Regla #5: No confíes.

La actitud sobre protectora que papá tenía con todos los que estábamos en la camioneta me tuvo algo preocupada todo el tiempo, pero en ningún momento me sorprendió. Simplemente amaba demasiado a su familia. No era algo que supiera demostrar mucho en su día a día, pero era algo que demostraba perfectamente con pocas palabras cuando surgía la ocasión.

    Una niña, por ejemplo, solía molestar a mi hermano por haber repetido curso y más de una vez llegó llorando a casa. Papá no fue a la escuela a gritarle a los padres de la niña porque mamá nunca se lo permitió.

    También estaba la vez en la que se sentó encantado con mi hermana en la mesa del comedor y estuvieron más de dos horas tratando de diseñar una casa por diversión. O cuando se levantaba temprano los fines de semana para lavar los platos de la cena porque sabe que mamá odia hacerlo.

    O cuando hace sólo unas semanas estábamos viendo una película en la que una joven desahuciada le rogaba a su padre que la desconectara del aparato que respiraba por ella porque estaba sufriendo demasiado y me dijo:

    —Si uno de ustedes me hace eso me muero.

    Después de un huracán que nos dejó sin electricidad durante más de dos semanas, nos llevó a Larissa y a mí a dar la vuelta para decirnos que íbamos a estar bien, que mientras él nos estuvieran cuidando no nos pasaría nada. Dijo que con gusto se tiraría de un edificio si así pudiera evitar que algo realmente malo nos pasara.

    Mamá era menos cursi que papá. Ella nunca daba muestras de haber leído las cartas que le escribía el Día de la Madre, como hacía papá en su día. Pero de ella podemos tomar la vez que estábamos viendo una serie post-apocalíptica en la que una muchacha que me caía bastante mal se metía armada a las casas de otros sobrevivientes para robarles la insulina que su madre necesitaba.

    —¿Por qué? —la critiqué—. ¡Los demás también la necesitan!

    Mamá me mandó a callar, y dijo que en su situación ella haría lo mismo por nosotros. No volví a abrir la boca en todo el episodio.

    Supongo que es verdad eso de que el amor de un padre es lo más incondicional y desinteresado que existe. Fuerte. Hay pruebas de ello en todos lados: soldados que resisten el quirófano gracias al recuerdo de sus hijos, madres que levantan autos enteros tras un accidente para salvar a su bebé... Son personas que darían su vivida sin pensarlo demasiado.

    Sin embargo, nunca me atreví a decirles que preferiría vivir sin un brazo, por ejemplo, a no tenerlos a algunos de ellos.

•  •  •

Para cuando el reloj de la camioneta marcó las doce del mediodía yo ya iba por el segundo paquete de galletas y tenía mucha sed, pero no quería beber nada porque después tendría ganas de ir al baño, y eso implicaría detenerse.

    Del otro lado del asiento, Larissa dormitaba con la cabeza apoyada en el cinturón y las piernas torcidas entre las bolsas del suelo frente a ella. Durante un momento me planteé hacer lo mismo, aislarme de todo un momento y regresar cuando estuviéramos muchos kilómetros al norte, quizá ya a la mitad del camino, pero descarté la idea casi inmediatamente: no quería perderme absolutamente nada del viaje.

    Papá miró por el espejo retrovisor hacia el asiento trasero, muy serio. Traté de sonreírle, y él trató de devolver el gesto antes de apartar la vista.

    Loky iba dormido en la parte trasera. Lo sabía sin haber volteado porque no escuchaba su respiración agitada de cuando hace calor.

    El termómetro del carro marcaba 36º C.

    Pronto alcanzamos otra pequeña ciudad y, al igual que con la pasada, papá nos hizo ponernos el cubrebocas antes de entrar, pero esta vez apenas disminuyendo la velocidad para cruzar la avenida principal. O al menos imagino que ésa era su intención, porque pisó el freno casi de golpe al ver que más adelante había un montón de otros carros bloqueando la calle.

    —¿Qué pasa? —preguntó Larissa.

    —Parece una barricada... —dijo mamá.

    —¿Para qué lado? —dije yo.

    Loky saltó sobre el asiento jadeando, pero oí cómo Juanito lo tomó para apartarlo.

    —¿Voy a ver? —le sugirió papá a mamá.

    —No sabes si están sanos.

    —Pero ya nos vieron, y no vienen para acá.

    No los había visto la primera vez que me incliné para ver por el vidrio de enfrente, pero cuando lo volví a hacer vi varias siluetas estáticas frente a la línea de carros, sin poder determinar nada más por la distancia.

    —¿Qué pasó? —preguntó Juanito.

    —A ver, voy a checar —dijo papá sin oírlo, desabrochándose el cinturón.

     —Con mucho cuidado —le pidió mamá.

    —Siempre.

    Papá tomó su hacha y se apeó del vehículo cuidando de no azotar la puerta cuando la cerró. Mamá también se desabrochó el cinturón y, sin perder de vista a papá ningún segundo, se movió al asiento del conductor, donde volvió a amarrarse y tomó con fuerza el volante sin apagar el motor.

    —'ma... —comencé, pero me mandó a callar con un gesto.

    Una de las siluetas frente a la barricada se acercó a papá a trote. Pude ver que cargaba algo entre las manos... ¿Un arma? Hablaron un rato, probablemente durante menos de un minuto, pero a mí y a todos en la camioneta nos pareció una eternidad.

    —Sonia... —me llamó Juanito.

    —¿Eh?

    —Mira.

    Me volví y miré por la ventanilla trasera, donde fácilmente se distinguían otras dos figuras que se acercaban, pero arrastrando los pies y con la espalda torcida.

    —¿Eso es sangre? —preguntó Larissa a mi lado, recién despierta.

    Sí parecía sangre. Y estaban a una cuadra de distancia.

    —'ma... —volví a llamar regresando al frente.

    —¿Qué p...? —Entonces ella también los vio por el espejo—. Okey, agáchense.

    Y eso hicimos los tres. Nos escondimos detrás de los asientos, apretándonos contra las bolsas de comida. Oí a mamá presionar el volante para hacer sonar el claxon y el carro comenzó a moverse lentamente hacia adelante. No podía ver nada de lo que pasaba más allá del pequeño pasillo de asientos, pero no mucho después se oyeron pasos apresurados y la puerta del copiloto se abrió y cerró en segundos.

    —Quédense abajo —dijo la voz de papá.

    El carro no se detuvo en ningún momento.

    —¿Qué pasó? —preguntó mamá.

    —Dicen que mucha gente se fue y que nos podemos quedar en una de las casas. Nada más quieren ver que no se quede nadie enfermo.

    —Pero no nos vamos a quedar.

    —No. Hay cuarentena desde hace semanas, no tardan en quedarse sin comida.

    —¿Para dónde le doy, entonces? La camioneta no cabe por ahí.

    —Vete por aquella calle, y giras a la derecha en cuanto puedas para regresar a la carretera.

    —Okey...

    Empezamos a ir más rápido, y Loky gruñó. Momentos más tarde, no muchos, mamá pisó más fuerte el acelerador y, por inercia, Larissa y nos vimos empujadas bruscamente hacia atrás.

    —No se levanten —repitió papá al notarlo.

    Mamá dio un volantazo hacia la izquierda sin disminuir ni un poco la velocidad y entramos a una calle empedrada.

    —¡Oigan! —nos gritaron desde la barricada.

    —Quédense abajo...

    Cerré los ojos con fuerza y me incliné todavía más, aunque el cinturón ya me estaba lastimando el abdomen. Una sensación terrible se abrió en mi pecho y se extendió hacia las puntas de mis dedos, parecido al vértigo, pero no era eso.

    El carro giró hacia la derecha en la misma calle empedrada, luego una vez más, y finalmente, hacia la izquierda, donde retomamos terreno liso.

     Me mordí la lengua tan bruscamente me se me humedecieron los ojos, cuando escuché el estallido.

    ¿Nos disparaban? ¿A nosotros? Supongo que sí, porque avanzamos en zigzag un tramo.

    —Quédense abajo...

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