Satoru Gojo

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Antes de leer esto, debes tener en cuenta lo siguiente:

εïз)Satoru x lectora.

εïз)Escenario pedido por GuadalupeCides y hecho en agradecimiento por su apoyo.

εïз)No tiene +18.

εïз)Gracias por todo su apoyo.

εïз)¡Espero que les guste mucho!

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"La dama de su aurora" 

Lo habían ignorado hasta ese momento en donde el arrepentimiento quemaba su piel y ruñía sus huesos con la intención de no dejar rastros. Habían ignorado que siempre fueron la propiedad del más cruel e indiferente de los destinos.

Aquellos días donde los cielos se pintaban de su compañía creando colores jamás vistos, acompañados de la brisa de sus suspiros infundados por sus caricias, perecieron. Murieron el día en que sus ojos se cerraron, negándole la belleza al mundo actual.

Las sombras de dos individuos enamorados se unieron en una sola. La aventura que habían jurado en su emoción por vivir juntos, se disolvió en un mar de sangre y gritos.

Todo sucedió en una misión hacía varios años. Las cosas como se habían planeado ni por asomo se parecieron a las que les dieron la bienvenida, y los gritos de Saturo, aunados a su negación, inservibles terminaron por ser cuando el cuerpo de la castaña se derribó. Ella cayó por su propio peso y de la técnica maldita que tanto presumía, la realidad la adelantó sin darle una oportunidad para defenderse.

Ya era el eco de ese recuerdo lo que poco resonaba en Satoru. El color grisáceo de ese día en que perdió a la dama de su aurora mermaba cada mañana que se encontraba con los jóvenes rostros de sus tres aprendices.

Cada mañana las ocurrencias de los menores le causaban un sabor amargo, era como verse en un reflejo y encontrarse al lado de la castaña y su mejor amigo. Cuando la mala suerte no se acordaba de ninguno de los tres y les otorgaba su propio camino.

—Voy a salir el día de hoy —les informó a sus alumnos cuando todos entraronal aula—. Tendremos clases teóricas y después les daré el tiempo libre ¿ok?

Aquel tono mediocre en felicidad era muy evidente en el mayor. Los menores se vieron unos a otros, Fushiguro amenazó con la mirada a Itadori de que no hiciera ninguna pregunta y terminaron por estar de acuerdo con Satoru.

Para cuando las clases llegaron a su fin, Satoru no se molestó en mencionar algo más allá de su despedida. Salió del salón, incluso de la escuela y se perdió en el rumbo que tomaba cada día cinco de cada mes; el día en que sus paredes se habían vuelto blancas desde años atrás. Esta vez no hubo ningún comentario burlón, o tampoco recordó un momento bochornoso de la infancia de Fushiguro y esto los alertó.

—El profesor... —dijo Itadori entre dientes, observando las expresiones de sus amigos.

—No parecía ser el mismo hombre insoportable de siempre —agregó la castaña. Era difícil aceptarlo, pero hasta ella estaba preocupada por su mayor.

Fushiguro resopló y antes de levantarse de su asiento, les participó lo único que sabía de la historia que hasta el mismismo Satoru no quería hablar.

—Es de comprender, es día cinco —dijo con el aliento seco. Tenía pocos recuerdos de quien era la castaña por la que Satoru había aceptado ese suplicio—. Ocurrió hace años, cuando yo era un niño. No sé muchos detalles y sinceramente no quiero preguntar.

—Espera —interrumpió Itadori—. ¿Día cinco? ¿Hoy hay algún descuento en alguna tienda?

Notablemente molestos por lo despistado de Itadori, el resto de los jóvenes ignoró su comentario pasados unos segundos de silencio. Entonces el azabache retomó la palabra.

—El profesor se había enamorado —a estas palabras Nobara e Itadori respondieron con un poema en su expresión. No parecía creíble, pero no contaban con fundamentos para creer que Fushiguro les estaba mintiendo—. Según lo que supe, ella tenía una personalidad inolvidable, tanto como la impresión que deja un eclipse. Sus labios sonrientes eran cálidos como las brasas del sol, y su expresión de enojo, como la tiranía justa de una emperatriz; sucedió mientras trabajaban en un exorcismo. Ella había perdido el control de su técnica, o más bien llegado a su límite, de forma que fue malamente herida como para caer en cama sin posibilidades de volver a abrir los ojos.

—O sea... —completó Nobara—. ¿Sigue viva?

Fushiguro asintió.

—Lo sigue, pero no ha despertado de su sueño desde ese entonces —repuso, sin evitar pensar en su hermanastra—. En cierta forma entiendo al profesor, pero es costoso aferrarse a una esperanza que es la sombre de un final obvio.

Nobara y Fusgihuro guardaron silencio. Mientras tanto, Itadori sintiendo la pesadez del momento, no quiso quedarse con sus palabras así que las confesó con aquella atracción que tanto había embelesado a sus amigos.

—Que sea un final bueno o malo dolerá de la misma forma —dijo Itadori— Porque la raíz de todo el es amor del profesor ¿no? Y no hay amor sin dolor; más bien es admirable la postura que adoptó con todo en contra y terminó siendo más una prueba de lo entregado que está a ella ¿no creen?

Incrédulos, observaron al castaño claro, haciéndolo sonrojar por la vergüenza del peso de sus miradas. Itadori se encogió de hombros y dio unos pasos atrás antes de que Nobara se le colgara por el cuello y Fushiguro les siguiera por detrás con una sutil sonrisa.

—¡Qué molesto que un tonto como tu tenga razón! —dijo la castaña—. Eres Itadori ¿sabes? Y tu papel aquí es ser molestado por nosotros, no pensar de forma tan profunda.

Y mientras los menores salían del aula planeando en qué gastar su tarde, pues eran jóvenes y el tiempo les daba el perdón para después pasarles la factura, el hombre de hebras platas entró a la habitación. El sonido de varias maquinas haciendo su trabajo día tras día lo recibió y cruzó el lugar tan blanco como el cielo para colocar el ramo de lirios y tulipanes, reflejando la fuerza y la perfección de su amor, en un jarro.

Satoru se tomó el tiempo para ver el cielo por la ventana. El color azul comenzó a disminuir y dar paso a una combinación esplendida entre rosas, rojos y naranjas, que predecían la llegada de la noche; se echó un fuerte suspiro y revisó su cara palpándola con sus dedos. Parecía un poco más viejo, no era el mismo muchachito insolente de antes, aquel que la había conocido y enamorado.

­Se dio la media vuelta y en cama la encontró. Sabía que no se podía mover de ese lugar, pero desde siempre había soñado en ese momento en donde la podría ver sentada y con los ojos abiertos, emocionada por una aventura más.

—¡No tengo tiempo qué perder en este hospital! —le decía ella en sus sueños, quitándose tanto aparato que la mantenía viva—. ¡Vamos, Satoru!

En cambio, el mencionado tragó saliva y su garganta se destrozó. Las palabras se le ahogaron en el llanto acumulado y en lugar de escuchar su voz, el silenció le arrancó la vida a sus oídos.

Ella seguía postrada bajo esas sabanas blancas. Su piel había perdido el brillo de antes, y el deseo de volver a ver el castaño oscuro de sus ojos, enloqueció con el de volver a escuchar su voz y risa.

Fu difícil acostumbrarse a su falta, pero lo había logrado, tanto como para en ese momento llevarse las manos a las bolsas de sus pantalones, quitarse la venda de sus ojos y formar una expresión de desprecio y repudio totalmente falsa, como si quisiera ocultar su rostro lleno de dolor y tristeza.

—Ah, qué floja que eres —le dijo, y en respuesta una maquila resonó. Estaba dormida, pero Satoru también estaba seguro de que lo estaba escuchando—. ¿Por qué no te despiertas? Como sea, me acordé que sigues aquí así que pase solo para ver cómo van las cosas...

Enmudeció, su actuación había llegado a su fin. Se acercó a la orilla de la cama y rozó con cuidado sus dedos en la mejilla de la dama durmiente.

Había dado un gran paso en el momento en que se enamoró de ella, pero perdió su corazón en el camino, quedándose con su mente como verdugo.

—No cambias; sigues siendo tan hermosa, aunque tus ojos no puedan verlo, los míos sí —confesó con ese color cristal en sus ojos presentando el drama de su romance—. Los días en que no te veo son más cansados de lo que alguna vez llegaste a bromear. Tus labios ya no me besan, y tu vida se pierde en este lugar...ya nada es como lo solía ser y tengo miedo a que no me reconozcas...

Poco a poco Satoru fue callando porque conocía el peso de sus palabras y tenía miedo a ellas, a la honestidad que solo pudo profesar cuando ella estaba a su lado. Antes de dejar que las lagrimas perturbaran su rostro, Satoru mencionó que no quería perder al hombre del que ella se había enamorado.

—Alguna vez me amaste tanto que temo desaparecer, que ese yo se convierta más real en ese sueño egoísta en el que estas...

Muy cerca de los últimos minutos del día, Satoru temió, se dio ese lujo y antes de terminar con su visita, por razones especiales, le dio un beso en esos labios fríos, partidos por la soledad, diseñada por la lenta muerte que la consumía como la marea a los rastros de un amor naciente.

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