Alejandra: Me confundes
Seis meses y tres días habían pasado desde la inesperada visita de Mauricio esa noche de domingo. De tanto en tanto me asaltaba el pensamiento de que aquello había sido un sueño del que pronto despertaría, desempleada y con el mundo en contra como tantas otras veces. Pero estar ahí, trabajando en su constructora, me recordaba que era real. Mauricio había estado en mi casa, me había buscado a mí y por lo pronto, a Sebastián y a mi padre no les faltaría nada. Mientras repasaba los pendientes del día, me sentí reconfortada recordando aquella charla y al hombre que la protagonizara.
El trabajo era más arduo de lo que había supuesto en un principio. Aunque mi horario de salida era a las cinco de la tarde, con frecuencia debía quedarme un poco más. No me agradaba dejar a Sebastián a cargo de su abuelo durante tantas horas. La salud de mi padre no era la mejor y mi pequeño me esperaba siempre para que le ayudara con los deberes escolares. A veces lo encontraba inquieto, cansado de la larga espera. No tenía más opción. El sueldo que asomaba a mi cuenta cada quincena valía la pena el sacrificio. O por lo menos eso era lo que me obligaba a creer para acallar las culpas que me generaba el no disfrutar de mi hijo tanto como hubiera querido.
A Mauricio lo había visto poco desde la firma del contrato. Aquel lunes lejano me presenté en la constructora como me lo pidió y directamente solicité hablar con él. Sin embargo, quien me recibió fue la que sería mi jefa inmediata. Mariana, una mujer excepcional en el campo profesional e increíblemente hermosa. A pesar de tener más de cuarenta años, Mariana ostentaba una vitalidad y un físico envidiables, además de una habilidad para las finanzas que, pese a mis esfuerzos, no alcanzaría jamás. En muchas ocasiones me encontré preguntándome a mí misma si Mauricio y Mariana eran algo más que simples socios. Entre ellos se adivinaba una confianza casi familiar que se manifestaba en cada reunión a la que acudía.
A Mariana poco le interesaba yo en el ámbito personal y para Mauricio me volví invisible, o así lo sentí. Durante esos meses no volvió a hablarme como aquella noche. Me veía, a veces me sonreía y cuando la ocasión se presentaba, me saludaba con un discreto beso en la mejilla, para luego ignorarme por completo durante el rato que duraban las tediosas reuniones a las que debía asistir como apoyo de Mariana. Después la despedida era tan rápida que a veces simplemente debía salir tras los pasos de Mariana sin que Mauricio volviera a mirarme. En cambio, yo lo veía cuando estaba segura de que nadie lo notaba. Era un hombre admirable, dedicado, emprendedor, dueño de un liderazgo innato y una calidad humana difícil de encontrar en el mundo de los negocios. Contemplaba a sus empleados en cada decisión y las ganancias eran un objetivo solo porque de ellas dependía mantener el proyecto funcional. Él mismo era moderado con sus gastos. Aunque cuidaba su imagen, era austero en el resto de los aspectos, tal vez demasiado. Todo de él contribuía a que pensara demasiado en Mauricio. Pero ya desterraría ese sentimiento. Su indiferencia me ayudaría.
—¿Hoy también te quedas hasta tarde, cabezota?
La voz de Vanessa me regresó de golpe a la realidad y a lo mucho que tenía que hacer antes de poder irme a casa.
—No me queda de otra.
—Entiendo, pero no deberías trabajar tanto. Dile a esa bruja de Mariana que no todos están solos como ella, tú tienes un hijo en casa.
Miré a mi amiga conmovida. Nunca había mostrado mucho interés por mi hijo, aunque sé que le tenía cierto afecto.
—¿En verdad Mariana está sola?
—Lo que quieres saber es si se acuesta con mi jefe.
—¡No, no es eso!... Yo solo...
Vanessa me había descubierto. Eso era lo que necesitaba saber para calmar una inquietud que comenzaba a tornarse molesta. Tuve que reconocer que Mauricio me interesaba más de lo que deseaba admitir.
—A mí no me puedes engañar, ya deberías saberlo. Además no eres la única que me lo ha preguntado. Lamentablemente, y pese a las horas que estoy cerca de ese bombón, no he podido averiguar si entre esa bruja y él hay algo.
—No le digas así, ella es agradable... cuando quiere.
—Lo que digas, querida... Mejor me voy, se hace tarde y no quiero distraerte más.
Mi amiga se retiró sin más. Omitió el cariñoso beso en la mejilla con el que siempre me despedía hasta unos meses antes. No lo había pensado, pero me di cuenta en ese momento. Contra todo pronóstico, trabajar para la misma empresa había hecho que Vanessa se distanciara de mí. Nuestra amistad se enfriaba como el café que reposaba en mi escritorio. Ya no recibía sus llamadas los fines de semana para contarme las aventuras que protagonizaba con hombres que primero catalogaba de maravillosos y más tarde definía como una completa pérdida de tiempo. Tampoco me buscaba en la hora de descanso. Durante esos meses me vi obligada a comer sola porque Vanessa prefería reunirse con las chicas de su departamento y ninguna de ellas me veía con buenos ojos. Después de todo, entre muchas de mis funciones estaba la de llevar la nómina, y algunas veces debía hacer descuentos que (aunque justificados) no eran bien recibidos. Por otro lado, mis compañeros no me dirigían más de dos frases al día. Me sentía tan sola en aquel ambiente hostil como llegué a sentirme en la universidad. Me dolía, pues había pensado que por fin todo sería más llevadero.
Dejarme vencer por el desánimo no era parte de mi carácter. Había aprendido a lidiar con él sin pensar demasiado, así que simplemente hice lo que antes me funcionó: ignorar a todos. Un centro laboral no era sitio para amistades. Creyéndolo así, me fue más sencillo continuar con mi labor día a día. Intenté no preocuparme por el agrado o desagrado que mis compañeros sintieran por mí. Solo había una persona, además de Mauricio Sifuentes, a la que me era imposible ignorar: Mariana. Pero ella no representaba ningún contratiempo mientras cumpliera con mi trabajo.
Las horas se fueron rápido esa tarde. No pude terminar mis pendientes antes de que terminara el día. El reloj era un recordatorio de mi ineficiencia. También lo eran las oficinas vacías y el implacable sonido del ventilador de la computadora. De no ser por ese zumbido lacerante, hubiera podido escuchar mi propio corazón. Incluso Mariana se había ido y eso no era común en ella. Siempre la veía dentro de su oficina a través de las ventanas de vidrio transparente cuando me retiraba a casa. Puse mi música favorita en la computadora. Una mezcla de trova y baladas para intentar concentrarme. A fin de cuentas, ya todos se habían ido y no molestaría a nadie. Pese a mis esfuerzos y a la velocidad que imprimí a cada una de mis tareas, no logré terminar temprano. Eran más de las seis y yo todavía seguía ahí. Lo peor era la tormenta que azotaba la ciudad. Caminar hasta la parada del autobús se me antojaba una labor titánica, mucho más en ese día que había optado por unos tacones de charol nuevos.
¡Estúpida compra, estúpida temporada de lluvias y estúpidos zapatos! Pensé, en tanto enviaba el informe al correo electrónico de Mariana, apagaba la computadora y salía corriendo de la oficina.
El ascensor llegó de inmediato y yo subí aliviada, pensando que pronto estaría en la planta baja, donde con suerte el guardia me conseguiría un taxi rápidamente. Pero el ascensor volvió a subir y paró justo en el piso de la oficina de Mauricio. Sentí el corazón estallar. ¿Por qué precisamente ahí? Por un momento un cúmulo de sensaciones recorrieron mi cuerpo. Encontrarme con él parecía el peor final para un día horrible. La fantasía se desvaneció cuando las puertas se abrieron. Mauricio estaba ahí, acompañado por una bella rubia, perfectamente maquillada y vestida como para pasarela. Conocía a todos en la constructora, al menos por nombre y fotografía, y sabía que esa rubia no pertenecía a la plantilla de empleados. Supuse que sería alguna socia, hasta que su sonrisa descarada y la mano posada en el hombro de Mauricio me confirmaron que su visita no era por negocios.
—Alejandra —exclamó él apenas me vio al subir al ascensor, agazapada por los pies adoloridos y deseando ser invisible.
—Buenas tardes, Mauricio —respondí sin mirarlo, concentrándome en los botones redondos.
Un calor molesto y agobiante me recorrió el cuerpo entero, y quise que la tierra me tragara ahí mismo. Él me miró. Lo sé porque sentí sus ojos sobre mí. Sin embargo, hice un esfuerzo sobrehumano por ignorarlo, a él y a la rubia que entró desenfadada tras sus pasos. Si Mauricio me iba a decir algo más, no se lo permití y tampoco lo hizo su acompañante, que comenzó a hablar sin reparos, ignorándome como si fuera solo una sombra gris en una esquina.
—Te agradezco tu ayuda, Mauricio. Sin duda eres el mejor de los amigos.
—Sabes que lo hago con gusto. Si necesitas algo más, solo llámame.
Las palabras de Mauricio retumbaron en mis oídos. Sentí el cerebro palpitar, toda la sangre del cuerpo se me subió a la cabeza, impidiéndome pensar en otra cosa que no fuera salir pronto de ahí. Mi incomodidad se acrecentó cuando la vi inclinarse hacia Mauricio poniéndose sobre las puntas de los pies para decirle algo en secreto. Él la escuchó y sonrió. Me di cuenta porque la curiosidad me traicionó y me hizo mirar de reojo justo en el momento en que la mujer efectuaba su maniobra. El ascensor se detuvo tras los segundos más largos y salí sin despedirme ni mirar atrás a la feliz pareja. Apretando los dientes, me dirigí con ruidosos taconazos hasta el guardia en la recepción.
—Hola, Joel.
—Alejandra, otra vez te quedas hasta el final ¿Quieres que te pida un taxi?
—Por favor.
Joel era el único en la empresa con quien me atrevía a hablar con franqueza. Seguramente su puesto de guardia de seguridad, que de algún modo lo apartaba de los demás, me hacía confiar en él. Su avanzada edad y su seriedad ayudaban. Era bastante formal. Me recordaba a mi padre, me hacía sentir segura. Me quedé en silencio mientras Joel marcaba el número telefónico y esperaba a que le contestaran. Bajo otras circunstancias habría iniciado una conversación, pero esa rubia del ascensor seguía en mi mente, atribulándome como si me hubiera hecho la mayor de las ofensas al acercarse a Mauricio.
Celos. Era lo suficientemente mayor para reconocerlos. Sin embargo, no les encontraba sentido. Yo no era nadie para Mauricio. Me había esforzado en no llegar a serlo durante aquella única visita que recibí de su parte. En ese momento solo era una empleada más a la que Mauricio le había hecho un favor especial, quizá como recuerdo de haber sido compañeros en la universidad. A esa altura, pensé que Mauricio me había ofrecido un puesto que lejos estaba de merecer por pura caridad. Tal vez se tratara de su proyecto de responsabilidad social de ese año. Sentí que me volvía loca pensando así, y me concentré en el aparato telefónico por el que Joel se comunicaba. Procuré disimular la humedad que me nublaba la vista, en tanto escuchaba la voz de la rubia y de Mauricio mientras pasaban a mi espalda. Mauricio le hizo una seña de despedida a Joel. Lo supe porque él respondió con agrado. Ni siquiera escuché lo que Joel hablaba con la operadora de la estación de taxis. Solo pensaba en salir de ahí.
—Tardará veinte minutos, la lluvia no ayuda ¿Te lo pido?
Asentí resignada. No tenía opción.
—Esperaré por allá.
—¿Te sientes bien, Alejandra?
La preocupación de Joel me reconfortó; asentí y me dirigí a un sofá donde me hundí. Aunque por dentro me desmoronaba, fue en ese momento que me percaté de lo que me ocurría. Me había permitido ilusionarme con un espejismo. Aquellas palabras de Mauricio esa noche de domingo bastaron, o tal vez fue la soledad que ya pesaba demasiado, no podía saberlo. Era una locura que me sucediera cuando yo misma me había empeñado en hacerle ver a Mauricio que no me interesaba ninguna amistad ni relación que no fuera laboral con él. Mi contradicción me supo mal.
—Puedo llevarte si quieres, Alejandra.
Esas inesperadas palabras luego del largo silencio me estremecieron. Mauricio estaba frente a mí. Tenía el cabello húmedo y revuelto, todo él goteaba agua de los pies a la cabeza.
—Mauricio, creí que ya te habías ido.
—No lo haría sabiendo que tú sigues aquí. Además llueve demasiado y escuché que tu taxi tardará. Puedo pedirle a Joel que lo cancele.
—Estás empapado. Seguro has arruinado tu traje.
Sonrió. Había extrañado verlo sonreír así.
—Sí... olvidé el paraguas en el auto, pero fui por él para que a ti no te sucediera lo mismo.
—¿Y tu acompañante?
—Ella tiene su propio auto. No te preocupes. Vamos que ya es tarde, y sé que te gusta estar en casa antes de la cena.
—¿Lo sabes? - susurré, levantándome perezosamente del sillón.
La confusión opacaba la alegría provocada por el repentino interés que Mauricio volvía a manifestar por mí. Me dejé llevar, permití que su voz y sus amables gestos me condujeran. Me sentía cansada y sin ganas de adivinar intenciones. Solo quería irme a casa.
—Sé mucho más de ti de lo que piensas, Alejandra.
Lejos de tranquilizarme, su afirmación me llenó de nuevas dudas. Era incapaz de comprenderlo. La primera vez se había acercado a mí como reluciente caballero, rescatándome de mi desempleo y justificando sus acciones con hermosas palabras. Luego, no había vuelto a hablarme durante meses. Un hombre interesado en una mujer no la ignora semanas enteras para aparecer al rescate un día de lluvia.
Envueltos en un silencio perturbado únicamente por el sonido del agua, llegamos a su auto. Tal y como Mauricio me lo aseguró, la lluvia solo dañó los zapatos que tanto odiaba. Aun así, una oleada de escalofríos comenzó a recorrerme todas las extremidades y se alojó en mis hombros.
—Llegaremos pronto y podrás deshacerte de esos zapatos mojados. Lamento no haberlos podido salvar, te sientan realmente bien.
Lo odié por esas frases que muy a mi pesar me resultaban agradables.
—No importa, ya haces demasiado llevándome.
El resto del camino hablamos poco. Mauricio solo se mostró interesado por asuntos laborales. Hizo especial énfasis en cómo me trataban mis compañeros y Mariana. Tuve que decirle medias verdades ¿Cómo confesarle que la mayoría en la constructora me odiaba y que el trabajo idílico que me prometió se estaba volviendo un infierno? Al final mi sentido de honestidad pesó más y cuando Mauricio estacionó el auto frente a mi casa, confesé la verdad.
—Todos me detestan... Mariana me ha dicho que me propusiste para nuevo coordinador, pero debes escoger a alguien más capaz para el cargo. Yo no te serviré de mucho.
Mauricio sonrió sin mirarme, como si esperara esa confesión.
—¿Lo sabías?
—Claro que lo sabía, es mi empresa ¿recuerdas?
—¿Y?
—Y creo que... Alejandra, no hay nadie mejor que tú para esa coordinación, pero debes tratar de ser un poco más amigable con tus compañeros. Serán tu equipo de trabajo. Gánatelos ahora que estás a su nivel.
—¿Amigable?... A ti también te parece que soy la bruja desagradable por la que todos me toman.
—Solo pienso que desconfías demasiado de los demás, date la oportunidad de conocerlos mejor y sé que no te defraudarán.
Antes de que pudiera asimilar sus palabras, su cercanía alteró mis sentidos. Había girado hacia mí y sentía su rodilla rozándome el muslo. Una excitante sensación me electrizó de los pies a la cabeza. Me encontré deseándolo más cerca. Quería sentir su piel, su calor, besar esos labios en los que no podía dejar de pensar. Si no salía de ahí pronto sería demasiado tarde. Pero antes debía aclararle lo que pensaba, no sabía si tendría otra oportunidad de hablar con él.
—Tienes demasiadas expectativas respecto a mí. Por favor, si en verdad quieres ayudarme déjame en el puesto que ocupo ahora. No me importa salir un poco tarde. Temo fallarte después de que te tomaste la molestia de darme una oportunidad.
—No fue ninguna molestia, Alejandra, yo te admiro lo que no imaginas y tenerte en la constructora significa mucho para mí.
No quise mirarlo. Busqué abrir la puerta mientras desviaba los ojos hacia el tablero del auto, en un afán de escapar de lo que Mauricio me provocaba.
—Adiós, Mauricio. Gracias por traerme.
—Alejandra, no te vayas aún. Quédate un poco, hace tiempo que deseaba hablarte a solas.
Sus últimas palabras me obligaron a girar irremediablemente hacia él. Las palpitaciones de mi corazón se volvieron casi dolorosas cuando nuestras miradas se cruzaron y nuestras bocas se aproximaron. Ya era imposible evitar aquello que tanto temía. Sus labios buscaron los míos. Lo permití. Durante un largo instante lo dejé besarme. Yo también lo quería, llevaba demasiado tiempo deseándolo. Sin embargo, no pensaba entregarle más de mi alma. Me aparté violentamente y, sin mediar palabra, salí del auto.
—¡Espera, Alejandra!
Tuve que detenerme. Él me llamaba, asomado desde la portezuela medio abierta de su auto. Me negué a mirarlo y seguí dándole la espalda, mientras lo sentía acercarse hasta plantarse frente a mí.
—Tal vez no es el mejor momento, pero quiero dejarte algo claro...
—Yo también quiero dejarte algo claro: te besé porque así lo quise, pero no soy tu plato de segunda mesa, Mauricio... Si tus planes para esta noche se arruinaron por tener que traerme a casa, no es culpa mía.
—¿Pero de qué hablas? ¿Por qué siempre me malinterpretas?
—Todavía lo preguntas. Te presentas en mi casa sin previo aviso a ofrecerme el mejor trabajo que he tenido, pero luego me ignoras día tras día, pese a estar en el mismo edificio... Y hoy que vuelves a dirigirme la palabra me haces esto... ¿Por qué? ¿Cómo no quieres que piense lo peor?
Mi reclamo lo exasperó. No se molestó en disimularlo. Me fulminó con la mirada y fue solo en ese instante que noté lo cansado que se veía.
—Ya no puedo más, Alejandra. No entiendo porque te comportas así conmigo. Solo quiero ayudarte... Maldición... no espero tu eterno agradecimiento, pero al menos puedes mostrarme un poco de amabilidad y dejar de verme como un enemigo. Lo único con lo que me encuentro cada vez que te veo son reproches que no merezco... No me interesa con cuántos malos tipos te hayas topado. Creo que te he demostrado que no soy uno de ellos. Pero si aun así te empeñas en seguir creyéndolo, no puedo hacer más... Dices que te he ignorado en meses. Por si no lo recuerdas dirijo una empresa, termino el día exhausto. Además, quise darte tiempo para que no creyeras que te iba a forzar a algo... tiempo para que confiaras en mí. Veo que eso es imposible... ¡Por mí puedes pensar lo que quieras! ¡Estoy harto y no tengo ni el tiempo ni las ganas de seguir intentando convencerte de que no soy el desgraciado que piensas!
Lo siguiente que escuché fue el portazo del auto y el motor arrancando violentamente. Mauricio se iba enfadado, y era mi culpa. La lluvia había parado, pero las lágrimas escapaban sin control y empapaban mis mejillas. Las enjugué de un manotazo y entré cabizbaja a casa. Mi padre salió alarmado a mi encuentro.
—Escuché gritos afuera. ¿Eras tú, Alejandra?
—Sí, papá, y creo que acabo de perder mi empleo... pero no te preocupes, tengo suficiente en la cuenta para algunos meses.
—¿Qué sucedió?
—Lo que sucede siempre. Soy una tonta, no puedo comportarme como debo... Discutía con Mauricio Sifuentes.
—¿El hombre que te dio el empleo?
—Sí, él. No tengo esperanza. Soy un fracaso, a veces quisiera...
Me mordí la lengua para no terminar la frase que me atragantaba. El rostro de Sebastián asomaba por la puerta de la sala de estar.
—Cariño, lo lamento, no he podido llegar antes —le dije con el mejor de los ánimos.
Ante él era capaz de ocultar cualquier pena, de mostrarme siempre entera. Sebastián tenía ese efecto maravilloso en mí. Solo mi pequeño podía dibujar una sonrisa que superaba cualquier amargura, una sonrisa que me brotaba del alma con su mera presencia.
—El abuelo me ayudó con la tarea.
—Lo sé, ¿Quieres que cenemos algo juntos?
Mi hijo asintió y lo tomé en mis brazos, en los que aún cabía. Adoraba sentirlo tan cerca y, más que todo, lo necesitaba. Sebastián me recordaba por qué tenía que seguir luchando, por qué tenía que enfrentar las consecuencias de mis desatinados desahogos y mis juicios.
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