Alejandra: Tu voz

Colgué sintiéndome en parte aliviada. Me resultaba imprescindible saber que Mauricio se encontraba bien. Necesitaba atenuar la culpa que me atravesaba cada vez que Vanessa me contaba de su estado anímico. Mi amiga me relataba cómo Mauricio empeoraba día tras día. Me repetía una y mil veces que ya no era el mismo; que no sonreía como antes, que el malhumor se adueñaba de él con facilidad y que incluso había reñido con Mariana por algo referente a mí. Sabía que la causante era yo. No había forma de negarlo. Me había ido de la peor manera, sin explicarle mis motivos.

Lo haría. Se lo contaría todo. Aunque sólo sirviera para darnos el adiós definitivo. Sin embargo, aún no era el momento. Antes debía solucionar algo en casa. Alberto había accedido a conocer a Sebastián. Mi hijo aún ignoraba que yo planeaba ese encuentro. Era un pequeño muy inteligente. A sus escasos ocho años daba muestras de una madurez sorprendente. Aun así, no dejaba de ser un niño, uno que además desconocía todo de su padre. No le había hablado de él para evitar contarle cosas malas; el rencor me hubiera ganado. Preferí callar. Durante muchos años, opté por el silencio.

Un par de semanas antes comencé a hablarle a Sebastián de Alberto sin mencionar que era su padre. Tenía la esperanza de que, al conocerlo, simpatizara con él tanto como con Mauricio, y entonces le fuera más fácil aceptar la noticia. Mi hijo no dijo nada. Me escuchó en silencio. Tarde percibí mi error. Apenas Alberto puso un pie en mi casa y saludó a Sebastián, este apartó con rabia la mano que le ofrecía y salió corriendo a su habitación. Mi padre ya me lo había advertido, pero no quise escucharlo. Tuvo que ser Sebastián quien me lo dijera en un llanto descontrolado.

—¿Quién es él, mamá? ¿Por qué lo trajiste?

—Ya te lo dije, cariño. Alberto es un amigo.

—¡No, no lo es!

Sebastián estaba sobre su cama. Abrazado a sus rodillas, ocultaba su rostro bañado en lágrimas. Apenas podía entender lo que decía entre sollozos. Me acerqué hasta él y me senté a su lado. Tuve el impulso de abrazarlo, aun sabiendo que no sería bien recibida. Solo lo había visto así de trastornado después de contarle que Mauricio y yo habíamos terminado. En esa ocasión intenté contenerlo y recibí unos manotazos que por su edad ya dolían. Al darse cuenta de que me había lastimado, me pidió perdón abrazado a mi cintura.

—¿Por qué no me dices lo que te molesta?

—Ya lo sabes, no quiero que traigas más amigos, no quiero a nadie...

No pude decir nada. Me quedé a su lado, sintiendo que las lágrimas que empañaban sus ojos eran las mismas que derramaban los míos. Mentía. Yo sabía bien a quien quería, pero no estaba en mis manos prometer que él volvería.

Alberto abandonó mi casa. Se fue derrotado. Él había temido aquello y yo no pude evitarlo. En esas condiciones me fue imposible decirle a Sebastián que él era su padre, y no sabía si tendría el valor para hacerlo después. Tanto Alberto como yo decidimos darle tiempo. Nos seguiríamos viendo, pero era evidente que mi estrategia había fallado y tenía que reconsiderar la manera de abordar la situación. Ignoraba que no tendría tanto tiempo y que a veces hablar con la verdad es necesario.

Un viernes después del desastroso encuentro viví la peor de las pesadillas. Mi pequeño había estado callado toda esa semana. Apenas comía y no se mostraba interesado en nada de lo que antes lo emocionaba. Cuando me pidió pasar el fin de semana en casa de su mejor amigo, me pareció una buena idea. Como mi horario de trabajo me impedía ir al colegio por él, mi padre era quien lo hacía. Ese viernes le dije que no fuera porque Sebastián se iría con la madre de su compañero. Ella y yo teníamos una buena relación, así que era fácil estar en contacto y planear ese tipo de visitas. Estaba feliz porque creía que comenzaba a recuperarse de todo lo sucedido. Pero cuando llamé a casa de su amigo una hora después de la salida del colegio, sentí que el mundo se caía sobre mi cabeza.

—¿Cómo está Sebastián, ha comido bien? - le pregunté a Beatriz, que me respondió sin imaginar el motivo de mi llamada.

—Pero Alejandra ¿no has hablado a tu casa? Max me dijo que Sebastián no se sentía bien y que tu padre iría por él.

Su explicación me alarmó. Mi padre no había llamado. Quise creer que era porque mi hijo no tenía nada grave y que todo estaba bajo control. Me despedí de inmediato y colgué para comunicarme a mi casa. Las palabras de mi padre confirmaron mi mal presentimiento.

—Alejandra, tú me dijiste que no fuera hoy por él.

No quise ni pude saber más. Le expliqué en un llanto entrecortado que no sabía dónde estaba Sebastián. Abandoné mi puesto de inmediato, sin molestarme en decirle nada a nadie. ¿O tal vez se lo dije a la agradable chica que se sentaba siempre a mi lado? A partir de ese momento, todo se volvió irreal. Las palpitaciones de mi corazón se aceleraron y salí de ese sitio sintiendo que no podía respirar. Conduje como una desquiciada hasta el colegio de mi hijo. Ahí ya no había nadie, ningún profesor ni empleado al que preguntar algo.

Llamé a Alberto ¿Qué más podía hacer? Sebastián también era su hijo. Él fue por mí. En ese momento no me sentía capaz de sentarme detrás del volante. Fuimos a mi casa y fue mi padre quién se ocupó de salir a buscar. No sabíamos a dónde, pero tampoco podíamos quedarnos sentados. Las autoridades no ayudaron. Dos horas y media no eran tiempo suficiente para buscar a un niño de ocho años. No me quisieron escuchar. Yo conocía bien a Sebastián: mi hijo no era de los que se van con amigos sin avisar o se escapan luego de la escuela a jugar algún deporte. Él sabía que yo le tenía permitido casi todo siempre y cuando me avisara.

Lloré sintiendo que me moría. Hablé nuevamente a casa de su amigo. No sabía nada. El duro interrogatorio de su madre habría sido suficiente para que confesara algo, pero Sebastián solo le había dicho que se sentía mal y que su abuelo iría por él. No podía reclamarle a nadie tal descuido. La única culpable era yo. Mi corazón me gritaba que mi hijo no se encontraba bien y había decidido ignorarlo. Me empeñé en creer que darle espacio y tiempo era suficiente. Sebastián era un niño y yo lo había dejado lidiar solo con todo.

—Tengo que ir a buscarlo —le dije a Alberto. Él no se había apartado de mi lado y comenzaba a contagiarse de la misma impotencia que me carcomía.

—No lo hagas, tu padre ya está afuera. Alguien debe quedarse en casa por si vuelve o alguien llama. Yo iría a buscarlo, pero sabes que el niño no me quiere.

—¡Llámalo por su nombre, ese niño es tu hijo!

—Perdona, no fue mi intención... Creo que debes entender que para Sebastián su familia ya está completa. Yo no le hago falta, Alejandra. Nunca le hice falta.

—No hablemos de eso ahora.

—Tenemos que hacerlo. Este es el mejor momento, tal vez así entiendas lo que quise decirte antes —respiró lo más hondo que pudo. Noté que se debatía internamente, que algo lo torturaba—Te busqué por una sola razón, Alejandra. Necesitaba pedirte perdón por el infierno al que te arrastré. No era más que unos años mayor que tú, pero eso no es excusa. Siempre supe que te dañaría con mis acciones. Tú eras apenas una niña y yo jugué con tu vida para sentirme importante. Al verte de nuevo me has sorprendido. Has hecho algo formidable considerando los pedazos que dejé de ti.

Alberto se puso de pie. Lo miré y acarició mi mejilla bañada en llanto, como solía hacerlo cuando estábamos juntos. Era ese el único gesto compasivo que me había brindado durante aquel tiempo en que sus manos solo transmitían dolor.

—Lo que intento decirte es que, aunque no conozco a Sebastián, estoy casi seguro de que no le ha pasado nada malo y que pronto lo tendrás de vuelta. Él sólo quiere recuperar a su familia y yo no formo parte de ella. Nunca lo haré: es lo mejor. Dile quién soy si crees que es conveniente, pero a la única que necesita es a ti. Así que arregla tu vida, nena. Haz lo que te haga feliz y no tengas nunca miedo: los monstruos como yo ya no pueden dañarte. Ahora vuelas muy por encima de ellos y no podrán alcanzarte.

Sin decir más, tomó sus cosas y se fue. Mis ojos lo siguieron hasta que salió por la puerta. No se fue solo. Con él desapareció esa sombra que había empañado mi vida durante tanto tiempo. La oscuridad en la que me encontraba sumida tras su abandono se esfumó esa tarde.

Me quedé sumida en el silencio durante algunos minutos. Seguía terriblemente angustiada, pero un destello de paz iluminaba mi soledad. Me tomé un tiempo para respirar hondo. Sentí el aire que me rodeaba. De repente, escuché el sonido insistente del móvil. Miré la pantalla y el nombre en el identificador. Respondí de inmediato.

—Alejandra, Sebastián está conmigo. No te preocupes, lo llevaré enseguida.

Nunca estuve más feliz de escuchar la voz de Mauricio.

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