Alejandra: Junto a ti
El beso con el que me despedía Mauricio siempre me entristecía porque me hacía anhelar que todo se extendiera un poco más: su amor, sus caricias, lo que me hacía sentir cuando estábamos juntos. Aunque sabía que lo volvería a ver, había ocasiones como esa en la que lo extrañaba profundamente.
Viajaría por más de dos semanas. Esa vez la despedida fue distinta; como si algo dentro me gritara que al volverlo a ver algo cambiaría. La sensación me asustaba. Temía que algo pudiera alterarse. Estaban por cumplirse dos años desde esa noche que habíamos compartido la cama por primera vez y nuestra relación no había hecho más que profundizarse. La convivencia se había estrechado.
De lunes a viernes nuestra rutina era similar a la que teníamos cuando solo éramos amigos. Yo había comprado un automóvil propio y ya no era necesario que Mauricio me llevara a casa, pero algunos días me visitaba por la noche y amanecía conmigo. Las fechas especiales siempre las pasaba a nuestro lado, los fines de semana también. Llegaba los sábados por la mañana y dormíamos juntos.
En algunas ocasiones, cuando mi Sebastián ya descansaba luego de un día de juego, diversión y paseos, dejaba a mi padre a cargo y Mauricio y yo nos escabullíamos a tomar un trago en algún discreto bar o salíamos al cine. Nada que nos hiciera estar más de tres horas fuera. El domingo era muy parecido a los anteriores: un día sin horario, sin nada planeado más allá de dejar que el tiempo transcurriera. La enorme diferencia era que mi amigo amanecía en mi cama, tomaba junto a nosotros el desayuno y se retiraba luego de la cena.
Mi padre y él se llevaban muy bien. Entre ellos la cordialidad era cosa seria, aunque no podía negar que me dolía ver cómo mi papá se apartaba cada vez más. Por lo regular el sábado se quedaba en casa, pero el domingo desaparecía durante casi todo el día. Cuando le preguntaba, respondía que él también tenía una vida. Esa clase de respuesta no me satisfacía. Por otro lado, me sentía culpable pensando que lo hacía a un lado luego de todos sus años de incondicional apoyo.
—Estás muy callada, ¿Eso significa que me extrañarás?
Miré a Mauricio, pensando en mi padre y en su deteriorada salud. Era un hombre mayor con una hija joven. Mi madre había sido su segundo y más exitoso matrimonio, hasta que ella falleció. Nunca pudo recuperarse de su pérdida. Su salud era reflejo de la depresión que atravesó luego de su muerte. Yo sufrí otro tanto, en silencio y procurando que él no me viera. Ya era demasiado cargar con su propio dolor.
—Siempre te extraño, lo sabes bien.
—Sé que en este mismo momento no piensas en mí, pero me gustaría creer que lo harás mientras no nos veamos estos días.
—Sabes que sí.
Nunca he entendido por qué algunos piensan que lo excepcional no se encuentra en el vivir diario. Tampoco por qué dicen que la rutina mata el amor. Para mí en realidad lo fortalece, evita los sobresaltos y te permite admirar plenamente lo que tienes a tu lado y disfrutarlo de una forma más real y humana. Además, en mi caso, la rutina fue la que me impidió perder la cordura en más de dos ocasiones durante los difíciles años que le siguieron al nacimiento de Sebastián.
Yo adoraba mi rutina, adoraba que todas las semanas fueran iguales. Me hacía sentir segura. Por eso no quería que nada cambiara. Odiaba pensar en lo que pasaría si mi padre decidía irse para evitar entorpecer mi relación con Mauricio. Tampoco contemplaba una mudanza. Simplemente quería que todo permaneciera como hasta entonces.
Mauricio se fue de mi casa un domingo en la tarde. Su vuelo estaba agendado para la madrugada del día siguiente, y necesitaba descansar. La noche anterior me besó intensamente e hicimos el amor. A Sebastián tampoco le gustaba verlo partir.
En los últimos meses, mi hijo me preguntaba por qué Mauricio no se mudaba definitivamente con nosotros. Nunca pude decirle que la idea no me apetecía del todo, no porque no lo quisiera (lo adoraba) sino porque no podía dejar de pensar en qué forma eso impactaría en nuestras vidas. Aunque a Sebastián en su inocencia le pareciera tan sencillo, en verdad no lo era. Quería más de Mauricio, pero no quería menos de mí, y sentía que apenas había alcanzado el nivel de independencia emocional y económica que había perseguido durante años.
Ese lunes llegué a la oficina cabizbaja, pensando en lo mismo. Le daba demasiadas vueltas al asunto. Tal vez me había acostumbrado a no ser feliz y debía buscar problemas donde en realidad no existían. Vanessa me recibió ese día. Su sonrisa dejaba entrever el buen fin de semana que había pasado con la última de sus conquistas.
—Cabezota, sigues llegando más temprano que cualquiera. Pero si eres la jefa aquí, debías darte al menos unos permisos.
—Tú nunca vas a cambiar. Si Mauricio es el primero en llegar, yo no tendría motivo para no hacer lo mismo.
—Pero sí que eres aburrida mujer. Igual que mi jefe. Son la pareja perfecta.
Sonreí con sus ocurrencias y me concentré en el trabajo que me esperaba: decenas de documentos en la computadora y diversos papeles sobre el escritorio. Pero Vanessa no tenía intención de dejarme trabajar tranquila ese día.
—Mejor cuéntame si la bruja te ha seguido fastidiando.
Mi amiga se refería a Mariana, la mujer que tanto había admirado, pero que luego de enterarse de mi relación con su hermano se había convertido en mi acérrima detractora. Se había vuelto insoportable a nivel laboral. Una verdadera piedra en el zapato. No paraba de hostigarme con errores que aparentemente yo cometía o con cuestiones que afirmaba yo pasaba por alto. Buscaba también la forma de poner en contra mía a algunas de las personas con las que me relacionaba en el trabajo. Lo hacía de una manera tan velada que era casi imposible darse cuenta. Vanessa lo advirtió y me puso al tanto.
Al principio no le creí. Siempre la consideré un poco superficial. Después comencé a observar a Mariana, a indagar más, y pude ver por mí misma que Vanessa no se equivocaba. Ella me detestaba.
—Un poco, pero no dejo que me afecte.
—Lo que deberías hacer es decírselo a tu hombre para que la ponga en su sitio.
—En realidad no me importa lo que haga, mientras yo sepa que hago bien mi trabajo.
—Eres una cabezota sin remedio. Déjame que te diga algo. Esa mujer te odia. Cuídate de ella o terminará logrando que ustedes dos se separen o al menos, te dejará en malos términos con Mauricio.
—No quiero provocar un conflicto entre ellos. Son hermanos y socios. Ya desistirá cuando vea que no logra nada... Además, Mariana es mucho más importante para la constructora que yo.
—Puede serlo, pero tú eres más importante para mi jefe que la constructora. Así que, si la bruja no cambia, él tendrá que elegir.
La frase de Vanessa siguió rondando en mi cabeza como si fuera un mal presagio.
Si para Mariana no era digna de su hermano, no quería ni imaginar lo que diría el resto de la familia, esa que yo no conocía.
¿Qué pensaría su padre? Lo último que deseaba era poner al hombre que amaba en una encrucijada.
Él solo me había presentado a su madre, una mujer encantadora, que desde el primer instante me recibió con la mejor de las sonrisas, al igual que a mi hijo. Al conocerla, no me quedó ninguna duda de que Mauricio había heredado toda su calidez de ella. Olivia era para Mauricio la única familia importante además de Mariana. Y eso me preocupaba.
¿Cómo decirle que parte de su familia (la parte con la que más trato tenía) me odiaba?
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