Alejandra: Siempre fuiste tú

El vestido entallado tal vez era demasiado. También los zapatos de tacón. Intentaba que mi vestimenta me ayudara a seducirlo de nuevo, pero que a la vez mostrara parte de mi verdadera esencia. Esa tarde conocería al fin a la Alejandra con un pasado que la avergonzaba; a la que, pese a desear sus caricias, se obligaba a abstenerse de ellas; a la que no se entregaba del todo por miedo a fallar. A la que temía convertirse en una versión detestable de sí misma.

A Mauricio le quería dar algo más. Deseaba brindarle todas las sonrisas que había guardado durante tanto tiempo. A pesar de haber aceptado algo más profundo que una amistad, nunca había podido deshacerme de la sensación de estar engañándolo. Sentía que, de algún modo, lo nuestro era una estafa. Me había encontrado cuando lo único que quedaba de mí eran fragmentos rotos y pisoteados por alguien más.

Conduje a su casa esperando recuperarlo. Confiaba en que, pasada la medianoche y roto el hechizo, él seguiría amando a aquella muchacha cubierta en cenizas. Luego de tantos años, era yo otra vez. Aquel reencuentro con Alberto me había servido para recuperar mi esencia. Ahora me sentía digna. Sin embargo, seguía sin saber si Mauricio me aceptaría luego de conocer todas mis sombras, mis errores, mis motivos.

A las siete menos cinco toqué el timbre de su casa. Pocas veces había estado ahí, y siempre había sido con prisas. Reflexioné acerca de ese detalle por un instante.

La puerta se abrió, empujándome de nuevo a la realidad. El hombre frente a mí era muy distinto al que conociera años atrás. Su ropa, su rostro y su mirada resignada me impulsaban a abrazarlo. Solo me frenaba la seriedad de su semblante. Me invitó a pasar.

—Te ves distinto- le dije una vez dentro. De repente, casi sin poder evitarlo, mi mano rozó su mejilla afeitada para acariciarla. Mi gesto le hizo desviar la mirada. Tenía una expresión de melancolía. Aparté mi mano, apenada al comprender que aquello lo hería. Sonreí tímidamente, intentando aliviar la tensión.

—A veces los cambios son necesarios —agregó con cierta timidez.

—Te sienta bien.

—No tanto como a ti ese vestido. Te ves preciosa.

Sus ojos no mentían: me miraba con deseo. Pero su voz era diferente. Tenía la cadencia de quien ya no espera recibir nada. .

—Huele bien, ¿Estás cocinando?

—Sí, pensé que quizá podrías acompañarme a cenar, si te agrada la idea.

—Me encantaría.

Lo acompañé hasta la cocina. Sentada en la barra, lo miré estupefacta. Mauricio terminaba de cocinar la cena. Lo contemplé lejos de casa, lejos del estresante bullicio de la constructora. Era un hombre maravilloso. Anhelé tenerlo de nuevo en mi vida. Ya no quedaban dudas: lo amaba. Me tocaba a mí luchar por él.

—Sabía que te gustaba cocinar, pero no creí que lo disfrutaras tanto, ni que lo hicieras tan bien. -le dije mientras probaba la cena. Él sonrió halagado.

—Hay muchas cosas que no sabes de mí... —contestó, desviando la mirada—Supongo que son solo detalles insignificantes.

—Nada de lo tuyo es insignificante para mí, Mauricio.

No respondió. Se limitó a seguir comiendo. Me habló, en cambio, de mi nuevo empleo, y yo pregunté por la constructora. Intercambiamos comentarios banales, sin importancia, para tratar de relajarnos.

Pese a evadirlo por algunos minutos, llegó el momento que ambos temíamos. Sobre la mesa descansaban dos copas de vino. Estábamos a punto de atravesar un momento decisivo.

—Mauricio, he venido a decirte algo...

—No lo hagas. Alejandra, estamos pasando un buen rato— esbozó una sonrisa tenue—He estado meditando. Tu renuncia me dolió demasiado, pero por fin he comprendido. Tú no querías un puesto de mayor responsabilidad y te orillé a tomarlo pensando que te hacía un bien. Para empeorar la situación, puse en tu camino a Mariana. No me preguntes cómo, pero supe lo difícil que te hizo la vida en la constructora. Perdóname por no haberme dado cuenta a tiempo. Creo que el único culpable de que te hayas tenido que ir de mi lado fui yo.

Su interrupción me acobardó. Tuve que respirar hondo y tragar saliva para volver a tomar valor. No pensaba irme sin lograr mi objetivo.

—Esa abrupta renuncia fue mi error. No quería que resultara así. Busqué tanto el momento adecuado para decírtelo, que el tiempo se me fue de las manos y al final... lo siento tanto, Mauricio. No pienses que me hiciste un mal, por favor.

—De nada hubiera servido que me lo dijeras. Ni siquiera te quise escuchar la primera vez. Tengo mala actitud, ¿recuerdas?

—Esa actitud fue parte de lo que me enamoró de ti.

Mauricio no esperaba esas palabras. Evitó mi mirada y tomó un último sorbo de vino.

—En realidad hay una sola cosa que quiero saber, Alejandra. Ese hombre del que me habló Sebastián.... ¿Tienes una relación con él?

La pregunta repentina me dejó sin aliento. No supe qué contestar. Tardé demasiado en responder, y Mauricio sacó sus propias conclusiones. Acomodó su silla para atrás como si quisiera alejarse, como si mi cercanía le doliera. Su gesto herido se clavó en mí.

—Te has quedado muda otra vez. Creí que ya habíamos superado eso... No importa. No tienes que responderme. Tu silencio, como siempre, lo dice todo.

—No es lo que piensas —me apresuré en contestar—. Sí tengo una relación con él. Debo tenerla porque forma parte de mi vida: Alberto es el padre de Sebastián.

Mi respuesta lo sorprendió. Quedó boquiabierto. No le di tiempo de reaccionar. Necesitaba decírselo todo. Le relaté, primero, mi encuentro con Alberto. Su abrupta aparición, su insistencia, sus motivos para buscarme. Luego vino el pasado. El secreto de una adolescente que, oscura y taciturna, se había entregado a las más bajas pasiones. Para Alberto yo no había sido más que un juguete, un objeto de diversión sin dignidad ni amor propio. A mí no me importaba que hiciera conmigo lo que quisiera. El alcohol ayudó a soportarlo todo y él me lo daba a manos llenas.

Mi padre lo odiaba. Aborrecía que (ebria y oliendo a cigarro) Alberto me abandonara por la madrugada en la puerta de mi casa. Así de poco valía yo para él. Tantas veces mi padre trató de alejarme de ese pozo de perdición... pero lo único que consiguió fue que me enfureciera con él y que huyera de casa en dos o tres ocasiones.

Fuera de la escuela -que nunca abandoné- todo en mi vida se volvió caótico y nauseabundo. Lo peor llegó ese día con el positivo de la prueba casera de embarazo. Obligué a Alberto a comprarla. Tenía tanta vergüenza que no podía soportar la idea de que la empleada de la farmacia viera mi rostro. Apenas le dije el resultado Alberto montó en cólera. Estuvo a punto de golpearme; sin embargo, se contuvo en el último minuto. Jamás levantó su mano contra mí. Al menos no se atrevió a lastimarme de esa forma. Sin embargo, me dejó claro que no contaría con él. Me dijo, sin ningún atisbo de piedad, que la única forma de permanecer a su lado sería abortando a mi hijo. Al principio acepté. Estaba ciega. Pero cuando me llevó a ese frío lugar, repleto de caras anónimas y batas blancas, supe que no podía hacerlo. La única nobleza que conservaba era esa criatura que crecía en mi vientre. No le permitiría a nadie arrebatármelo. Alberto se enfureció una vez más cuando, desesperada, le comuniqué mi decisión. Esa fue la última vez que supe de él. El resto ya lo había contado: su reaparición, su arrepentimiento, ese perdón que el padre de Sebastián mendigaba luego de tantos años.

A lo largo de mi narración el rostro de Mauricio se transfiguró varias veces. Pasó por el asombro, la decepción e incluso la ira. Todo en él permanecía inmóvil. Incluso cuando tomé un respiro, permaneció en silencio. Mi confesión lo había conmocionado. No podía siquiera sostenerme la mirada. Sus ojos quedaron clavados en un punto lejano y su boca se torció en una mueca rígida. Supe que no diría nada, así que seguí.

—Esa mañana me reclamaste el no querer embarazarme. Tenías razón. No quería hacerlo, aunque esta vez el padre fueras tú y la idea me resultara maravillosa. El recuerdo de ese primer embarazo seguía atormentándome... Ahora estoy segura de que las condiciones serían mucho mejores. Pero me temo que he tardado demasiado en darme cuenta.

Mauricio seguía sin devolverme la mirada. Solo se escuchaba su respiración agitada. Adiviné que lo había perdido. Al menos me iría con la tranquilidad de haberle dicho todo.

—Mauricio —murmuré, inclinándome hacia él —Ignoro qué viste en mí aquella primera vez. Me lo dijiste tantas veces, pero no puedo creer que esa chica destrozada fuera digna de un amor tan grande como el tuyo. Perdóname Mauricio, perdóname por haberte hecho perder tantos años.... Perdóname por no haber estado a tu altura. Perdóname por no ser esa Alejandra de la que te enamoraste.

Nunca creí que el silencio pudiera doler tanto. La verdadera Alejandra había sido un alma negra que poco podía hacer por conservar el amor de Mauricio. Me levanté de la silla, tomé mi bolso y me despedí.

Antes de salir me detuve un momento. Me miré en el espejo junto a su puerta. El llanto que durante tanto tiempo había contenido se desbordó.

Entonces lo vi detrás de mí. Lo sentí: ese cuerpo cálido pegado a mi espalda, sus brazos amorosos rodeándome. Él también lloraba. Sus lágrimas humedecían mi cabello mientras me susurraba al oído.

—No sabes nada de mí... Qué poco me conoces, Alejandra. ¿Realmente creíste que te dejaría de amar por un pasado tan lejano? ¿Quieres saber que vi en ti? —Preguntó, clavando sus ojos en ese espejo que ahora nos reflejaba a ambos—.Te lo diré. Lo que me hizo amarte fue lo mismo que veo ahora: una mujer valiente a la que los demonios de otros no pudieron destruir. Alejandra, eres única. Quien ha logrado sobrevivir a un infierno semejante, es digno de amor y respeto. Eres aún mejor de lo que creía.

—Creí que te había decepcionado. Me moría pensando que habías dejado de amarme.

—Nunca. Pero no pude evitar sentir rabia al saber lo que él te hizo. Tú eres lo más preciado para mí y apenas soporté la idea de que alguien te lastimara de esa forma.

Giré hacia él y lo abracé hasta que me dolieron los brazos. Luego miré su rostro junto al mío, y finalmente lo reconocí.

—¡Eras tú! Eras el muchacho que me habló en ese autobús. ¿Cierto?

—Entonces recuerdas nuestro pequeño encuentro.

—¿Cómo olvidarlo? Fuiste el primer hombre con el que quise hablar en mucho tiempo. Pero nunca me miraste de nuevo. Creí que te desagradaba.

—Nada de eso. Ya entonces me gustabas demasiado. Perdóname por no tener el valor de volver a acercarme.

—No hay nada que perdonar, mi amor. Esta vez soy yo quien necesita que me hagas el amor como solo tú sabes hacerlo.

—La última vez no lo hice muy bien.

—No importa. El resto de las veces fue maravilloso.

Mauricio sonrió. Sintiéndome libre del pasado, juré ser feliz.

Esa tarde lo besé sin prisa. Mis labios acariciaron lentamente los suyos. Sabía lo mucho que le gustaba que lo hiciera así.... me lo había dicho tantas veces. Fuimos a su habitación tomados de la mano: él me guiaba sin dejar de mirarme. Una vez allí nos tumbamos en la cama uno al lado del otro, mirándonos sin decir nada. Nos mantuvimos en silencio por un instante, saboreando el momento.

—No creí tener otra oportunidad de amarte, Alejandra... No sabes cómo me he arrepentido de lo que te dije aquel día —confesó.

—Estabas molesto...

—Eso no me justifica. Lo peor fue verte con él. —Lo miré incrédula. ¿Cuándo había sucedido eso?—. Me partiste el corazón. Pero hoy lo has hecho latir de nuevo.

Luego de escucharlo, lo besé otra vez y me senté a horcajadas sobre él. Lo deseaba tanto o más que la primera vez. Sin esperar más, le desabotone la camisa y con los dedos dibujé corazones en su pecho mientras sus manos acariciaban mis caderas. Nuestras bocas volvieron a fundirse en tanto mi cintura se movía en círculos sobre su erección. Besarlo era simplemente delicioso. Se lo dije sin dudar. Adoraba verlo tan dispuesto para mí. Mi vestido seguía estorbando, así que me deshice de él sin quitármele de encima. Sus ojos no me mentían. Y los míos reflejaban lo libre y dichosa que me sentía a su lado.

Sin duda, darnos esa oportunidad fue la mejor decisión que he tomado en mi vida.

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