IV
—Es de Marco. Una nueva esclava. —Me llevo la mano derecha por encima de la cabeza y deshago la operación a modo de saludo. La mujer a la que se dirigieron las últimas palabras me corresponde con una sonrisa—. Ella es Julia —explica para mí— y ella —dice y ahora me señala— es Fern.
—¿De dónde es ese nombre tan extraño? ¿Es flavina? ¿Sabe nuestro idioma? —Se me escapa una sonrisita por ese lado curioso de la mujer y decido que la quiero como amiga.
—El nuestro y muchos más. —La manera jocosa en la que él lo dice me demuestra cierto aire de complicidad entre los dos—. Y sí que lo es. ¿O no? —consulta mirándome.
—Sí. —No logro contener mi explicación por más de dos segundos—. En realidad mi nombre sigue el patrón del idioma flavino —explico con la velocidad de un trabalenguas. Julia asiente abriendo y cerrando sus gruesos labios hasta dejarlos en una sonrisa amplísima.
—Bueno, no los detengo más. Adelante. —Recoge el cubo de agua que había dejado y se pierde por los corredores del inmenso hogar. Curio me hace una seña para avanzar, dejándome ir delante y no para de hablar.
—¿Qué pasa entre ustedes dos? —Sus ojos se agrandan por un segundo, seguidos de una sonrisa que se va extendiendo a medida que los primeros disminuyen su tamaño.
—¡Y además perspicaz! Hice bien en elegirte. —Curvamos hacia la izquierda.
—¿Intentas distraerme para no responder? —Sus mejillas se colorean de forma ligera.
—No estoy cambiando el tema, solo no tengo mucho que decir. —Sus ojos se pasean de un lado a otro adquiriendo un brillo extraño en tanto que su sonrisa se agranda—. Julia y yo nos conocemos desde que teníamos tu misma... ¿Qué edad tienes?
—Dieciseis.
—Ella tenía quince. —El pasillo que ahora atravesamos es largo y está lleno de puertas, entradas sin trabas y una que otra cortina cubriendo otros accesos; al fondo puedo vislumbrar un jardín—. Era igual de bonita que ahora y, bueno, tú ya la has visto. Le pedí que se casara conmigo apenas tuve el permiso de mi amo.
—¿Y entonces? —Casi habíamos llegado al final del pasadizo, aunque yo me detuve unos segundos al preguntar eso; él siguió avanzando con una pícara sonrisa.
—Dijo que no. —Mi boca se abre por la sorpresa y Curio se ríe—. Eres muy fácil de impresionar. Bueno, ya llegamos.
—No, no, no, termina de contar. ¿Por qué se negó?
—Ella es... fuerte, decidida. Me dijo que no deseaba casarse siendo una esclava, y que solo aceptaría a un hombre libre. Yo ya había servido a los Valens por nueve años, así que mi amo prometió liberarme luego de 20 años más de servicio, al igual que a ella.
—¿Entonces ustedes se van a casar? —Curio vuelve a sonreír.
—Tal vez pronto. Pero nos estamos retrasando, entra al jardín.
Da por finalizada la conversación y extiende una mano invitándome a cruzar el umbral; con solo un paso se abre delante de mí una gama de colores chispeantes. Un decametro de caléndulas purpureas llama mi atención seguido de la salvia nemorosa que en un primer momento me entrega un olor acre, aunque este es eliminado al instante por las gardenias brighamii que dominan en ambiente. Más allá también hay lavanda.
—Vaya que les gusta el morado aquí, ¿no? —consulto señalando unas amapolas de ese color.
—En realidad, sí. —Caminamos entre las flores mientras él las va señalando y nombrando; he de confesar que las conozco todas, pero no podría quitarle el placer de hablar—. Y esa de ahí es medicinal, se utiliza para bajar la fiebre —comenta señalando una violeta—. Y esa de ahí se llama laurel benjamín. Como no es medicinal no tengo idea de qué hace.
Se pasa una mano por el pelo y seguimos avanzando hasta una banqueta.
—Que linda. —Se me escapa aquella impresión al ver el mármol perfectamente pulido y blancuzco del asiento.
—Y yo que esperaba que dijeras eso de las flores. —Se ríe con suavidad y señala el mármol—. Siéntate aquí y espera a que alguien venga por ti. —Levanta un poco la mano, pero solo la agita a un lado de la cabeza antes de girar sobre sus botines y desaparecer de mi vista.
Al estar sola vuelven a mi mente varios recuerdos, como la primera vez que escribí o la fiesta de mayo en la que le arrojé una uva podrida a una diana (si se lo preguntan, no di en el blanco). ¿Y qué tienen todas esas memorias en común? La presencia de mi cariñosísimo padre. Los recuerdos de sus enseñanzas y de aquella forma tan particular que tenía de alisarse la túnica dibujan una sonrisa en mi rostro que no se borra hasta el regreso de Curio, quien llega acompañado de otro par de pasos.
—¡Hola otra vez! —Le sonrío mientras se acerca—. ¿Con quién vienes? ¿No se suponía que alguien más vendría por mí?
—No, no, ese alguien era yo. Por favor sígueme. —Tiro de los pliegues de mi atuendo al levantarme, llevando aún la tablilla entre mis dedos, y fijo la mirada en la entrada, pues el ángulo no me permite ver quién está ahí. Avanzo un poco más estando atrás de Curio y salimos del jardín. Es ahí cuando se aparta—. Te quiero presentar a alguien.
Es un chico sin sonrisa o gesto. Me mira con total falta de curiosidad y yo solo atino a analizarlo como si de una estatua se tratara, del primer mechon café hasta la punta de los pies, que se encuentran enfundados en botas de verano hechas de piel.
—¿Es él? Lo imaginaba más grande. ¿Y dónde está su hijo? —El desconocido, a quién tomo por Valerio Quintus Valens, amplía un poco las órbitas de sus ojos y frunce algo el ceño; por todo lo demás permanece inanimado.
—¿Hijo? —A toda velocidad, la mente de Curio le da forma y sentido a mis palabras, llevándolo a esbozar una sonrisa—. Te equivocas, él es Marco.
—¿Pero y su padre? Los regalos se deben dar en persona.
Por años mi mayor relación con el mundo han sido los libros; por años no he tenido que enfrentarme a profundidad con emociones humanas ni con fallos como ese. ¿Que como sé que es un error? Viendo la mueca de dolor casi físico que realiza Curio por mis palabras. Mi nuevo amo se vuelve hacia él.
—Tiene razón —habla por primera vez exhibiendo un tono de voz sereno, agudo y con la vibración de una campana pequeña—, los regalos deben darse en persona. —Mira hacia mí y sonríe deshaciendo el gesto con la velocidad de una estrella fugaz—. Aun así dile que lo agradezco mucho.
—Ah, sí. —El chico lo despacha de inmediato con un gesto—. En seguida.
En cuanto Marco y yo quedamos a solas me replanteo como presentarme, pero él no me da al tiempo de hacerlo, solo toma la tablilla de mis manos; la examina con cuidado por unos segundos y me la devuelve. Por la forma fugaz de sus enfoques casi puedo asegurar que no la ha leído.
—¿Cuál es tu nombre?
—Fern.
—¿Eso es un nombre?
—Está conformado según las normas de lenguaje del imperio. —Hace un gesto desdeñoso muy breve.
—¿Y ese es tu nombre? ¿Todo tu nombre? —Probablemente mi rostro se vuelve un poco más rosáceo por unos segundos.
—Fermina Leonela, natural de Díminus. —Acabo cediendo.
—Es un nombre raro. ¿Estás segura de que es flavino?
—Absolutamente. —Me callo antes de soltar toda su etimología, lo que nos dirigiría hasta una narración de toda la historia del continente y sus alrededores. Marco hace una mueca y empieza a caminar.
—¿Y por qué lo acortas? ¿Qué es Fern? —El recuerdo me viene a tropel.
—Mi padre amaba los helechos y cuando yo era muy pequeña me decía que era bonita como un helecho.
—Pero los helechos son muy feos. —Mi rostro de añoranza se trasmuta en uno de ira hasta que levanto la cabeza y percibo la dulce inocencia de su comentario. Me encojo de hombros.
—A mí me parecen bonitos. —Dejo ese punto por la paz—. El caso es que cuando cruzó el mar descubrió que para los vérneos fern es el nombre del helecho. Cuando volvió a casa notó que Fern y Fermina se parecen mucho y empezó a llamarme así.
—¿Y tú lo aceptaste? —pregunta entre dientes. De alguna forma me contengo y le contesto de buena manera.
—Es que Fern me gusta mucho.
Él asiente.
—Te llamaré Fern entonces. Sígueme.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top