Madre no hay más que una... misma
Nota Autora: Esta novela es una precuela de UNA MUJER SIN CORAZÓN.
Soporta la vida, que, por larga que sea, no dura más que la caída de un grano de arena... Para soportar el tiempo, piensa en la eternidad, en que podremos amarnos siempre.
Amada inmóvil – Amado Nervo
2 DE MARZO DE 1999
Héctor tenía treinta y siete años, había enviudado una década antes y a veces le parecía que en realidad murió junto a Laura. ¿Cómo es que se le había ido una vida sin darse por enterado?
Se miraba en el espejo cada mañana al cepillar sus dientes, cuando recortaba la barba de candado alrededor de los labios o peinaba su cabello, pero no supo en qué momento aparecieron las arrugas debajo de los ojos, o la marca alrededor de sus labios, mucho menos el momento en que aparecieron las canas, y no una o dos, sino varias de manera salteada imposibilitando removerlas para controlar el crecimiento.
Las horas, los días, los meses, los años se fueron acumulando contra su voluntad. Y cuanto más pasaba el tiempo menos entendía el motivo de vivir.
Después de su muerte, se encerró en la casa por semanas hasta que llegó el correo bajo la puerta anunciando su despido, días después encontró el sobre que dejó ella en uno de los cajones recordándole el seguro de vida. Invirtió el dinero del seguro en un negocio y fue así cómo inició la rutina de su existencia: invertía sus ganancias, creaba más, tenía más trabajo, hacía más, adquiría más distracciones y continuaba con el infinito y monótono circulo de su vida.
Hacer negocios era lo único que podía calmar la sensación de vacío en su interior, no es que el trabajo llenara el agujero dentro de él, sino que momentáneamente no pensaba en la ausencia de ella.
Su desempeño en querer olvidarse de su propia existencia tuvo resultados: era el dueño de una empresa de transportes, una franquicia de refacciones y un par de gasolineras. Su economía distaba mucho de ser la del joven de veintisiete que apenas podía con los gastos del hospital. Eso era lo que más le asfixiaba de su actual situación: si tan solo Laura hubiese enfermado una década más tarde sus posibilidades de sobrevivir habrían sido mayores. Con su dinero, cualquier hospital estaría a su alcance y no habría tratamiento que fuera un limitante por el valor. En su lugar, tenía cantidades absurdas en sus cuentas bancarias, pero no tenía a Laura.
Tal vez esa era la razón por la que su cuenta de banco era de tal magnitud, no gastaba su dinero, se dedicaba a invertirlo en nuevas obsesiones que mantuvieran su cabeza ocupada por algunos meses como lo fue la última gasolinera que inauguró, pero no gastaba en sí mismo. Tenía las mismas dos docenas de camisas de vestir de hace siete años, los mismos tres pares de zapatos de hace cuatro y el mismo carro de doce años atrás.
El único momento de su vida en que usó su propio dinero por placer fue cuando construyó la casa con la que soñaba Laura, pero apenas estaba amueblada. Solo tenía los sillones viejos de la sala; el comedor con dos sillas que nadie usaba; los electrodomésticos de la cocina que le pidió Dolores, la mujer que se encargaba de la limpieza; los libreros de madera que mandó instalar en la biblioteca para llevar los libros que alguna vez compartieron Laura y él. Además de los muebles de su habitación, el resto de la casa estaba vacío.
Diez años han pasado, se dijo frente al el espejo sintiendo que era el mismo hombre desde la muerte de ella y al mismo tiempo que era otro, un hombre consumido por el dolor de la pérdida.
¿Para qué? Se preguntaba diario y la respuesta no llegaba por más que imploraba por una.
3 DE MARZO DE 1999
La pequeña Clare jugaba a las muñecas en la habitación de los niños, Leo jugaba en el piso de la sala con su mascota, un conejo blanco que saltaba para no ser alcanzado. Elena estaba tan cansada que pretendía ignorar el desorden en la cocina, en los pasillos, sobre los muebles de madera y del jardín. Lo más sencillo era fingir demencia ante el desastre del hogar.
Se convencía que lo importante era mantener esas risas infantiles en la casa. Ser madre le gustaba, le gustaba mucho, le gustaba tanto que debía repetírselo a diario para no perder la cabeza.
Tenía veintisiete años, un niño de diez, una pequeña de tres y un divorcio. En el jardín trasero seguían los adornos de la fiesta infantil; sobre la mesa estaban las calificaciones excelentes de su hijo mayor; en el teléfono, los mensajes de su exmarido. Miró hacia la ventana y alcanzó a ver los globos desinflados del cumpleaños de Leonardo del día anterior, cada hora se repetía que más tarde iría a quitarlos. Y seguían ahí, tostándose bajo los rayos del sol, arruinando el jardín ya de por sí descuidado.
Ella
Ser madre divorciada no era el plan; quedar embarazada antes de los dieciocho no era el plan; criar a dos niños sola no era el plan; conseguir el divorcio sin que él diera pelea no era el plan; recibir una pensión en compensación a su corazón roto no era el plan; tampoco lo fue que no apareciera para el nacimiento de su segundo bebé o que desapareciera cuando ella regresó a casa con la pequeña Clare. Su vida no era el plan.
Y debía decirse que le gustaba esa vida, le gustaba mucho, aunque estuviera acostada en el sofá, intentando descansar un poco con el antebrazo sobre los ojos. Tenía una hermosa familia, y le gustaba, amaba a esos pequeños.
—¿Quieres comer, mami?
Leonardo se acercó a ella, dejo el conejo blanco y pesado sobre el estómago de su madre y se hincó para quedar a la altura de su cabeza. Elena giro el rostro para ver esos ojos azules que le miraban con cariño.
—Iré en un momento.
—¿Puedo hacer quesadillas?
Leonardo tenía diez años recién cumplidos. Su niño pronto sería un adolescente, esa pequeña independencia sería útil para él algún día y era útil para ella en ese momento.
—¿No es mucha molestia? —Leonardo negó con la cabeza antes de correr hacia la cocina.
A veces, su hijo mayor parecía ser el único adulto de la casa. Se le llenaron los ojos de lágrimas antes de volver a poner su antebrazo contra los ojos para no llorar, el conejo gordo se movió sobre su cuerpo antes de recostarse en su estómago como si estuviese tan cansado como ella por cuidar de los niños.
—Mami, mami, mami, mira.
Retiró el brazo de la cara justo a tiempo para que Clare se acercara, tenía la cara pintada de rojo por toda su cara. Sus labiales. Y por todas las tonalidades asumió que había encontrado cada uno de los que tenía y que ocultaba en el fondo del cajón del baño. Estaba tan cansada que ni siquiera encontró el enojo necesario para alzar la voz o maldecir o dar un castigo, bajó el conejo al suelo, se levantó en silencio y llevó a la niña del brazo hacia el baño para limpiarle el rostro.
Leonardo se recargó en el marco de la puerta del baño.
—Cuando crezca no hará eso, mami —la consoló el niño, y a Elena se le desbordaron las lágrimas limpiando a su niña mientras era consolada por su hijo.
—¿Vas a portarte bien, Clare? —le preguntó Elena al tiempo que se pasaba el pulgar bajo el ojo para borrar las lágrimas.
La pequeña negó con la cabeza, haciendo entornar los ojos azules de madre e hijo.
Le gustaba ser madre, le gustaba mucho, se repitió, era algo que se decía a lo largo del día.
No olvides comentar, nos leemos pronto.
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