2/4 Revelación

Las horas siguientes a su partida se hicieron eternas: se estiraban y se engullían las unas a las otras mientras yo permanecía pasmada ante el portátil, sin concentrarme en la pantalla y con los dedos quietecitos sobre el teclado. Pensé en revisar el móvil por si Marta me había escrito, mas no lo encontré ni cuando vacié mi bolso sobre el sofá. En su lugar hallé un par de folios doblados en dos pliegues: eran la denuncia de un robo.

Según leí, había ido a comisaría acompañada de una amiga tras ser atacada, pues mis agresores me habían robado en el móvil en el lavabo de un bar musical.

Al leer la denuncia vomité de nuevo.

Tenía miedo de lo que hubiera pasado, más aún, de aquello que no recordaba.

Me metí en la ducha y revisé las marcas. Ahora estaba convencida de que pertenecían a yemas de dedos. También atisbé otras en los brazos y, después, descubrí una pequeña marca en mi labio.

Temerosa, apreté los párpados y temblé. Tenía mucho miedo, no me atrevía a buscar en el último lugar, mas necesitaba saberlo. Exhalé hondo en busca de la calma prohibida, llevé las manos a mi vagina y palpé en busca de rastros. No me dolía ni la notaba inflamada. No fue suficiente, por eso fui al hospital.

Allí, la comadrona que me atendió fue amable. Le conté lo ocurrido, desde que me fijé en las primeras marcas hasta que descubrí esa denuncia en el bolso y mi exploración posterior; y que no recordaba nada.

Ella llamó a una psicóloga que sostuvo mi mano mientras me examinaban. La analítica dio positivo en drogas. No encontraron rastros de penetración, aunque añadieron que no podían asegurar nada. Al final, me dieron la pastilla del día después y me recomendaron reposar unos días.

Fui en busca de paz, ahora estaba más alterada. Marta lo sabía y se fue sin decirme nada. ¿Por qué? Debería haberme preparado para algo así, pues, aunque no sabía qué me había sucedido, sentí que habían arrebatado mi cuerpo. Con o sin penetración, violaron mi derecho sobre mí misma, reduciéndome a un triste objeto. 

Llevaba meses en mi diminuto apartamento del Raval y, en ese tiempo, jamás sentí miedo. Al regresar, la noche anunciaba su llegada y, de pronto, me aterraba adentrarme allí sola. Todo me parecía una amenaza: desde los cubos de basura, que eran demasiado grandes; hasta los bares, llenos de indeseables que fumaban en la puerta y chasqueaban la lengua al verme pasar o me increpaban con lo que ellos creían piropos y que para mí eran amenazas de muerte.

El portal de mi bloque me pareció más estrecho, más enmohecido; las escaleras más empinadas. Mi piso era el último, un tercero sin ascensor, y esa vez me pareció un décimo.

Para colmo, la llave no entraba bien, se me atascó y tuve que tirar de ella. No pude más. Una simple llave que se atascaba sirvió para derrotarme. Golpeé la puerta y grité. Mi mundo perfecto se convertía en añicos. Y yo no podía pensar, no más. Solo quería entrar en mi puta casa y hacer mi puto trabajo, y, cuando saliera el sol, me pondría mis tacones, mi traje, mi americana... Me recogería el cabello en una cola alta y me presentaría en la oficina como si nada hubiera pasado. Era todo lo que necesitaba, pero una puerta se interponía entre la realidad y los planes. Una puerta, una maldita puerta.

—Vamos, Irati, te he traído la cena.

Marta llegó tras de mí, abrió sin ningún esfuerzo y me ayudó a ponerme en pie.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunté sin reproche, agotada y sumida en mis pensamientos.

—Porque no querías que te lo contara —contestó ella, con naturalidad—. Querías olvidar, querías que yo te ayudara a olvidar —puntualizó.

Me llevó al sofá y frunció el ceño al ver que aún seguían ahí los restos de nuestro desayuno. Yo no dije nada. Esperé paciente mientras ella daba vueltas en la cocina. Trajo un par de platos con sopa. Yo nunca tomaba sopas, pero me apetecía mucho.

—¿Quieres saber qué pasó? —me preguntó después, sentada a mi lado y apartándome el cabello del rostro.

—¿Quiero? —pregunté yo.

—Las pesadillas siempre superan a la realidad.

Eso era cierto. Si me habían violado necesitaba saberlo, y si no, también. La incertidumbre me consumía. Puse la cabeza en su regazo y sujeté su pierna mientras ella jugueteaba con mi cabello.

—Ayer coincidimos en las cenas de empresa. Cuando fui al lavabo, dos de mis empleados se estaban propasando contigo.

—Propasando.

—Te habían quitado los pantalones y tú parecías no darte cuenta de nada. Uno tenía la mano en su bragueta, pero lo pillé antes de que sacara la polla. corriendo y yo me quedé contigo. Se llevaron tu móvil. Fuimos a poner la denuncia, te traje a casa y te dormiste.

—¿Y por qué estabas desnuda?

—Porque mi ropa se ensució.

—¿Y la interior?

—Te pusiste melosa, pero caíste dormida antes de que llegáramos a hacer nada.

Sentí vergüenza, aunque su regazo me daba tranquilidad. Me abracé a su pierna.

—¿Entonces, no tengo que tomarme eso? —Señalé mi bolso, junto a ella, también en el sofá, y Marta rebuscó hasta dar con las pastillas que me dieron en urgencias.

—No debí dejarte sola esta mañana. —Caviló unos instantes, en un intento de recordar—. Por lo que yo vi, no tienes que tomarte nada, aunque si te quedas más tranquila...

—Sí.

Me trajo agua y me tomé el veneno sin pensarlo dos veces. Tendría que repetir el proceso dos días más. Marta me abrazó fuerte. Me sentí agradecida de tenerla conmigo. La miré a los ojos. Brillaban más que otras veces y su sonrisa bondadosa continuaba en el sitio, perfecta.

—Esa sopa... ¿Es una de tus pociones?

—¿Acaso lo dudabas?

Me besó en la frente y me dormí. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top