Alejandra: La sombra de mi pasado
Un dolor de cabeza terrible me atormentaba mientras intentaba salir de la cama y prepararme para la constructora. La tarde anterior había sucedido inesperado. Algo que había sacudido mi mundo y me había dejado temblando, esperando lo peor.
Aquel lunes había sido idílico. Sin Mariana cerca, había resuelto varios asuntos que ella me dificultaba. Pensé que terminaría sin contratiempos. Estaba tan contenta al salir de la oficina... Me ilusionaba recibir la llamada nocturna de Mauricio deseándome un buen descanso. También sentía la necesidad de decirle una vez más lo mucho que lo amaba. Pero camino a mi automóvil, sonó el móvil. Me pareció extraño: era temprano para recibir noticias de Mauricio. Respondí, solo para desear no haberlo hecho.
El que me llamaba no era el hombre que esperaba escuchar, sino una sombra de mi pasado. Alguien que creía olvidado. Un nombre borrado de mi memoria hasta ese momento.
—Alejandra, soy yo... Alberto.
Alberto, el padre de Sebastián. El hombre que jamás pensé volvería a escuchar. El mismo que me rogó que abortara y que luego se enfureció por mi rotunda negativa. Él, que sin arrepentimiento ni culpa había salido de mi vida diciendo que nada quería saber de mi hijo o de mí. Alberto, el que había traicionado mi amor y la confianza ciega de una adolescente inexperta. En resumidas cuentas, el hombre que había roto mi corazón.
Colgué y estuve a punto de arrojar el móvil lejos, pero me detuve cuando lo escuché sonar de nuevo. Otra vez el mismo número. Era Alberto, y no tenía idea de lo que pretendía llamándome luego de años de ausencia. No respondí. Simplemente apagué el aparato, llegué a mi auto sin aliento y conduje a casa con angustia. ¿A qué le temía? En realidad no lo sabía; pero escuchar otra vez esa voz revivía tantos recuerdos, tantos gratos momentos y a la vez tanta rabia y dolor... Había sido la más grande de las decepciones, esa que no esperas de la persona a la que te has entregado sin medida. Alberto no era únicamente mi primer amor, sino también el hombre al que había entregado todo de mí. Con él no tuve dudas. Él fue mi principio y mi fin, tanto que algo dentro de mí murió cuando me abandonó sabiéndome embarazada. Mauricio no sabía eso. Nadie lo sabía, porque a nadie me atreví a confesarle lo estúpida que me había hecho sentir amar a un hombre que no supo valorar absolutamente nada de lo recibido.
Esa noche tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no romper en llanto frente a mi padre y Sebastián. Hablé poco y me fui a la cama temprano. No volví a encender el móvil. Me aterraba escuchar nuevamente esa voz que en otro tiempo me había hecho vibrar de emoción. Lo creía olvidado. Me aterró descubrir que Alberto seguía significando algo para mí... tal vez no lo mismo que en el pasado, mucho menos algo parecido a lo que sentía por Mauricio. Sin embargo, ese llamado me demostró que Alberto era una cuenta pendiente que tenía que cerrar. Su sombra obstaculizaba todos mis intentos por confiar en Mauricio.
Al llegar a la oficina, Vanessa hizo un comentario ácido en referencia a lo mal que lucía ese día. Realmente me sentía terrible. Para mi desgracia, todo se agravó cuando estuve frente a mi escritorio y Mauricio llamó. El móvil seguía apagado, y fue lo primero que él me hizo notar.
—Te llamé anoche. Temí que algo malo te hubiera sucedido y en verdad necesitaba escucharte.
—Lo siento, la batería se agotó y me olvidé al llegar a casa, estaba tan cansada... Pero dime, ¿cómo te fue?
Pese a intentar mostrar interés en sus asuntos, no lo logré. Mauricio me conocía: adivinó enseguida que me costaba escucharlo. Lo que no sabía era que el motivo era esa otra voz que seguía retumbando en mi interior aunque no quisiera escucharla. La voz de Alberto.
—Te hablaré más tarde. Voy de salida y veo que tú también estás ocupada.
—Perdona, ayer pasé una mala noche y...
—Yo también, no te preocupes, hablamos luego.
Las palabras de Mauricio buscaban denotar empatía, pero en ellas había un dejo de enfado. Quise creer que no se debía a mí. Ya antes había visto lo mal que lo ponían ese tipo de negociaciones y me obligué a pensar que esa era la causa de su molestia. No le pregunté. Simplemente me despedí repitiendo lo mucho que lo amaba. Su molestia no desapareció, pero no podía hacer más por él en ese momento de tribulación.
—¿Qué es lo que te sucede, cabezota? Estás pálida, parece que viste un fantasma.
Como de costumbre, Vanessa no se conformaba con mi silencio. Estaba dispuesta a averiguar lo que me sucedía, y aprovechó a interrogarme durante la hora del almuerzo. En un principio me negué a decirle. Alberto era mi secreto, no quería que nadie supiera de él. Al final cedí. Me sentía cansada de luchar sola contra mis propios fantasmas y Vanessa me había demostrado que era una verdadera amiga, así que terminé por contarle todo sin guardarme nada. Le hablé de mi relación con Alberto, de cómo él era mayor que yo por algunos años, de la forma en que nos conocimos casi por casualidad debido a un amigo en común, de lo inmensamente atractivo que ese hombre había resultado para mí desde un principio, de las muchas y serias discusiones con mi padre a causa de nuestro noviazgo, y de la forma tan ciega en la que me había entregado a él. No me guardé nada. Le confesé cada vergonzoso detalle. Terminé hablándole de la llamada recibida el día anterior.
Vanessa se quedó perpleja, tal vez porque nunca imaginó que alguien como yo hubiera podido entregarse de una forma tan irracional. Siempre me había catalogado como una mujer que pensaba demasiado las cosas. Y tenía razón: había aprendido a hacerlo luego de sufrir la decepción de Alberto.
—Pero, ¿qué era lo que quería?
—No lo sé. Colgué antes de que pudiera decirme nada más... Aun no enciendo el móvil.
—¿Tanto miedo te da? ¿Es qué todavía sientes algo por él?
—Claro que no. Amo a Mauricio, eso no lo dudes. Pero tampoco puedo ignorarlo, es el padre de Sebastián... ¿Qué hago?
—Poco te puedo aconsejar. Sabes que no soy la mejor en asuntos del corazón...Haz lo que sientas que debes hacer. Pero ten cuidado; tal vez deberías hablar primero con Mauricio.
—Eso no... Él no puede saber de Alberto.
—¿Por qué?... Tienes un hijo de él. ¿Qué más da que Mauricio se entere?
—No lo sé... Simplemente no quiero que lo sepa. Me sentiría tan avergonzada si conociera mi historia con Alberto... A veces creo que Mauricio me ha idealizado tanto y por tantos años, que temo decepcionarlo y que se dé cuenta que la mujer de la que se enamoró en realidad no existe. Que solo soy yo.
—¿Es por eso qué quieres dejar de trabajar en la constructora?
—Lo único que quiero es valerme por mí misma. Siento que soy una carga para él.
Mi amiga me miró compasiva. Entendía perfectamente los dilemas que enfrentaba, no solo con la reaparición del padre de Sebastián, sino también en mi relación con Mauricio. Luego de meditarlo por el resto del día, decidí no responder las llamadas de Alberto. No me importaba qué quería, no le permitiría arruinar lo que con tanto esfuerzo había construido a lo largo de esos años. Tampoco lo dejaría dañar a mi hijo.
Pero Alberto aún no me había dado la mayor de las sorpresas. Lo hizo la semana siguiente, cuando me encontré con él al bajar al vestíbulo donde únicamente Joel seguía en su puesto.
—Alejandra, alguien te busca, pero no ha querido que te llame antes.
Antes de que pudiera asimilar sus palabras, Alberto se puso de pie. Parecía tan diferente que por un momento dudé que fuera él. Lo miré incrédula y no me cupo la menor duda. Estaba mucho más delgado y algo de cabello se había caído de su cabeza, pero su mirada era la misma: indescifrable, hipnótica, imposible de eludir. Todo él seguía desprendiendo ese halo peligroso y tierno a la vez que me impedía ignorarlo y salir corriendo. Joel debió darse cuenta del aprieto en el que me encontraba. Mi cara reflejó el desconcierto, y el amable guardia me preguntó si todo estaba bien. Solo se apartó de nosotros luego de que yo le asegurara que no había problemas.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo supiste dónde trabajo?
—No te pongas así. Conseguí el teléfono de tu casa, llamé y... tu hijo me dijo dónde encontrarte.
—¿Te has atrevido a hablar con él?
—No te preocupes que no le he dicho quién soy ni de dónde te conozco. Necesito hablar contigo, te lo ruego... Dame solo unos minutos.
—No puedo, lo siento... Por favor, vete y no vuelvas a buscarme.
Traté de huir. Alberto me alcanzó en dos zancadas y me tomó con firmeza del brazo. Había olvidado lo insistente que podía ser. Me sacudí y salí del edificio, pero él me siguió.
—¿En verdad no piensas escucharme?
—¿Por qué lo haría? ¿Me escuchaste tú a mí?...
—Entonces aún estás dolida.
Lo encaré rabiosa. Deseaba gritarle todo lo que me había guardado por años, el despecho y el abandono, pero las palabras se me atragantaron y quedé en silencio. Solo pude manifestar mi enojo en un gesto. Después caminé hasta el auto. Al dentro del vehículo, Alberto se dio cuenta de que mi decisión de no escucharlo era firme. No volvería a convencerme de algo. Yo ya no era la adolescente que accedía a todas sus peticiones.
—Alejandra, por favor... ¡Me estoy muriendo!
Sus últimas palabras me obligaron a bajar el vidrio de la ventanilla. Por un instante observé su rostro, ese que tanto había amado. Ya no se parecía a aquel hombre soberbio, de actitud cínica, que pretendía devorar el mundo. Lo noté cansado, agobiado y mucho más pálido de lo que lo recordaba.
—¿Qué has dicho?
Alberto tomó aire antes de volver a hablarme. Me pareció que incluso respirar le costaba un gran esfuerzo.
—¿Podemos hablar en un lugar más tranquilo?
Luego de meditarlo un momento, accedí. ¿Cómo negarle la palabra a ese patético ser humano que ya no se parecía en nada a aquel hombre desalmado de mi pasado?
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