III
—¿Qué tenemos que hacer ahí? —Cuando mire hacia atrás, podré percatarme de lo afortunada que soy al haber visto ese lado de Nesttia. Se le nota asustada.
—Realmente no lo sé. Le preguntaré a alguien.
Los demás siguen mirándonos, así que giro un poco y le hago esa misma pregunta a una señora corpulenta de ojos bondadosos. Me mira con curiosidad, parpadeando, y luego sacía la mía. Agradezco y volteo hacia mi amiga.
—¿Y qué te dijo?
—Debes esperar a que se te indique para desnudarte y mostrar el cartel. Y esperar a que alguien te compre.
Nesttia asiente y la dejo perderse en sus pensamientos. Los ojos me pican un poco por las ganas de llorar, pero ya no sé por qué; yo no soy una prisionera que deja atrás a sus seres queridos, ni tengo un lugar mejor para estar que en el que estoy ahora. Quizás sea por eso.
El hombre calvo lleva continuamente la mano al látigo, aunque es obvio que no piensa sacarlo, y en la puerta al toldo trasero, que delante tiene la tarima, volvemos a ver a la mujer de la mañana. Nesttia se estremece y sus puños se aprietan.
—¿Qué opinas? —Le consulta otra mujer. Sus ojos de musgo relampagean entre nosotros.
—Se ven presentables. Será fácil venderlos. —Sigue mirando a medida que pasan y cuando es nuestro turno aprieta el brazo de Nesttia. Tengo que tomarla del otro para evitar una acción que pudiera lamentar—. ¿Por qué sigue con esa ropa sucia?
—Así lo quiso Tideo —explica la otra. La gorda mujer entra tirando del brazo a mi amiga y el hombre del látigo se adelanta.
—¿Sucede algo?
—¿Por qué lleva esa ropa maloliente? —La zarandea un poco más y, de no parar, alguien debería decirle que si cree en algún dios le rece por una muerte rápida.
—Es una vestimenta rara. No es una chica ordinaria y sería inútil mostrarla como una. Seguro la comprará algún apostador y la pondrá a luchar.
—¿Luchar? —Suelta a Nesttia, que se me echa en los brazos reforzando la incredulidad de la mujer.
—Déjate de preguntas inútiles y sal de una vez. —La mujer, de la que no sabemos el nombre, se marcha dejándonos en paz. Nesttia me pregunta entonces por la conversación y opto por decirle solo que el tal Tideo elogió sus habilidades de combate. Sus ojos brillan como las esmeraldas bajo el agua y charlamos largamente mientras los esclavos van saliendo a la tarima. Hasta aquí nos llegan las pujas de los hombres libres y las ventas de aquellos sin derechos. Y luego el hombre del látigo se acerca—. ¡Sal! —Me paro y Nesttia se para conmigo, pero así no funcionan las cosas.
—Es uno por uno. Solo espera tu turno, sal y obedece a lo que te indiquen. —Me abraza por última vez y recorro los escalones que me separan de la tarima con mucha prisa, casi con curiosidad hasta estar frente a la multitud. La rolliza mujer me presenta haciendo uso de todas las virtudes que hay escritas en la tablilla y también me hace desnudarme y girar a fin de dar una visión más completa. Mientras recita mis talentos, al no haberlos podido comprobar por si misma, me susurra diversas advertencias de lo que pasará si he mentido.
También recita, de manera más tranquila y confiada, que no poseo ninguna enfermedad problemática. Para ello se nos hizo revisar por un médico antes de llevarnos a aquella carpa de antes.
Uno de los hombres se muestra interesado en mí, ofreciendo una cantidad de peiks algo grande; se sube a la tarima y examina, sobre todo, mi cabello. Papá siempre decía que era un rasgo muy notorio y tenía, como siempre, mucha razón. Pienso que aquel hombre será quien me compre, pero una mujer, interesada en mis habilidades en el hogar, según su propia declaración, también ofrece una puja que el primero no puede superar. Baja de la tarima y la señora hace ademán de subir, siendo cortada por otro señor que ofrece peiks de una forma escandalosa. La vendedora casi salta en su lugar y, como nadie más sube la oferta, me vende sin dudarlo.
—Baja. —Me ordena de malas maneras y la obedezco de inmediato.
El hombre que me ha comprado es una persona muy alta y de rostro severo a la vez que gentil. A medida que bajo, de nuevo envuelta en mi túnica, veo la tarima con la esperanza de que Nesttia salga. Quiero despedirme, pero no le toca a ella el turno y yo tengo que acercarme al hombre que, una vez entrega el precio en una bolsa de monedas, se aleja un poco de la sofocante multitud.
—¿Cuál es tu nombre? —También él lleva una túnica, de color amarillento, y su cabello negro refleja el poco sol del mediodía invernal.
—Fern. Me llamo Fern. —Se sorprende bastante por eso.
—De modo que no eres de aquí.
—Sí lo soy.
—Fern no es un nombre flavino.
—¡Pero si está formado según nuestras normas de lenguaje! —comento creyendolo obvio. Mi padre me había hablado largo y tendido del tema cuando tenía siete, a fin de que entendiera mejor el resto de lenguas. El hombre parece no entender, pero no me dice nada.
—Entonces eres flavina. ¿Siempre has sido esclava?
—No realmente. —Él asiente.
—Yo sí, desde que era niño. —Se ríe de mi rostro de asombro, sabiendo, supongo, de antemano que tendría esa reacción, y tengo que darle otra larga mirada de inspección. Agito la cabeza de un lado a otro, pensando que mi nuevo amo intenta gastarme una broma. Él suspira resignado—. Mi nombre es Curio y hace poco se me dio la libertad. —Lo miro sorprendida y con mucha curiosidad.
—¡Suena a una gran historia! —Caminamos mientras hablamos.
—Te gustan mucho las historias, ¿no es así? Sabes leer, ¿verdad?
—Sí, sí sé. —De repente me siento cohibida por mis palabras, pero él está conforme con ellas y no deja de hablar en todo el camino. Me cuenta prácticamente toda su vida y, de ser sincera, es algo que vale la pena escribir en su momento. Y luego llega mi turno de hablar—. Aprendí a leer gracias a mi padre, Lionel Aurelio, natural de Díminus. —Curio, cuyo rostro desde ese momento me confiesa que no sabe guardar sus emociones, pone una mueca de hombre que conoce a cada individuo en la ciudad y se mantiene en silencio durante unos minutos.
—¿El investigador? —Asiento con fuerza.
—Sí, él.
—Entonces debes ser muy lista —concluye—; me alegra haberte escogido. Ahora que lo pienso, no te he comentado nada de tus nuevas funciones. En realidad eres una especie de... obsequio. —Aquella forma de decirlo me saca una sonrisita.
—¿De quién a quién? —Sacude un poco las manos para ordenar sus ideas. Hace ya mucho hemos dejado el centro de la ciudad y, aunque no sé la ruta, puedo imaginar que estará más lejos que mi antigua casa. Estoy segura de que habrá varias casonas a nuestro paso y poco a poco se me confirma.
—De mi amo... —Se corta violentamente repasando sus palabras—. De mi antiguo amo... No, eso tampoco es correcto...
—¿Para quién trabajas?
—Para el concejal Valerio Quintus Valens. —Mi expresión hace reír de nuevo a Curio.
—¿Eso es verdad?
—¿Por qué no habría de serlo? No debería ser tan sorprendente para ti, ¿no era tu padre el favorito del emperador?
—Eso es diferente —comento envalentonada por la ausencia total de transeúntes en el camino—, todos saben que el emperador no tiene poder alguno.
Curio se sonríe.
—Supongo. El caso es que ahora estás al servicio de Valerio Quintus Valens. O mejor dicho, de su hijo.
El hombre que, ya he decidido, será pronto mi amigo parece creer que esas palabras necesitan ser procesadas, pues su parloteo insesante y desorganizado cesa durante lo que queda de camino y yo, inevitablemente, me pongo a pensar.
Uno es quien es. Pienso en libros.
He leído manuscritos demasiado dispares durante mi vida: desde astronomía hasta cuentos de magia imposibles. Y algo que tienen en común, y que me fascina, son las estrellas.
Estoy caminando hacia un lugar que no conozco para servir como esclava a gente que no conozco y de verdad quisiera tener entre mis manos mi libro favorito de estrellas.
Me gustaría ver el precioso cielo estrellado que sé que aguarda la noche y que no puedo dejar de comparar a mí. Ahora soy una esclava, pero no tengo idea de como debe sentirse aquello. Soy algo y no puedo verlo, y el cielo siempre será estrellado aunque no pueda ver las estrellas.
Justo cuando elevo la mirada por reflejo me topo con el hogar de los Valens frente a mí; es enorme, mas no solemne, y reluce con un pálido brillo blanquecino. Recorro con la vista el panorama, la soledad y la luz cálida del sol. Disfruto del mundo con menos libertad que nunca y con más de la que he tenido alguna vez; ¿eso tiene sentido?
Los libros no lo dicen. Nunca me han preparado para este momento. Los libros no te dicen qué hacer, ni qué sentir, cuando eres un regalo para alguien.
Mi padre tampoco me lo ha contado nunca, no me habló de ello cuando vivía (no hubiera sido un tema de conversación normal) y aún así estoy frente a la enorme casa más dispuesta a sonreír que a llorar.
Aunque, siendo justa, ya lloré demasiado en los días anteriores.
Papá dice (sé que es «decía», solo que no me acostumbro todavía) que los mejores libros son concisos, sin florituras ni distractores, pero una vida no es un libro y yo suelo divagar e irme por las ramas.
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