que me acompañara a casa. Ella aceptó sin dudar. Salimos de mi oficina rumbo al ascensor. De pronto recordé que había olvidado mi móvil. Siendo quien era en la empresa no podía prescindir de él, y tuve que regresar luego de pedirle a Moni que me esperara en la recepción.
Apenas salí del ascensor me topé con Vanessa. Tenía mi móvil en su mano y un impertinente gesto de reclamo que me hizo enfadar. Le pedí el aparato, aunque sabía que no lo entregaría sin decir algo al respecto. Sin duda nos había visto a Mónica y a mí juntos.
—Creí que tu amor por Alejandra valía más.- farfulló cuando estaba por darme la media vuelta, luego de recuperar lo que había ido a buscar. La miré de nuevo con el rostro encendido. No estaba dispuesto a soportar que alguien más se entrometiera en mis asuntos. La intervención de Mariana había sido suficiente.
—¿Cómo te atreves? Tu amiga y yo terminamos, seguro que ya lo sabes. Además, es ella quien no valoró nuestra relación lo suficiente.
—Si eso fuera cierto no me llamaría a diario preguntando por ti.
Su respuesta me sorprendió. No la esperaba. Logró despertar mi curiosidad.
—¿Eso ha hecho?
Vanessa asintió.
—Tal vez sería más fácil creer que lo hizo por verdadero interés si me hubiera llamado directamente a mí.
—Mauricio, ¿acaso estar con ella no te hizo conocerla mejor?
—¿Entonces soy yo el culpable?
—No se trata de repartir culpas. ¿Por qué los hombres son tan buenos para eso? Entiende algo: Alejandra siempre ha preferido estar en las sombras. Ahí fue donde yo la encontré, ahí fue donde tú la encontraste y es de ahí de donde ella aún no puede salir. ¿Por qué no le das más tiempo?
—¿Es necesario más tiempo? ¿No han bastado todos estos años?
—No partas desde el momento en que tú, Mauricio Sifuentes, pusiste tus ojos en ella, ni siquiera en el momento en que ella puso sus ojos en ti. Piensa en el momento en que Alejandra miró lo que ustedes eran juntos. Tal vez a ti te convendría hacer lo mismo si es que aún te importa.
Eso fue lo último que escuché antes de que Vanessa desapareciera detrás de la puerta del ascensor. Me quedé ahí parado viendo a la nada, masticando cada palabra. No logré digerirlas todas en ese instante. No pude evitar preguntarme si de verdad deseaba estar con Mónica o si simplemente estaba por cometer el mismo error de aquella noche... la noche en que Alejandra me había confesado su amor. Lo que menos deseaba era usar a Mónica como un desahogo. La quería demasiado para hacerle eso.
Por otro lado, ¿era necesaria otra oportunidad? No lo sabía. No sabía si tenía la fuerza y la paciencia para esperar por Alejandra. Sin embargo, de algo sirvieron las palabras de Vanessa: me despejaron la mente. Alejandra me debía una explicación. Sin ella, no podría cerrar ese círculo que había abierto tanto tiempo atrás en el salón de clases.
Bajé a mi encuentro con Mónica, decidido a recibir sus reproches. Esperaba verla furiosa. Me asombró que ella advirtiera mi decisión sin necesidad de que yo le dijera nada. Apenas me vio salir del ascensor, sus ojos me miraron comprensivos. Habíamos hablado de Alejandra antes, así que no ignoraba la encrucijada en la que me encontraba. Su actitud me demostró lo que sospechara al verla luego de tantos años: Mónica había dejado de ser la jovencita rebelde cuyo único objetivo en la vida era fastidiar a su padrastro. Caminó hacia mí, me plantó un cariñoso beso en la mejilla y se fue susurrando que nos veríamos después.
Aturdido, conduje hasta mi casa. El silencio y la oscuridad que me recibieron fueron un trago amargo. Me sentía terriblemente solo. Desanudé la corbata que ya comenzaba a asfixiarme y me deshice del saco. Lo dejé en algún lugar, un descuido que pocas veces cometía. Esa noche no era yo mismo. Lo único que pretendía era dormirme lo más rápido posible y olvidar que el mundo seguía girando. Y lo hice. Olvidé incluso que al día siguiente era mi cumpleaños. Me lo recordó el sonido del móvil en medio de la madrugada.
Miré de reojo la hora. Apenas pasaba de la medianoche.
—¿Sí? —respondí adormilado. Ni siquiera me había tomado la molestia de mirar el número en el identificador.
—¿Te desperté? Perdona, sé que es tarde pero no creí que tanto... No sueles dormirte temprano.
—Alejandra.
Al pronunciarlo, su nombre punzó mi corazón.
—Sí, es tu cumpleaños y quería ser la primera en felicitarte.
—Te lo agradezco.
—También quería saber cómo estás.
No pude responder. Era duro pensar en cómo me encontraba, teniendo en cuenta que era precisamente ella quien lo preguntaba.
—Entiendo si no quieres responderme... Siento haberte molestado... Que estés bien.
—Tú también.
Finalicé la llamada con esa frase insípida. Una vez que el sonido de su voz se apagó al otro lado de la línea, maldije haber hablado. Cualquier cosa hubiera sido mejor que despedirme como si en realidad no me importara lo que pasara con ella. Pensé en llamarla pero el daño ya estaba hecho, y yo seguía demasiado agotado como para lidiar en ese momento con todo lo que Alejandra provocaba en mí.
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