1/4 Resaca

Antes de leer: 

Este relato está catalogado como "contenido adulto" tanto por la temática que abarca como por tener contenido explícito entre chicas. Consta de cuatro capítulos de 2100, 1000, 956 y 1100 palabras respectivamente. 

Si, a pesar de todo, decides darle la oportunidad, te doy mil gracias por adelantado. 




Me dolía la cabeza. Quizá fuera culpa del viento que golpeaba contra la ventana o de los truenos que se escuchaban en la lejanía. O, más probable, de la resaca.

Estaba en aquella fase en la que los jóvenes ensayan para ser responsables, adultos de provecho: tenía un buen trabajo, iban a ascenderme y mis estudios daban mejores resultados que nunca. Por eso no bebía, y, por lo general, tampoco salía. A lo sumo algún domingo me iba al Ateneo a pintar con otros compañeros de afición. Allí, teníamos una sala solo para nosotros, aunque rara era la ocasión en la que coincidíamos.

Pensaba cumplir todos mis objetivos en menos de cuatro años: terminar la carrera, comprar una casa y montar una galería de arte con el dinero que sacaba de las ventas en la empresa de marketing digital. Tenía un plan, ser responsable se me daba genial y una cena de empresa no podía echarlo todo a perder.

O sí.

—¿Has visto mis bragas?

A mi lado, una mujer desnuda se cubría con la sábana. Tenía las mejillas sonrojadas, como si nunca hubiera roto un plato, y sí, estaba en mi cama. La conocía, aunque no recordaba su llegada a mi apartamento.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, masajeándome las sienes. Una nube oscura bailaba ante mis retinas.

Marta, que así se llamaba, tiró de la sábana y se envolvió en ella, refunfuñando y buscando su ropa interior debajo de mi catre.

—No debería haber venido —repetía.

Sentí una punzada de pena. Sus ojos mostraban una mezcla extraña de miedo, vergüenza, culpa y rabia. Supongo que lo normal cuando despiertas desnuda junto a una mujer resacosa que no te recuerda.

—Perdón, creo que bebí más de la cuenta. ¿Quieres desayunar?

Marta me miró de arriba abajo, suspiró y se sentó, aún envuelta, a los pies de la cama. Sus rizos rubitos estaban despeinados; los labios, sonrojados, con algunos restos de pintalabios; y las pecas, más marcadas que en días anteriores, quizá porque casi no le quedaba maquillaje para cubrirlas. Era muy mona, su piel se veía tersa y desprendía un aroma avainillado. A mí me gustaba la vainilla. No obstante, nunca había estado con una mujer y, si bien jamás me había cerrado a la experiencia, me hubiera gustado estar presente durante mi primera vez.

—¿No recuerdas nada? Dios... —Se peinó la cara con decepción e incertidumbre—. Irati, ¿cómo puedes haberlo olvidado? No me digas que estabas drogada... Esto es un desastre, un desastre.

Intenté hacer memoria. Marta era la responsable de compras de una de las empresas con las que negociaba. Llevábamos meses cerrando el maldito acuerdo de posicionamiento web. Tenía un aura inocente, pero cuando se ponía los tacones y la americana se convertía en una loba capaz de mejorar tratos inmejorables. Para ella todo tenía que ser perfecto y al mejor precio. Un tipo de cliente que, por lo general, yo odiaba: los más quisquillosos siempre alargan el cierre, escatiman, manipulan y, al final, te dejan. Con ella no me importaba, pues cada vez que se aplazaba la fecha de la firma, sabía que me esperaban nuevas reuniones, llamadas interminables y visitas a su empresa. Yo amaba su empresa, llena de obras de arte hechas maniquíes, olor a pintura y yeso fresco, personas vestidas con monos azules y manchas coloridas en ellos... Y me gustaba verla a ella. La admiraba, la admiraba mucho. A su paso, todo el mundo se encandilaba y un simple «por favor» era más que suficiente para que los holgazanes se pusieran a trabajar. Además, desde su llegada, la empresa de maniquíes creció de forma exponencial, tal como explicaba en las entrevistas que le hacían, en las que siempre encandilaba con su falsa timidez, la cara de niña buena y esos ojos aguamar que parecían capaces de leer pensamientos.

Y también la odiaba.

La odiaba porque me había costado varias regañinas por parte de mi jefe, porque era encantadora, un ángel. Yo era de cabello oscuro, ojos rasgados y cabello aburridamente liso. Tenía que cuidar qué comía o cuánto me movía para no engordar. Ella, en cambio, estaba perfecta, pese a estar más llenita que yo. Y me hacía sentir cosas extrañas, cosas que podían distraerme de mis proyectos. Odiaba que se me pegara a la mente y que me hiciera cuestionarme a mí misma.

Por eso no sentí culpa al verla ahí, conmigo, desorientada y dolida.

—Entonces... ¿cerramos el trato? —dije al fin, algo burlona.

Ella me tiró algo a la cara, creo que su bolso.

—Tengo que salir de aquí; quiero salir de aquí... ¿Dónde está mi maldita ropa?

No sentí culpa, pero sí compasión. Yo no era ninguna déspota. Tampoco una alcohólica ni una aprovechada. Su ropa interior estaba enredada en mi tobillo y su sujetador colgaba del pomo de la ropa.

—¿Tan mal estuve? —pregunté.

Ella sulfuró aún más. Ya había dado varias vueltas sin descubrir el sostén y yo no pensaba decirle que tenía una nueva tobillera hecha de encaje.

Me miró seria.

—No hay trato, todo se ha ido a la mierda. ¡Todo!

Aquello me asustó bastante. Llevaba meses trabajando en ese acuerdo, había muchísimo dinero sobre la mesa. Aunque no me sorprendía.

—¿Cómo? —Me puse en pie. Al hacerlo, me descubrí con mi camiseta de dormir puesta y la ropa interior en su sitio. Hice como si no me hubiera percatado, o como si no tuviera importancia—. Llevo meses trabajando en tu proyecto, te he dado el mejor acuerdo y vas a tener los mejores resultados. No vas a encontrar otra empresa dispuesta a aguantar tus exigencias.

Le tiré las bragas a la cara y me fui a la ducha sin decirle nada. Ahí lloré.

Lloré porque me había esforzado mucho, porque me merecía esa venta más que nadie y no me parecía justo que todo se echara a perder por salir una puta vez de cena.

Ya en el agua, descubrí algunos moratones en mis piernas. No era extraño, a menudo me salían hematomas sin que recordara de qué, pero me extrañó ver tantos, de un centímetro cada uno y en grupos de cinco. Como si alguien hubiera apretado mis muslos con saña. Un escozor me hizo apretar los labios. Tenía un arañazo en el costado. Lloré más. No sabía por qué, pero necesitaba llorar.

Quizá solo era el estrés, que me estaba atrasando en uno de los trabajos de la facultad o el hecho de perder una venta tan importante. No lo sabía. Solo tenía ganas de llorar y de romper cosas. Creo que grité bajo el agua. Sí, lo hice, y quizá no fuera un grito sonoro, pero sí sentido. Algo se rajaba en mí, desde adentro, y ese grito era como un reclamo de que me escuchara a mí misma. No quería. Sentí miedo.

Me senté en el suelo de la bañera, con el mango de la ducha abierto y colocado en lo alto. Me abracé a mis rodillas, no podía respirar. Y me dolía la cabeza.

Marta llamó a la puerta.

—¡Vete! —grité.

Me ignoró, entró corriendo, cerró el grifo y me cubrió con la toalla.

—Vamos, sal...

Ya se había vestido. Llevaba puesta mi ropa: unos tejanos, bambas y una camiseta sin mangas de Off Spring.

—Quiero estar sola... —mentí.

Y mentí sin duda, porque por dentro me continuaba rompiendo, como si las pesadillas florecieran en mi interior. Y venga a llorar sin saber por qué. Fue vergonzoso, pero si Marta me juzgó, no dijo nada. Se quedó mirándome, secándome las lágrimas y esperó paciente a que me serenara.

—Dejo la empresa —me dijo entonces—. Lo siento, pero quizá el nuevo responsable quiera seguir adelante con el trato.

Yo no lloraba por el maldito trato y ella lo sabía. Lo sabía por cómo me miraba, por cómo pronunció lo ocurrido y por cómo me secaba las lágrimas. Ella, al contrario que yo, conocía el origen de mi llanto.

Aun así, aquello sirvió para desviar mi atención. Acepté su mano y dejé que me pusiera la camiseta. Al instante tuve que acodarme en el lavabo y vomitar. Ella me recogió el cabello hacia atrás.

—Lo siento, me puse algo nerviosa —confesó—. No debí ser tan estúpida. ¿Lo de desayunar juntas sigue en pie?

No estaba siendo estúpida. Cualquier otra persona se habría ido lo antes posible. Ella no, ella me escuchó llorar a través de la puerta y ahora me ofrecía consuelo, e incluso estaba dispuesta a quedarse conmigo un domingo.

Asentí algo desganada.

—¿Me contarás qué pasó? —pregunté.

—¿Eso es lo que quieres?

Me tomó de la mandíbula, posó su dedo pulgar en mis labios y se arrimó despacio.

A mí se me cortó el aire.

Sentirla tan cerca me daba miedo, no sabría explicarlo, como si tuviera ganas de lanzarme a sus brazos y huir en dirección contraria a la vez. Entretanto, me veía paralizada, y ella cada vez más cerca, en un largo suspenso que parecía disfrutar. Al final, me besó rápida en la mejilla. Entonces, escuché los coches del exterior, la lluvia caer y un gorrión cantando en mi balconada. Durante unos segundos, el mundo se había detenido, aunque no lo percibí hasta que se puso en marcha de nuevo.

—No pasó nada —se rio ella—. Te dormiste, como un angelito, una niña buena. Aunque antes de dormirte te pusiste un poco traviesa.

Me cubrí la cara. De pronto, ella se envalentonaba y yo me sentía avergonzada. Quise desviar la atención a algo que me retornara la paz.

—Entonces, ¿desayunamos?

A Marta no le gustaba el café, no tomaba leche de vaca ni muesli ni nada que yo tuviera por casa. Según me contó, ella era de chocolate y galletas, productos que tenían la entrada prohibida en mi hogar. No obstante, tenía soluciones para todo: en un momento, batió agua con avena y se preparó unas tortas a base de plátano. Yo dejé que hiciera lo que quisiera, porque quería que se quedara.

Desayunamos en el sofá. Encendimos la tele y nos quedamos mirando el telediario, como si fuéramos dos buenas amigas.

Luego, ella posó su cabeza en mi hombro y me sostuvo de la mano.

—¿Te encuentras bien?

No me di cuenta de que lloraba de nuevo hasta que me lo preguntó. Ahí fue cuando me puse a temblar. Presentí que sucedía algo gordo, algo muy gordo, y que ella lo sabía.

—No sé qué me pasa —reconocí.

Se arrodilló sobre el cojín y me sostuvo del rostro.

—Nada que no tenga remedio.

Me besó en los labios, serena, parsimoniosa. Y yo cerré los ojos y dejé que lo hiciera. Su tacto era suave, su lengua sutil, su sabor era de otro planeta. No sabía si me gustaba, pero no quería que se detuviera. Enredé mis dedos en su cabello rizado, que a gran volumen ocultaban una nuca diminuta, y me sentí victoriosa a la vez que pequeña y debilitada. Me estaba volviendo loca.

—¿Ahora te encuentras mejor?

Parpadeé despacio. Todo aquello era nuevo para mí, y no lo rechazaba, por el contrario. Sin embargo, sentía que me faltaba un lapsus de tiempo, como si me hubiera perdido algo importante y hubiera pasado de desearla a estar con ella, sin cortejos ni entretiempos.

Quise decirle que se apartarse, que me dolía la cabeza, que quería dormir cuatro días seguidos y recomponer el puzle, ni que fuera con fragmentos falsos.

—Me gustas mucho... —le dije en cambio—. ¿Por qué me gustas tanto?

—Porque soy la bruja que terminará con tus pesadillas.

Parpadeé de nuevo.

—¿Qué pesadillas?

Cómo si no me hubiera oído, se puso en pie, dio un último trago a su bebida y se colocó el bolso al hombro.

—Nos veremos pronto.

Se dirigió a la puerta y yo me quedé paralizada de nuevo.

—¿No dijiste que no me dejarías sola?

—Y no lo haré, pero tengo que encargarme de un asunto que ayer dejé a medias.

Me tiró un beso desde el umbral, cerró fuerte y la escuché correr escaleras abajo.

Yo me asomé a la balconada, con mi camiseta ancha que me llegaba hasta las rodillas. La vi acercarse a una moto y retirar un casco del hueco del asiento.

—¿¡Me llamarás!? —grité.

Su respuesta fue un motor en marcha y cientos de dudas revoloteando por mi cabeza.

Y, al quedarme sola, de nuevo, lloré. 

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