II
—¡Fern! —Nesttia prácticamente se me echa al cuello cuando salimos—. Esa mujer es tan rara. —Sé lo que vi ahí dentro, pero la sorpresa me obliga a verbalizarlo.
—¿Tenías... miedo? —Paso una mano por su cabeza en un intento de tranquilizarla. El temor es la emoción más difícil de hallar en el rostro de un efesio, pero ahí está.
—Sí. —Me confiesa entre dientes mientras seguimos al resto—. Quería apartarme y sabía que no debía hacerlo. Realmente tuve miedo de no poder contenerme. —Parpadeo un par de veces mientras proceso la nueva información.
—¿Tenías miedo... de eso? —Ella asiente con solemnidad y hago otro tanto, pero una sonrisita se desliza por mi rostro y acaba convirtiéndose en una sonora carcajada—. Decididamente los efesios tienen los miedos más raros. —Sus mejillas se colorean—. Pero haces bien. Ahora vamos.
Corremos para alcanzar al grupo, que a cada paso nos deja más atrás, y podemos notar como los esclavos se adentran en una construcción bastante modesta para su ubicación en la capital. Quedamos con la boca abierta ante lo que ahí se encuentra.
—¿Qué es este lugar?
—Un baño, supongo. —Como casi cualquiera en el imperio, yo estoy familiarizada con las termas y he visto esas tinas en más de una ocasión, pero en ese lugar se agolpan de una forma incómoda de ver, presagiando que tendremos que usarlas al mismo tiempo. Nosotros llamamos salvajes a los pueblos periféricos, sin embargo, Nesttia arruga la nariz en cuanto comprende la situación.
—¡Hagan una fila! —exige un hombre calvo. Lleva un látigo atado en el cinto, pero incluso para mí es obvio que no ha sido usado en mucho tiempo y Nesttia me lo confirma esbozando una sonrisa al verlo. Le repito la orden en su idioma y ella me sigue—. ¡Desvístanse!
Nesttia me mira espectante y una especie de incomodidad se hace presente en mi, más que nada porque imagino de antemano su reacción. Por suerte no tengo que contestarle con palabras, pues basta una seña alrededor para que ella lo entienda. Hace una mueca de asco pero, muy despacio, empieza a obedecer.
Mientras ella desata las cintas de sus exóticos ropajes, yo retiro con cuidado la túnica de mi cuerpo y, solo con la vista, recorro con curiosidad el resto del lugar. La mayoría de los esclavos seguro ha nacido en esa condición, inclusive puede no ser su primera vez en el mercado; eso explicaría su actitud parsimoniosa. Cuando algunos de ellos terminan, un varon flacucho y dos mujeres, el hombre del látigo los insta a meterse en las tinas; obedecen de inmediato.
—Ya terminé... —Me susurra Nesttia, temblorosa. No pude evitar examinarla asintiendo; cicatrices de todo tamaño cubren su cuerpo tostado y aun así se ve dulce con aquella expresión trémula. Le insto a avanzar y ya que somos las últimas el hombre del látigo se encarga en persona de nosotras, observándonos atentamente.
—Métanse. —Nos señala dos tinas vacias. Por si acaso me vuelvo hacia mi nueva amiga y repito en efesio—. ¿Qué lengua es esa?
Tiene un hablar brusco, aunque su garganta se niega a los sonidos demasiado roncos. Hace ademán de acercarse a Nesttia y eso me pone nerviosa. Ella no retrocede un ápice.
—De Efés. —Él hace un gesto desdeñoso y vuelve a señalar el agua. Una vez dentro, mi nueva amiga pone una mueca por el frío, forzándome a reír con ganas. Pasan varios minutos—. ¿Cuándo salimos? —Ante mi pregunta, el hombre se vuelve hacia Nesttia, que parece haberlo interesado sobremanera, y alza uno de sus brazos. En el proceso le descubre parte del pecho, pero no se preocupa por ello. Pasa una de sus manos por aquel brazo, mientras su dueña intenta mantenerse impasible, y me la muestra como muda explicación. Aún está sucia—. Perdón. —Le pido en nuestra mutua lengua por lo que mi pregunta causó.
—¿Cuándo podremos salir?
—Eso fue lo que le pregunté. Antes tienes que lavarte el cabello y quitar toda la tierra y el polvo. —Le explico cómo hacerlo en pocas palabras, bajo la atenta mirada del hombre, y mientras intercambiamos preguntas—. Ustedes no hacen las cosas así en Efés, ¿no?
No es que no lo sepa, solo intento entretenerla con cualquier cosa. Ella niega con la cabeza.
—Nos lavamos en las cascadas.
—¿Como la de Hion? —Se detiene por un momento y luego ríe.
—Como la de Hion. —Pasan unos segundos—. ¿Aquí hay lagartos? —Parece que no soy la única con interés en una conversación trivial.
—No desde hace cuatrocientos años.
—Yo solo he matado a un lagarto dos veces en mi vida. Uno era muy pequeño y me regañaron por ello, pero la siguiente vez eran dos y muy grandes.
Tardamos poco más en las tinas, mientras ella me explica los pormenores. Me levanto y salgo para secarme; cuando giro hacia ella sus mejillas están sonrojadas. El hombre del látigo da una patada a la tinaja donde está Nesttia, lo suficientemente fuerte para ser un aviso.
—Sal.
Le repito la orden, aunque la acción del hombre deja poco a la imaginación, y ella obedece empezando a secarse con la toalla. Parece que poco más y se abalanzará sobre él para rebanarle el cuello, cosa que no me extrañaría de una efesia.
—¿Por qué me mira así?
Lo analizo. No hay lascivia en su mirada. La suya es una expresión reservada para los problemas de cálculo y matemática. Toma uno de los carteles en su mano y escribe con la caña.
—Está buscando cosas que apuntar.
—¿Apuntar? —Vuelve a echarse encima la tela de sus ropas. Creo que el hombre la detendrá cuando hace una mueca, pero la deja terminar de atar las cintas de aquellas prendas polvorientas. Incluso así el cambio es notable.
—¿Qué talentos tienes? —me consulta con la otra tablilla en la mano.
—Sé hacer todas las tareas domésticas. —Él hace una mueca.
—¿Cómo se retiran las espinas de un pescado?
Sonrío. Es una buena pregunta.
—Colocando el cuchillo en posición horizontal entre la espina dorsal y la carne. —Parece complacido con mi explicación. El pescado es un alimento fácil de conseguir, pero muy poca gente quita las espinas al prepararlo.
—Bien —replica con voz monocorde. Apunta en el cartel mientras yo me coloco la túnica y se vuelve hacia Nesttia—. Pregúntale. —Asiento y así lo hago.
—¿Habilidades? Soy buena..., ya sabes, matando. —Asiento despacio. Al menos las cicatrices que el hombre seguro ha visto me servirán de aval al contestar.
—Es una excelente guerrera. —Él hace una mueca, se pasa una mano por la calva y gira hacia afuera con la misma expresión de hastiado por la vida.
—¡Alair! —El grito, aumentado al rebotar por las paredes, llega fuera y un joven contesta a él con su sola presencia. Lo habíamos visto al entrar. Mantiene la lanza bien sujeta y cubre su cabello, algo rizado, con un casco de bronce. Ambas alzamos la cara para mirarlo por completo—. Lucha con ella.
—Quiere que luches contra él. —Mi explicación parece satisfacerla, pues asiente con una franca sonrisa. El chico duda.
—¿Qué no me oyes? —inquiere el hombre del látigo consiguiendo que Alair incline el arma mostrando el filo a su oponente. Casi espero ver a Nesttia batiendo palmas cuando se le extiende una lanza de igual corte.
—Nunca había estado tan cerca de una —murmura embelesada. La agita y pesa; cuando parece que la aprueba, le da vuelta y avanza.
Alair, desconcertado como solo puede estar un soldado al ver que le atacan con el extremo romo de una lanza, retrocede permitiendo que un golpe impacte contra su estómago. Muy probablemente desea portar la armadura, que le habría protegido tanto de ese como de los tres ataques que luego llegan. No puedo saber que tan bueno es en su área, porque otro golpe le arrebata el aire, consiguiendo que caiga de rodillas. El hombre calvo no se inmuta, solo escribe en la tablilla correspondiente. El muchacho jadea.
—¿Estás bien? —Cuando me adelanto para preguntarle aquello sus ojos dejan de parpadear, subiendo hacia m8. Se para de inmediato, con las mejillas sonrosadas, y solo espera suplicante un ademán del hombre del látigo para escapar por la puerta con el arma en mano. Lo que opina el hombre acerca de él, se lo calla.
—¿Y ahora qué...? —Nesttia inicia su pregunta llevando frente a mí la lanza, pero el hombre se la arrebata en ese instante, dejándola en su sitio anterior. Ella hace una mueca—. Ni siquiera la había visto bien.
—Quiza algún día —le comento riendo. Algunas tablillas esperan todavía ser llenadas, pero toda actividad de ese tipo ha quedado relegada después de aquel breve combate. Sin llegar a exagerar, cada par de ojos en la construcción está posado sobre la vencedora, que no se da cuenta de ello. El hombre del látigo ordena seguir y en poco tiempo las cosas vuelven a marchar.
Se nos enfila y, con un cartel en nuestras manos, marchamos hacia el mercado de esclavos, que está a pocos pasos de ahí.
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