X Con valor y un poco de amor, engaño hasta el espejo
Era tan difícil no comparar a sus dos hijos. Lo hizo irremediablemente desde que supo que Clare venía en camino. Para empezar, no sintió miedo al descubrir el segundo embarazo, al contrario, pensó que sería más sencillo, con la experiencia que tenían, con la estabilidad económica de su lado, con la seguridad de un hogar para recibir a su bebé, ¿por qué tendría que temer?
Sintió ilusión desde que lo sospechó cuando una mañana sus pechos se sintieron adoloridos con el toque de la ropa, y recordó que lo mismo había sentido en el embarazo de Leonardo. Fue así como lo descubrió.
Leonardo era un bebé listo desde el vientre y siempre le hizo compañía, le devolvía los toques en el estómago y se movía tanto que se veía bajo su piel, tan listo que sabía identificar las voces de sus padres que le hablaban con cariño. Pero Clare era inquieta y rebelde desde que estuvo dentro, no respondía al llamado de su madre, y su esposo nunca le habló al vientre de ella en el embarazo. Clare pateaba si estaba incomoda, si quería tener a Elena caminando, si no cumplía algún antojo, pero Clare pateaba también despacito, con ternura, cuando Elena lloraba en silencio por la ausencia inexplicable de su marido.
Creyó que sabría todo para el segundo embarazo, descubrió que ningún embarazo era el mismo. Los antojos del embarazo de su primogénito fueron frutas y verduras, Clare era de dulces y comida salada, lo que la hizo engordar el doble de lo que subió la primera vez.
En el primer embarazo estaba asustada y Ernesto siempre estuvo a su lado, acariciándole el vientre y besando cerca de su ombligo mientras le repetía que todo iría bien. No ocurrió eso en el segundo.
—Estoy cansado —es lo que Ernesto repitió cuando Elena quiso su apoyo por las noches por el dolor de espalda. Estaba cansado para masajear su espalda, o sus hinchados pies, o sus adoloridas caderas. Pero ella sabía que él le decía lo mismo por negarse a tener sexo con él. Su deseo, a diferencia del primer embarazo, desapareció en el segundo.
Cuando nació Leonardo, Ernesto llegó con un ramito de margaritas. En el nacimiento de Clare, ni siquiera llegó.
Sus hijos eran el claro ejemplo de que no podía esperar que la vida ocurriera dos veces del mismo modo. Aunque eso significaba que no sabía qué esperar.
Ernesto, su exesposo, era un joven dulce que le llenó desde el principio el oído de palabras bonitas. Fue un novio atento, Elena cayó con rapidez enamorada de él, era inteligente y gracioso. Decía amarla, pero jamás olvidaría cómo sus ojos se abrieron de miedo y sus labios se tensaron en una línea recta cuando llegó esa noche jalada del brazo de su madre. La mujer tocó a la puerta de la familia del joven y secamente dijo que ahora ellos debían hacerse cargo de Elena y del bebé.
Él se quedó sentado del otro lado del sillón mientras sus suegros los sermoneaban a ambos, sin tomarle la mano, sin apretarle la pierna, sin sujetarle el rostro; distante y frío escuchaba cómo acelerarían todo para casarlos; cómo ambos tendrían que buscar trabajo y seguir estudiando hasta que naciera el bebé.
Y entonces su primer amor la miró en silencio con evidente molestia. Una vez estuvieron instalados en la habitación de él, le soltó enojado:
—¿No pudiste decírmelo a mí antes de crear este alboroto?
—¿Qué habría cambiado? —le preguntó ella sentada en el borde de la cama, Ernesto daba circulos en la pequeña recamara.
—Todo.
Y Elena se llevó las manos a su vientre plano entendiendo lo que significaba eso.
—Nunca debimos casarnos —se dijo ella, lo dijo él, se dijeron ambos a lo largo de los siguientes años.
Ernesto aspiraba demasiado desde joven, era un estudiante sobresaliente, un deportista talentoso, él debió asistir a una buena universidad y ser becado, tenía el talento y el deseo, pero tenía una esposa y un bebé a sus diecisiete años.
Cuando el bebé nació, Elena dejó de estudiar, pero él no. Él seguía partiéndose para ser padre, estudiante y quien llevaba dinero a la casa, no le quedaba espacio para jugar a ser esposo. Era un buen padre, al menos con el pequeño Leonardo. Si el niño se enfermaba era el primero en saltar al pediatra y conseguir medicinas; era el que se quedaba al lado de la cuna asegurándose que la temperatura bajara; Ernesto era entre los dos quien siempre estaba tumbado en el suelo jugando con Leonardo a los carritos.
Sólo que no tenía espacio para ser esposo. No era algo que él hubiese elegido, se lo habían impuesto por un error juvenil. Cuando le dijo a Elena que quería ir a la universidad, ella aceptó; se mudaron de la casa de sus suegros y cambiaron de ciudad, una ciudad más grande, una ciudad donde no conocía a nadie. Elena se quedaba en casa con el niño mientras Ernesto estudiaba y trabajaba, estudiaba y jugaba con Leonardo, estudiaba y dormía.
Pasaron meses, largos y ausentes meses antes de que él volviera a mirarla como a una mujer. A veces ella estaba en la cocina y él se distraía en la espalda baja de ella, o comían en el pequeño comedor y él no podía evitar desviar sus ojos a su escote. Pero no iba más allá. Elena era una mujer que podía quedar embarazada y él no podía arriesgar el futuro de su familia por otra calentura.
Elena no aspiraba a nada, o más bien, no se permitía aspirar a nada de lo que Ernesto le hablaba. Sentía que fue su culpa estar atrapados en ese desdichado matrimonio, y lo que menos quería era ser una carga aún más pesada con sus propios sueños y aspiraciones.
—¿Ya no me amas? —le preguntó una noche, mientras lo veía dejar al niño en la cuna. Ernesto miró hacia ella confundido y sin premuras respondió.
—Por supuesto que sí, Elena. Qué tonterías dices.
—Ya ni siquiera me besas.
—Tú sabes porqué.
Ella sabía, lo habían hablado antes, pero eso no evitaba que ella lo extrañara a él.
—Yo tampoco quiero otro bebé —le dijo ella— si hubiese sido cesárea me habría operado, Ernesto.
—No estoy culpándote. Sólo... no puedo ahora. Estoy en el tercer semestre, tengo una beca —pero aun así caminó hacia ella y le llenó el rostro de besos cortos, dulces y fugaces para no encender una llama que no pudieran extinguir—. Te amo, te amo mucho, Elena.
Y los ojos de ella se llenaron de lágrimas que pronto se escurrieron por sus mejillas.
—A veces creo que no.
—No digas eso.
—Es sólo que... mírame, he cambiado.
Ambos lo hicieron.
—Te ves hermosa, eres muy hermosa.
—Tengo una estría aquí —y señaló encima de su ropa el lugar, de su ombligo a su cadera. Ernesto no lo sabía, porque no la había visto desnuda desde que nació Leonardo.
—¿Eso qué importa?
—Y mis piernas crecieron.
—Tus caderas, y tu trasero —dijo él sonriendo, ella se rio bajito, aunque las lágrimas seguían bajando.
—Y tengo ojeras, y me salen espinillas a cada rato, y como mucho, y...
—Elena, eres hermosa.
No se sentía así, Ernesto suspiró y la llevó de la mano a la habitación de ellos, la paró frente al espejo y la obligó a mirarse en éste.
—Eres la mujer más hermosa.
Y en noches como esa, cuando él era el hombre que la veía como la mujer que era ella, Elena volvía a enamorarse de él, sin muchas palabras, sin adornos, incluso sin caricias. Y entonces ella volvía a ser una joven feliz, risueña, tierna; se despertaba antes que él para preparar su lonche y desayuno; le dejaba una nota en su mochila diciéndole cuánto lo quería y que esperaría por él, por ellos, hasta que fuese el momento adecuado para retomar su relación.
Te esperaría toda una vida si me lo pides.
Y Elena no mentía.
Sólo que cuando él se fue no se lo pidió, no le dijo que se iría, sólo desapareció y cuando regresó volvió en busca de su primogénito, de su adorado niño, no de ella, no de su nueva bebé. Ernesto no tenía tiempo para ser esposo y padre de dos niños. Tenía tiempo para los negocios, para las reuniones, para los clientes y para Leonardo. No podía dividirse en más personas. Y aunque le rompió el alma, aunque la desgarró por dentro, ella nunca lo buscó tampoco, no fue a preguntarle a la puerta de su nueva casa si aún la amaba. No lo hace, se dijo Elena convencida.
Ernesto pasó los siguientes meses deseando que ella fuera por él, para hacerlo entrar en razón, porque la seguía queriendo sólo que tenía miedo de no ser capaz de estirarse lo suficiente para alcanzar sus sueños.
Y cuando los meses se convirtieron en años, Elena entendió que él jamás dejaría de desear llegar más alto, que de no ser por ella y los niños él ya estaría en la cima. Guardaba para sí el recuerdo del joven que alguna vez amó mientras lo veía convertirse en ese hombre que aspiraba poder, dinero y posición hasta que en algún momento ella dejó de imaginar que se armaba de valor para irlo a enfrentar a su puerta para que admitiera que era un cobarde y que aún la quería, de admitir que ella también tenía miedo de su rechazo y que incluso a pesar de todo lo amaba también.
Elena sabía que la vida no ocurría nunca dos veces, sólo que no sabía si tenía permitido a aspirar a una ilusión que se volviera real, tampoco sabía lo que debía esperar con Héctor, pero se dijo que sería valiente. Peinó una última vez su cabello con los dedos, acomodó la falda e inhaló hondo antes de abrir la puerta para encontrar a Héctor ahí. Con una sonrisa impregnada de dulzura la recorrió con la mirada de manera lenta de pies a cabeza, hasta encontrar sus ojos y sonreírle -como si fuera posible- todavía más.
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