Reunión de lobos
Rhysand contempló a los alrededores, respirando de alivio al ver que ya estaban montando las tiendas de descanso y primeros auxilios. Cassian estaba a su derecha, chorreando sangre ajena, haciendo que el título de General Asesino tuviera más sentido que nunca. Azriel estaba menos desastroso, pero lo había enviado a que lo revisaran luego de que notara que una de sus alas estaba dañada, nada grave, pero habían visto lo que una pequeña herida de ese calibre podría hacer si no se la trataba de inmediato.
Sus ojos fueron directamente hacia el Medio, a las montañas que se alzaban imponentes frente a ellos, inalteradas por el frío. Por suerte, la tormenta de nieve había pasado, dejando que un poco de fría luz de sol cayera sobre ellos. Su corazón se había alterado por un momento, sus instintos habían tomado parte de su ser y se encontró masacrando a todos los soldados enemigos que tenía alrededor para poder detectar qué le ocurría a Feyre. Un muro de silencio e, instantes después, una sed de sangre se apoderó de ambos.
Ahora no quedaba más que un ligero rastro de satisfacción.
—Perdiste el control por un momento —le dijo Cassian.
—No tengo idea qué pasó —confesó, sus ojos todavía fijos en el Medio—. Creo que sabremos bien qué ocurrió una vez regresemos a la Corte.
Mordisqueó su uña, anotando a toda velocidad las ideas que iban pasando por su cabeza. El grito de alegría que había querido soltar cuando se encontró con unas runas que parecían ser las que había descrito Feyre apenas se había mantenido dentro de sus labios. Simplemente había echado los brazos hacia el cielo, danzando brevemente en el lugar mientras se ponía manos a la obra y empezaba a anotar las posibles traducciones y la forma en la que podrían deshacer los efectos.
Estaba tan centrada en sus notas que no notó la presencia a su lado hasta que la silla libre se deslizó sobre el suelo, haciendo que su cuerpo entero se tensara. Feyre le ofreció una mirada de disculpa mientras se acomodaba, mirando las hojas que Gwyneth había llenado de tinta en los últimos días. Sus ojos se dirigieron a unas que estaban a un costado, leyendo con atención mientras Gwyneth retomaba lo que había dejado. Chasqueó la lengua al notar que había una marca en la hoja, una que se podía disimular, pero ella seguiría viéndola más tarde, si es que alguna vez consultaba de nuevo aquellas notas.
—Siempre me sorprende tu conocimiento, Gwyn —comentó Feyre, apenas un susurro. Gwyneth se encogió de hombros, sintiendo que sus mejillas se coloreaban un poco.
—Nada que siglos de encierro no puedan arreglar —dijo, esbozando una sonrisa de medio lado. Feyre se tensó ligeramente, como si estuviera temiendo lo que fuera a decir después. Dudaba que conociera al detalle su historia, no de la manera en que Nesta y Emerie lo hacían, pero nadie era ignorante de aquella noche que había pasado en Sangravah—. Si no me equivoco, son una mezcla de lenguas originarias de Prythian y del Continente. Habría que averiguar cómo se las debe trazar para que sean efectivas.
La illyriana asintió, sus ojos pasando de una línea a otra, leyendo cada trazo con atención.
—Haré la prueba en unas horas, así puedes terminar lo que tengas que hacer —le informó, señalando con el mentón el papel que estaba trabajando—. Crole está llamando a las Sacerdotisas que tenemos, por todo el asunto del Caldero... —se mordió el labio—. Nesta me dijo que podías refugiarte en Velaris, así como las otras que no quieren saber nada sobre Hybern.
—¿Qué asunto del Caldero? —preguntó, Gwyneth, ignorando por completo lo último, pese a que todo su cuerpo parecía haber sido sumergido en aguas heladas.
—Parece que están utilizando su magia y hay algo... raro. Creemos que un equipo de Sacerdotisas sería nuestra mejor arma contra eso.
No hacía falta tener poderes para leer la mente para que Gwyneth supiera más o menos qué estaba pasando por la cabeza de Feyre. El Caldero era uno de los temas que Catrin había estado investigando antes... El recuerdo era algo vago, así como la información que iba en mayor profundidad. Los mitos se referían al Caldero como una forma de comprender el lado creador de la Madre, aquel caos que ella había encerrado en ese objeto místico para que la realidad que conocieran fuera ordenada, pese a que algo de su descontrol se escapaba por los bordes, como si fuera una sopa a la que no habían sacado del fuego. El Libro de los Alientos era una forma de controlarlo, una forma de poder dejar el caos en orden, ¿no?
Mordió el labio inferior, jugueteando con este mientras intentaba recordar algo más, un detalle que se le estaba quizás pasando por alto.
—Sinceramente... Lo voy a pensar, gracias, Feyre —dijo al final, sonriendo al mismo tiempo que la Capitán dejaba la hoja sobre la mesa y se desperezaba. La escuchó decir que tenía que ir a terminar el trato con el Tallador de Huesos—. ¿Desea que le deje las notas en algún sitio?
—Si puedes... Podrías dejarlas allí —dijo al cabo de un momento de vacilación—. Si puedes asegurarme de que es difícil encontrarlas, no tengo problema en volver por mi cuenta.
Gwyneth asintió con la cabeza, empezando a acomodar los libros que no necesitaba.
—Aquí tienes. —Sacó el espejo Ouroboros de su bolsillo, haciendo que los ojos violetas de Tallador se abrieron de par en par, como si no hubiera creído que realmente fuera a hacerlo—. ¿Contamos contigo, entonces?
Los dedos de él se cerraron sobre a los costados del marco, su mirada fija en el reflejo que iba creciendo a medida que lo hacía el espejo. Contempló cómo una sonrisa tiraba de sus labios mientras lo apoyaba contra la pared más cercana, e incluso así, Feyre fue incapaz de ver lo que había en aquella superficie. Se relamió los labios, contó en silencio hasta que volvió a tener la atención del ser, quien le dijo que sí, que tenían un trato.
Una nueva marca empezó a arder en su espalda, justo por encima de la de Bryaxis. Dejó salir un suspiro de alivio mientras él le decía que tenía que llamarlo por medio de la marca para que él pudiera ir a donde estaba dándose la batalla. Asintió, conteniendo el impulso de estrecharle la mano o algo, retirándose en silencio hacia la entrada, luego deslizándose hasta la Biblioteca de Velaris. Apenas habían pasado unas horas, y nadie se volteó a mirarla cuando descendió hasta el piso en el que había estado Gwyneth.
No se consideraba nadie en particular para emitir juicios sobre dónde, cómo, cuándo o qué, pero sí que era notable la facilidad con la que Gwyneth parecía encontrar sus sitios tranquilos en donde las sombras eran más... ¿intensas? Sitios donde ella, definitivamente, no podría estar si no hubiera considerado que era el mejor puesto para ocultarse ante un ataque, el mejor espacio para dejar que sus ojos vieran en toda su plenitud. Gwyneth parecía ser la encarnación de un rayo de sol de verano, brillante y cálido, con esa elegancia que recordaba a la corriente de un río, pero siempre la había visto cómoda en los rincones que el resto evitaba como la peste.
Como lo había prometido, las hojas con todas las anotaciones seguían en la mesa, listos para que las usara cuando quisiera. Recorrió una vez más la caligrafía mientras bajaba las escaleras una vez más, abriendo la puerta con cuidado y mirando en todas las direcciones. Respiró hondo, notando una conocida fragancia metálica y olor a humedad que no hacía más que acentuar el primero. Tragó saliva, dirigiéndose con toda la seguridad que podía reunir, sin dejar que el temblor de sus manos o de su corazón fuera evidente o la dominara. Ya había visto a otras dejar que eso pasara, los resultados podían ser tan buenos como calamitosos, y ella no estaba para permitirse el lujo de cometer errores graves.
—Espero sus órdenes, Señora de las Estrellas.
Curiosamente, el título sonaba más reverencial de lo que había esperado en un primer momento. Cuadró los hombros y empezó a trazar la runa de color castaño con algunas manchas violetas.
El Muro había caído. Eso lo podían ver todos con claridad. Uno de los espías había ido a reportarle a él de inmediato aquello, pero lo inquietante no era la falta de lo que había sido una barrera de seguridad para el mundo, mortal, sino lo que había del otro lado. No tenía idea qué esperaba, pero definitivamente no una aldea tan vacía que le daba la sensación de estar en uno de los anteriores campos de batalla, los que habían tenido lugar tan cerca de aldeas o ciudades que no habían dejado gran parte de las construcciones en pie.
—Hay un sujeto que desea hablar con usted, Señor —dijo uno de los guardias, empujando a un humano que por poco no se cayó con todo el rostro al suelo. Lo vio lanzar una mirada molesta mientras se acomodaba la ropa y enderezaba la espalda, dejando a la vista un rostro lleno de cicatrices, como si le hubieran cosido la piel. Frunció el ceño, intentando recordar dónde lo había visto a aquel humano, ¿y por qué sus ojos le resultaban tan inquietantemente familiares, al punto de sentir que palidecía?
—Nunca creí que podría decirlo, pero, han pasado unos cuantos siglos, Rhys —empezó el humano, esbozando una sonrisa de medio lado que podía definirse únicamente como problemática—. Es bueno ver que has seguido adelante con tu vida. Alguien comentó por ahí que te casaste, ¡felicidades! Bah, creo que podemos decir eso. No importa.
—¿Jurian? —preguntó al final, mirándolo con toda la atención que podía. Tenía el mismo aire desenfadado que de más joven le había parecido el apropiado, antes de la Guerra, por supuesto, esa forma de meter las manos en los bolsillos que hacía pensar en que estaba queriendo buscar algo en el fondo de los mismos. La sonrisa que le dio fue absoluta.
—Bien, por lo menos la mente no te ha fallado luego de tantos años, ¿eh? —dijo, dando un paso hacia adelante, palmeando su hombro una vez. Un gesto de su mano detuvo a los guardias que ya se encontraban avanzando peligrosamente hacia Jurian, quien no parecía alterado en lo más mínimo—. Un gusto volver a pelear a tu lado.
—¿Disculpa?
—¿Tu mujer no te lo comentó?
Rhysand abrió y cerró la boca un par de veces antes de decirle que apenas había tenido tiempo para poder conversar con ella.
«Tengo un par de aliados de mi lado, dime cuándo y los llamo». Justo cuando empezaba a intentar alcanzarla. Dejó que el recuerdo de Jurian se deslizara por su mente, ganándose una especie de sobresalto y una seguidilla de insultos que casi le arrancaron una sonrisa. «Iba a investigarlo antes de decirte si era o no de confianza», fue su respuesta.
«Feyre, querida, con que me hubieras preguntado sobre él, ya habría enviado a los subordinados de Azriel para conseguir la información necesaria», rio para sus adentros. Ella soltó un suspiro mientras le avisaba que iba a dirigirse una última vez al Cuartel, y luego quedó el silencio absoluto.
—Debo admitir, Rhys, que no esperaba encontrarme con una bonita guerrera como esposa tuya, te veía más con alguien de modales impecables y sonrisa amorosa —empezó Jurian, haciendo que Rhysand esbozara una mueca educada de malhumor.
—Una hembra capaz de esgrimir una espada es igual de ideal para mí que una como la que describes —contestó.
Jurian asintió una vez con la cabeza, como si hubiera comprendido todo lo que decía y lo que no. Soltó un suspiro, ordenando que prepararan el campamento, listos para cualquier ataque.
La isla de Cretea se mantenía en silencio, completamente abandonada a merced de la naturaleza. Se podía escuchar un lejano sonido de tambores, como si una tribu estuviera entonando sus mejores cantos para una batalla, bailando para que los dioses vieran la agilidad de sus cuerpos, lo bien que imitaban a las bestias que los atacaban, y les dieran la fuerza necesaria para ir y triunfar.
Una bandada de pájaros salió volando. El aleteo competía con los tambores, como si necesitaran mover el aire para que este fuera más puro, más claro. Se movían como si dos manos se hubieran estrechado a la distancia, sellando un pacto que el mundo entero temía. Plumas de fuego cruzaron el cielo por última vez.
La ciudad que había en el corazón de Cretea pareció temblar, como si la isla fuera una inmensa criatura que estaba saliendo de un largo letargo. Los rayos de luz se colaban entre las ramas, bailoteando entre las hojas hasta que se posaban en plumas multicolor que parecían destellos. El silencio poco a poco dejaba paso al sonido de alas que se movían, no con el sonido fuerte de los pájaros, sino el de cientos de alas enormes que empujaban el aire por debajo de ellos.
Contaban las leyendas que las Valquirias habían sido las que habían combinado varias estrategias de los distintos ejércitos de Prythian, incluso fuera de aquella isla. Las maniobras en el cielo de los illyrianos, la supervivencia de los cretanos, cuyas alas pesadas rozaban el suelo con sus plumas con el paso de los años.
La belleza de aquellos seres era un tópico debatido por muchos artistas de Prythian, quienes los mostraban como un contraste entre la belleza de la fuerza bruta de los habitantes de las montañas del norte, dándoles rasgos suaves pero letales. Otros los consideraban seres de una raza que nada tenía que ver con ellos, una simple coincidencia que poseyeran alas emplumadas y que varias veces en la historia fueran conocidas varios integrantes de la familia de los Faesgar habían terminado casados políticamente con alguno que otro miembro de las familias más importantes de los cretanos.
Durante la Guerra habían escuchado las alas y los gritos de guerra de los Serafines, el ejército que iba codo a codo con las fuerzas de Illyria. Los mismos gritos que empezaban a resonar por los cielos mientras las alas agitaban el aire y, como una inmensa nube, avanzaban en formación hacia Prythian.
—Nunca creí conocer a alguien que tuviera la capacidad para plantarse de esa manera frente a Koschei.
—No es una habilidad que cualquiera posea. Así que tienes toda la razón para estar sorprendida.
—Sorprendida es lo de menos, agradecida es lo más apropiado para describir lo que siento. Ahora, dime, ¿qué es lo que has dicho respecto a las Reinas Mortales? Me gustaría saber qué han estado haciendo durante mi ausencia.
Entró a la oficina de Crole todavía ajustándose las últimas piezas de la armadura, mirando hacia la carta que la General mantenía frente a ellos, mirándola sin expresión alguna en su rostro. Nesta se acercó, leyendo con cuidado las palabras que habían allí. Un suspiro de alivio salió de sus pulmones cuando terminó de leer el contenido. A tiempo, habían decidido a tiempo.
La voz de la General no tardó en darle las órdenes, saliendo del despacho luego de tirar la carta al fuego, sin voltearse a ver cómo ardía. Las Valquirias zumbaban a su alrededor, terminando con los últimos preparativos. Emerie la saludó a lo lejos, vestida con el uniforme de la unidad especializada en arquería.
—Nos faltan las Sacerdotisas que puedan controlar al Caldero —informó Crole. Nesta simplemente asintió, preguntándose si las Sacerdotisas de Sangravah serían lo suficientemente valientes como para ir a la guerra. Quería pensar que Gwyneth sí, que iría con la frente en alto demostraría a Hybern que había logrado superar el miedo que les causaba su nombre en un momento.
Salieron hacia los establos, subiendo a los pegasos que ya estaban asignados para ellas. Con un chasquido de la lengua, empezaron a avanzar, sabiendo que las Sacerdotisas que faltaban podrían alcanzarlas en cualquier momento. Por el rabillo del ojo, Nesta distinguió a Feyre alzando vuelo con su División, una nube gigantesca de murciélagos que causaba sombra sobre todos ellos.
Avanzaron, todas con la frente en alto, sin una bandera que cargar más que las armaduras de las Valquirias, con los ojos en el horizonte, listas para que el mañana las golpeara con toda la fuerza que tenía, que fueran las rocas contra las cuales rompían las olas. Iban con un paso marcado, con los pegasos a pie, así como lo hacían gran parte de las que integraban la División Aérea y la Terrestre. Una parte de ella se preguntaba si Elain volvería y si estaría con la armadura puesta, lista para tomar un mando que odiaba, pero el cual era lo que debía hacer por esta vez.
Avanzaron, dejando que las barreras del Cuartel fueran algo lejano, un campo de fuerza que cuidaría de las pocas que se habían quedado allí, vigilando y listas para defender con dientes y garras.
A lo lejos, un atardecer rojo anunciaba el comienzo de la Noche. Nesta solo esperaba que el amanecer no llegara antes que ellas lo hicieran a donde desembarcaría Hybern.
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