VII
—¡Vamos! —Alarga la primera vocal—. ¡Dime! ¿Cómo que no sabes? Te acabo de conocer y ya noté que lo sabes todo —parlotea—, así que ¿a qué te refieres?
Omito su comentario para librarme de cualquier falsa modestia.
—Está bien, te lo explicaré. ¿Terminamos primero con la comida? Detesto hablar mientras tengo cosas en las manos.
Ella acepta, pero pronto se da cuenta de su error y no deja de reprenderse por dejarme en paz, porque al parecer no tiene mucha paciencia; eso cuando no me está señalando a cada persona que vemos y me hace presentarme. Tomo el consejo de Marco, demasiado realista para mi gusto, y no intento corregir a nadie. Por mí que digan que vengo de la luna.
—¡Hola! —exclama ella.
Nuestra última parada son las caballerizas del lateral de la construcción. Ahí un muchacho de, si no me equivoco, 19 años nos recibe. Mejor dicho, nos recibe un bufido del caballo negro que está atendiendo.
—Hola, Risillas. —Intuyo que habla de Augusta—. ¿Y ella quién es? —Me señala con el mentón.
—Soy Fern. —Doy un paso adelante y dejo la olla en una zona seca entre la paja y la tierra—. También eres de Lirón, ¿verdad?
—¿También? —No se esfuerza en negarlo ni de broma y, siendo lógicos, nadie con ese acento se atrevería a hacerlo.
—Es que Philipa es de ahí —contesto al tiempo que le extiendo el cazo rebosante de laminas de pollo al limón y rábanos en vinagre.
El chico, que aún no ha dicho su nombre, me recibe el plato, pero su mirada interrogante está puesta en Augusta.
—¿Le doy la respuesta a Flamita o dejo que lo adivine?
—¿Flamita? —Al principio, por su expresión, supongo que cree que no entendí. Después lo saco de su error—. ¿Le pones apodos a todos?
—Depende. ¿Ya adivinaste?
No tengo idea de cuál respuesta es la ideal, así que tomo la única con lógica a pesar de no poder fundamentarla.
—Es tu abuela.
El chico se relame los labios después de darle una probada al pollo.
—Flamita es muy lista. —Le sonríe a Augusta y luego voltea a mí—. Mi nombre es Delfín.
—¿Como el animal? —Él hace una mueca casi instantánea.
—¿Como cuál animal? —Parece desconcertado.
Lirón es una ciudad del centro del continente y sus únicas fuentes de agua son los hielos de montaña. Luego, acabo de decir una estupidez.
—Es como un... —reflexiono— un pez. Sí, un pez, pero puede respirar aire.
Escucho un suave rebote en la paja y Augusta ahora está sentada y cruzada de piernas. Delfín también se inclina hacia adelante.
—Cuéntanos más de esos...
—Delfines —completa ella, que parece tener una ligera noción de su existencia.
Me gusta. Me gusta hablar. Lo disfruto más de lo que esperaba; los libros me han hablado durante mucho tiempo y poder transmitir lo que dicen es algo muy nuevo.
Les describo a aquellos animales como cilindros que se van haciendo más delgados hasta llegar a la cola, que es como la de los pescados. Les menciono aquel sonidito característico suyo e incluso intento imitarlo, lo que provoca risas.
Los veo bostezar a ambos, casi por turnos, y pasarse las manos por la cara para mantener la consciencia. La noche se va cerrando más y más por el manto de nubes grisáceas de la tarde; quizás llueva.
—Si quieren dormir no seré quién se los impida.
El chico niega y alza su cuenco vacío como si este fuera una jarra de vino.
—¡Exijo que Flamita siga contando!
—Lo mismo digo —confirma Augusta dejándome ver sus dientes de conejo.
Asiento, porque a fin de cuentas es notorio mi gusto por hablar, y ellos aplauden. La narración se transforma, viaja por el mar y acaba al otro lado de este antes de que podamos notarlo. Augusta repite mis imitaciones del pájaro imitador, que por un tiempo fue también mi favorito, y Delfín rebaña los cazos.
Pero entonces un ruido de pasos nos pone de pie.
—¿Muy ocupada, Fern?
Su tono es glacial al punto de ocultar su timbre agudo. Esto cambia por completo su muda indiferencia a silenciosa amenaza. Mis nuevos amigos se atemorizan frente a Marco; tanto que dan dos pasos atrás. Lo entendí en el comedor, pero ahora me resulta algo cobarde.
—No. No realmente. —También me encojo en mi sitio, presa de un reflejo involuntario, pero no retrocedo. Marco asiente, gira y da unos pasos, aunque después voltea.
—Sígueme.
—Está bien —concedo—. Adiós, espero verlos mañana.
—Adiós Flamita —susurra Delfín realizando la despedida tradicional de Lirón, que yo llevo haciendo desde que llegué.
Augusta infla las mejillas con una mueca de aburrimiento y frustración. Al menos ya no parece interesada en que le cuente lo de antes; necesito obtener información para entender ese asunto. Justo por eso veo en Marco una oportunidad y lo sigo por el contorno de la casa, completando la vuelta que empecé en compañía de Augusta.
Cuando era pequeña, papá me enseñó un juego: yo debía salir sin ver e imaginar cómo se veía el cielo; al principio siempre intentaba ganar, pero luego comenzó a divertirme más el imaginar mi propio cielo. Entonces, sin importar como se viera realmente, yo decía lo que quería ver.
El cielo, en mi imaginación, está precioso: estrellas relucientes por doquier que enmarcan a una luna con forma de sonrisa. Sin embargo, al abrir los ojos solo encuentro negro y algo que podría decirse azul o gris, aunque yo no me fío de uno u otro. También es hermoso a su manera, pero no un buen presagio en cuanto a clima.
—¿Te gusta la lluvia? —Me acerco más hacia él—. Porque hoy lloverá.
—Lo sé. Lo ves en las nubes, ¿no? —Asiento con cierta curiosidad.
—¿Cómo sabes?
—Antes de pelear aprendemos supervivencia. —Permanecemos callados por unos segundos, intentando entrever en nuestras palabras la voz del otro. Sí; hemos hablado a la vez.
El silencio sigue al silencio durante unos segundos.
—¿Cómo sabías que preguntaría eso? —Marco me vuelve a dirigir la mirada con un gesto cansino. No contesta—. En verdad suena interesante —digo para hacer plática, pero Marco no contesta y no tengo intención de realizar un monólogo. Por este motivo acabamos marchando en absoluto mutismo, recorriendo los mismos pasillos que al medio día y cruzando por el frente de la cocina. Es entonces que la caminata se pone interesante; me señala a un lado y al otro cada puerta. Frente a las habitaciones no dice nada; al pasar por los baños tampoco habla; llegamos hasta un cuarto lleno de cazos y su boca se tuerce de un lado a otro por unos segundos.
Se resuelve a hablar.
—Curio se encarga de este lugar.
—¿Es médico? —No es que no lo supusiera, sino que me asombra que su verborrea no haya caído en esos derroteros. Tuvo tiempo de sobra.
—Es un poco de todo. —Muy a su pesar, sonríe.
Le muestro un sonrisa también y de inmediato borra la suya. ¡Vaya que es difícil de tratar! Me hace una seña para que avance a la par con él y me pongo a su lado al instante.
—Oye. —Parece que mi llamado lo impresiona, porque voltea como picado por una serpiente—. Deberías quedarte con esto.
Frunce el ceño contemplando mi «táctica» más arriesgada: le estoy extendiendo la tablilla que lo enfadó al medio día. Después de todo, el enojo es una emoción y la emoción es mejor que la indiferencia.
—¿De dónde...? —murmura—. ¿Dónde tenías esa cosa guardada? —interroga.
Yo amplío mi sonrisa como una media luna.
—Mira.
¡Es adorable! No pensé que alguna vez lo diría, pero tampoco pensé que lo vería sonrojarse de esa forma.
—No te deberías subir la túnica —dice sin apartar la vista, perdiendo el tono rojo de las mejillas al confirmar que no hay nada descubierto—. Es indecente —afirma de todos modos. Me río.
—¿Acaso no te fijas en la ropa que usas? —No ahora, por supuesto, pero apuesto la mano derecha a que también él ha usado prendas así—. La parte de abajo tiene varias capas de tela, ¿ves? —Las levantó una por una y, porque supongo que es lo mejor, me abstengo de alzar la última. Él parece sorprendido, como si todo este tiempo hubiera creído que era una sola tela doblada de quién sabe qué forma. ¿No puede ser, eso creía de verdad? Ahora la sorprendida soy yo—. ¿No lo sabías? —Niega con la cabeza—. Bueno, olvida eso. —Será mejor dejar ahí ese tema—. Preguntaste dónde guardé la tablilla. Mira. Até este extremo. —Señalo—. Y este extremo. —Apunto muy cerca del nudo—. Y estiré esto. Queda como una bolsa.
En realidad es más fácil coser una bolsa a la ropa (como hace la tribu del «charco rosa»), y ya lo he hecho, pero me cambiaron las prendas antes de la venta y tuve que improvisar para guardar la tablilla.
—¿Y no se cae? —consulta Marco. Por la cara que tiene, parece que si no fuera mi vestimenta metería la mano para asegurarse.
—¿Qué no sabes cómo funciona una bolsa?
No tengo que ser un genio para notar, apenas mis palabras abandonan mis labios, que suenan más hostiles de lo planeado.
Muy a su pesar, el bufido propio de una risa se le escapa.
—Sí, sé cómo funciona una bolsa. —Y no dudo que intentará imitar mi invento en cuanto se ponga una ropa de similar hechura. Quita el principio de sonrisa, pero, si pensaba seguir luciendo molesto, tiene que irse despidiendo de esa idea. Incluso hay un chispa de emoción en la forma en que alza las cejas antes de hablar—. Ven. Te mostraré donde vas a dormir.
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