Regla #3: Evita las ciudades.
Mi familia.
Cinco mundos completamente distintos viviendo bajo un mismo techo.
Mi mamá era la mayor de todos. Cuarenta y dos años. La tercera de cinco hermanos. Le gustaba leer, tejer y escribía un blog en internet. Era ama de casa, aunque odiaba quedarse en ella todo el tiempo. Era víctima de un par de problemas de salud, pero nada realmente grave.
Papá tenía cuarenta años. El mayor de tres hermanos, como yo. Le encantaban los videojuegos y me enseñó a jugarlos desde que era muy pequeña. Antes de eso, se entretenía surfeando y jugando paintboll con mis tíos, y a mí me encantaba verlo mientras lo hacía. Estudió arquitectura en la universidad, como mamá, pero yo no terminaba de entender muy bien qué hacía en su trabajo.
Yo, Sonia, acababa de cumplir los catorce años. Estudiante de tercero de secundaria. Me gustaba leer, una de las pocas cosas que tenía en común con mamá, y ver películas de acción, una de las pocas cosas que tenía en común con papá. Era muy buena en la escuela, y gracias a eso mi ego estaba quizás un poco más alto de lo normal en alguien de mi edad. Pero sólo un poco.
Mi hermana Larissa era un año y cuatro meses más joven que yo. Era la persona con la que más me entendía en todo el mundo. Le gustaban los videojuegos, aunque no tanto como a papá, y aunque lo intentó varias veces, nunca pudo terminar libros muy largos. Ella estaba más interesada en la cocina, área en el que yo ni siquiera podría soñar en igualarla.
Juanito tenía diez años, y cuando los cumplió se sintió la gran cosa porque su edad por fin alcanzaba los dos dígitos. Había repetido tercer año de primaria porque al parecer no era lo suficientemente maduro como para pasar a cuarto. Era adicto a la tecnología y yo estaba segura de que se encontraba un poco pasadito de peso. El 90% de las peleas en casa las protagonizábamos nosotros dos.
También vale la pena mencionar a Loky. Su cartilla de vacunación decía que era criollo, que era una forma elegante de decir no tenía una raza definida. Nos dijeron que nació en una zanja. Era negro con una mancha blanca en el pecho, tenía orejas de murciélago y le gustaba morder a la gente.
Por supuesto, no éramos una familia de película, de ésas que hacían fiestas de cumpleaños a las que iba toda la cuadra, los domingos asaban carne en el patio y las escasas discusiones se mantenían en voz baja, pero tampoco éramos una familia de telenovela en la que todo el mundo se odia o alguno de los padres está "medio ausente" o es drogadicto.
Teníamos nuestras bajadas y nuestras subidas, como todo el mundo, y yo estaba feliz con eso. Éramos Los Increíbles. Podíamos con todo lo que la vida nos echara encima.
Incluso con el apocalipsis zombie.
¿Tenía miedo? Sí, mucho.
¿Estaba preocupada? No, no realmente.
• • •
Después de dos horas de viaje en carro sin nada que hacer excepto ver pasar el desierto a toda velocidad por la ventanilla nos encontramos con otro indicio de que la cosas no estaban precisamente bien: una camioneta bastante dañada y sucia yacía varada junto a la carretera. Papá no redujo la velocidad ni un poco, creo que incluso aceleró, pero al pasar por su lado vi que una de las puertas traseras estaba abierta y que desde el asiento del conductor una mujer con la barbilla llena de sangre giraba la cabeza hacia nosotros.
No mucho después nos detuvimos antes de pasar el letrero que nos daba la bienvenida a la ciudad.
—¿Vamos a entrar? —pregunté con nerviosismo.
Regla básica para sobrevivir al apocalipsis zombie: evita las ciudades. Por ley hay infectados ahí. Todo el mundo lo sabe.
—Pónganse el cubrebocas —dijo papá poniéndose el suyo.
Los cinco nos tapamos la nariz y la boca con nuestros respectivos pedazos de tela. También apagamos el aire acondicionado.
La cuidad estaba tan abandonada como la que habíamos dejado atrás. Los locales estaban cerrados, no había otros carros o personas a la vista a pesar de que estábamos en una calle principal y un montón de basura era arrastrada por el viento.
Nos detuvimos en un semáforo en rojo cuando el sol comenzaba a mostrar indicios de querer esconderse. ¿Íbamos a registrarnos en un hotel o algo? Conducir de noche era una idea terrible, con o sin zombies.
Larissa tocó mi brazo con el dedo para llamar mi atención y señaló por su destrozada ventana. Alguien nos miraba tras una cortina en el segundo piso de una casa. La mujer parecía calmada y tenía el semblante serio, por lo que estaba sana. Al menos de momento.
Por el rabillo del ojo vi al hombre que apareció caminando torpemente desde un estrecho callejón con su cubrebocas salpicado de sangre. Mamá también lo vio.
—Juan... —dijo ella.
Eché un vistazo a la ventana de la casa, ahora vacía, antes de que papá volviera a pisar el acelerador.
• • •
Nos detuvimos frente a una de esas tiendas locales de abarrotes que hay en todos lados. Estaba abierta, aunque tampoco había nadie atendiendo. Papá tomó su nueva hacha y se bajó del auto para examinarla. Loky saltó en el respaldo de mi asiento haciendo ruidos para que dar a entender que quería salir, pero todos lo ignoramos.
Después de lo que pareció una eternidad, papá dio unos golpecitos en la ventana del conductor y nos hizo una seña con el dedo para que bajáramos, pero la simple idea de abrir la puerta me causaba vértigo.
Mamá le pasó la correa roja del perro a Juanito mientras yo abría la mochila que tenía sobre los pies para revolver todo su contenido en busca de la sudadera que había empacado.
Cuando me la puse, Larissa tomó su maleta y se bajó de la camioneta de un salto, seguida de mí. Papá abrió la cajuela y mi hermano se bajó como pudo sin soltar al perro. Mamá traía la que supongo que era su maleta y su bolsa tejida a mano de todos los días. Procuramos cerrar todas las puertas haciendo el menor ruido posible.
Loky parecía estar a punto de arrancarle el brazo a Juanito con la fuerza que usaba para tratar de liberarse, así que me colgué bien la mochila en la espalda y me agaché para recoger al animal con ambos brazos.
—No lo vayas a soltar —le dije de todos modos.
Una leve brisa me puso la piel de gallina y me alborotó un poco el cabello.
Una vez que mamá le hubo puesto seguro a la camioneta nos apresuramos a entrar a la tiendita. Papá se puso de puntillas y bajó la pared de metal corrugado, dejándonos encerrados y en plena oscuridad, exceptuando los diminutos rayos de las farolas recién encendidas que se filtraban por una ventana con barrotes en vez de vidrio cerca del techo.
—¿Y la luz? —preguntó Larissa.
Bajé a Loky.
—Si la prendemos nos van a ver.
Lo ideal hubiera sido prender una vela, pero conocía a mi familia y probablemente a nadie se le había ocurrido llevar una.
—Voy, espérenme —dijo mamá.
Escuché cómo ella revolvía su bolso y unos segundos después la lámpara de su celular iluminó considerablemente el lugar.
A continuación, nos alistamos para dormir. Aún era bastante temprano, pero no había gran cosa que hacer. Larissa llevaba pijamas en su mochila, pero le dio pena cambiarse enfrente de todos, así que no se las puso. Cenamos galletas y jugo de la tienda y después mis papás nos acomodaron detrás del mostrador. Mamá había empacado dos cobijas de las gruesas, así que puso una en el suelo, la otra nos la tendió encima y los tres le dimos un beso en la mejilla. También le dimos uno a papá.
—Persínense —nos dijo él antes de irse a hablar en voz baja con mamá junto a la entrada.
Saqué de debajo de mi blusa la cruz de plástico que me habían dado en el colegio hacía ya varios meses y los tres hicimos caso. También hicimos nuestras oraciones habituales de antes de dormir. Honestamente, creo que fue la primera vez que los tres rezamos juntos.
Loky se había tumbado junto a mi hermana, que sujetaba la correa y le rascaba entre las orejas.
Me amarré el cabello, me enganché los lentes en la blusa e intenté dormir. El suelo era de cemento y el hueso de la cadera no me dejaba acomodarme de lado, así que opté por sentarme. Después de un buen rato caí en una especie de trance en el que no estaba dormida, pero en el que tampoco podía decir que estaba despierta.
• • •
Según el celular que llevaba en el bolsillo, eran las tres de la mañana cuando la alarma de un carro me despertó. No se oía cerca, pero aun así me puso muy nerviosa. Loky llegó corriendo y se acurrucó contra mí. Mis hermanos tenían el sueño bastante pesado y no se levantaron.
Por más que lo intenté no pude volver a dormirme, porque fue esa alarma lo que me dijo que no estaba soñando.
Todo era real.
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