Legiones

Elain perdió la paciencia al tercer día, preguntándose por qué se molestaba en seguir intentando mostrarle razones a su sangre por qué Hybern era una mala opción, que debían defender a Prythian, pero era en vano. Decidió que podría visitar a sus padres, ya que estaba cerca y definitivamente necesitaba recordar qué era una familia, qué era un lazo que realmente valía la pena mantener.

Corrió entre los árboles hasta llegar a la casa deteniéndose a unos pocos pasos para poder quitarse la piel de encima, volviendo a enderezarse. Se tomó un momento para disfrutar de la sensación de plenitud, de las flores que había plantado y su madre vigilaba que siguieran creciendo correctamente. Una sonrisa relajada, no como las que solía tener, tironeó de sus labios, recordando los años que había pasado allí, sus hermanas, todo lo que se sumaba a aquella experiencia, a las risas y las peleas que todo hermano tenía, ¿verdad? Tocó la puerta una vez antes de asomarse por la misma, encontrándose con una de las dos criadas que sus padres tenían yendo a abrir la puerta.

—Bienvenida, señorita Elain, ¿desea hacer saber a los señores de la casa que está aquí? —preguntó Fresa, una dríada que había aparecido poco después de su llegada a la familia. Sus orejas eran largas y puntiagudas, con el cuerpo cubierto por hojas enormes que tomaban la forma de un vestido. Su piel de un rosa casi blanco estaba salpicada de enormes pecas.

—Sí, muy amable de tu parte, Fresa —dijo, terminando de entrar y cerrando la puerta a sus espaldas. La dríada giró sobre sus talones, encarándose hacia el salón de té, anunciando que había llegado.

—¡Eli! —escuchó que chillaba Andrew, dejando sus juguetes en el suelo antes de correr hacia ella, abrazando sus piernas. Su corazón pareció ensancharse al devolverle el gesto, como si también quisiera envolverlo en aquella alegría que la invadía como un fuego.

Dejó que la condujera hasta el sillón que estaba cerca de sus padres, quienes se pararon para abrazarla antes de ofrecerle un poco de té. Disfrutaba de la sensación que todo aquello traía, de la calidad y la tranquilidad que se iba colando en sus huesos, como una caricia. Inhaló el aroma que salía de su taza, detectando un poco de manzanilla, menta y jazmines, y dio un sorbo para probar.

—¿Cómo has estado, querida?

—Ya sabes, como han sido las últimas cinco décadas —respondió, dando otro sorbo y echando una mirada de reojo a Andrew, quien jugaba en su rincón, haciendo los ruidos de la pelea que llevaba adelante el juguete principal y los enemigos del mismo—. Ahora estamos queriendo juntar fuerzas que estén fuera de las Cortes. De momento, creo que no estamos teniendo suerte —confesó, mirando el humo que seguía elevándose desde la taza. Las volutas danzarinas se convirtieron en alas que se extendían por un momento, danzando en el aire antes de caer en picada. Parpadeó y vio una corona que ardía sobre una cabeza, fundiéndose con un cabello que dejaba salir plumas que se deshacían como las chispas que salían del fuego que ardía en las chimeneas.

—¿Oh? ¿Y qué piensas que podrías hacer?

Elain escuchaba a su padre, podía ser capaz de darle una respuesta, pero sus ojos no miraban realmente. Necesitaba el tablero, necesitaba empezar el juego que Nesta y Feyre podían jugar hasta que tuviera una idea más clara de lo que necesitaba hacer, hacia dónde tenían que ir. Jugueteó con sus manos, como si así pudiera encontrar algo, organizando las ideas que iban de un lado a otro. En algún momento su padre debió de ver lo que necesitaba, pues frente a sus ojos apareció el primer tablero que habían usado, uno que tenía marcas por doquier de tantas cosas que molestaban, muescas que habían hecho en medio de acaloradas discusiones, o por los nervios al no poder encontrar una salida.

Tomó sus fichas, colocándolas como si sus hermanas estuvieran allí, aunque seguramente la mayor parte de la información que contenía ya era vieja. Acomodó las piezas con una flor de cuatro pétalos tallada con lo que se podía reconocer como una mano que todavía estaba aprendiendo a manejar las herramientas para crear arte. Puso unas en el Medio lleno de nudos de la madera en la que había sido tallado todo aquello, una en la Corte de la Primavera con lo que se podía asumir que era un ciervo si se lo miraba por un buen rato, otra en la Corte de la Noche, sobre la Prisión y una última en Oorid.

El nudo en su pecho, el cual no había notado hasta ese momento, pareció aflojarse, dejando que el aire pasara por sus pulmones sin problema alguno. Mordisqueó su labio mientras sus ojos pasaban de un lado a otro de Prythian. ¿Qué harían en la Corte de la Noche? Sabía que Rhysand tenía cierta noción de la guerra y que Feyre estaba haciendo lo que podía para que fuera también de ayuda. Hybern contaba con un ejército peligrosamente grande, uno que Elain no terminaba de comprender cómo lo había conseguido, no sin considerar a «Koschei». Sus ojos se dirigieron hacia el continente, apenas unas marcas a los costados del mapa.

—¿En qué piensas, hija?

Elain se tomó un momento en mirar un momento más al tablero antes de dirigirle la mirada a su padre, considerando las palabras y lo que pasaba por su cabeza. Aves que danzaban sobre la superficie de un lago, con una vigía que recorría el cielo varias veces antes de que el sol cayera y las plumas se tornaran en ropas poco agraciadas, menos importantes y ornamentadas de las que probablemente estaba acostumbrada a usar; no le quedaban bien, pero seguía teniendo un porte distintivo. Al momento siguiente, estaba viendo a su padre.

—En que probablemente tenga que ir al Continente.

Naves pasaban por las aguas que separaban a Hybern y Prythian, silenciosas. Una amenaza que había dejado la orilla al amanecer, antes de que despuntara el alba, cuando el cielo había perdido todas las estrellas y no quedaban más que el momento de espera para que el sol empezara a escalar por el firmamento. Sirenas y nereidas veían con ojos de pez a las carcazas que avanzaban, a las gigantescas criaturas aladas que iban por encima, tan grandes como las embarcaciones que las acompañaban. Sombras que se iban extendiendo hacia su objetivo, hacia el mar turquesa que besaba las costas de la Corte del Verano.

Una sombra salía de la Mansión de la Corte Primavera, silenciosa e ignorada por los dos guardias que se mantenían inconscientes. Cabalgaba en una yegua blanca que amenazaba con tirarla ni bien cruzara la frontera, y eso fue lo que pasó, encabritándose y dando patadas al aire hasta que el jinete cayó con una queja y un gruñido de dolor. Libre de su compañía, la bestia giró y se marchó antes de que siquiera tuviera la oportunidad de intentar montarse de nuevo, dejando que el eco de sus cascos se consumiera por el bosque.

Vigilar no era nada complicado, ni siquiera el peor de los trabajos una vez que se le agarraba la mano. Leir lo había aprendido luego de un tiempo, escuchando a un viejo amigo que tenía que conseguir información para el Maestro Espía Azriel, quien pedía que la información fuera tan precisa como podía serlo. Sus cejas solían estar a punto de desaparecer en las raíces de su cabello cuando escuchaba las cosas que debían tener en cuenta al momento de clasificar algo de peligroso, peligro inminente, una debilidad o simple información que podría ser útil para una posible alianza.

El General era claro con sus pedidos de vigilancia, de detectar cualquier posible peligro que estuviera cerca de las fronteras, o dentro de las mismas. Raro era ver que alguien quisiera entrar, no sin mostrar los permisos mercantiles y las marcas en los hombros que los señalaban como tales. Normalmente, las bestias tampoco eran de causar mayores problemas, nada más que miradas curiosas que duraban poco tiempo antes de que continuaran sus migraciones.

La mayor parte del tiempo, todo lo que había frente a sus ojos eran montones de hojas que reflejaban la eterna luz del sol de la Corte del Día, haciendo que más de uno bostezara y estuviera tentado de acomodarse entre las ramas para echarse a dormir una siesta hasta que fuera el cambio de turno. Otros, como Leir, aprovechaban el tiempo para dejar que su imaginación corriera libre, creando a alguna hembra ideal que los estaría esperando cuando regresaran a su casa, que calentaría la cama y quizás tuviera algún crío que cuidar en su ausencia. Pocos eran los que se sostenían a aquello, terminando por ir a burdeles y eligiendo la primera hembra que estuviera dispuesta a quitarles algo de la tensión que tenían dentro.

Con pensamientos de ese estilo estaba Leir cuando escuchó el sonido de un cuerno lejano, uno que pocas veces había oído, pero que reconocía incluso así. Abrió sus alas por un momento, listo para salir volando antes de que el sentido común y el entrenamiento volvieran a su cráneo y empezara a soplar el cuerno que tenía atado a la cadera.

«Un ataque».

Oyó a lo lejos que alguien repetía el mensaje. Sus compañeros inmediatamente se acomodaron en posición entre las ramas, uno o dos Sifones emitiendo un ligero brillo que era tragado por la luz que estaba frente a ellos.

—¿Dónde es el ataque? —preguntó Rhysand mientras se terminaba de acomodar la parte inferior de su armadura. Feyre ya estaba acomodándose la pechera, alas ligeramente abiertas y el cabello trenzado para que no se notara el revoltijo que había sido después de lo que habían hecho durante las horas de dormir. Azriel lo miraba con los ojos envueltos por dos gruesas ojeras, así como el cuerpo apenas logrando mantenerse de pie.

—En Adriata —dijo con voz rasposa y los ojos amenazando con cerrarse—. No hay nada en Cretea. Completamente abandonada —añadió, apoyando el hombro contra la pared más cercana. Feyre ya estaba a su lado, ayudando a acomodar las últimas hebillas que le permitirían cargar las armas entre sus alas.

—Quédate y vigila la Corte junto con Amren y Morrigan —ordenó Rhysand luego de asentir ante la información. Los ojos de Azriel se entrecerraron ante aquello, listos para salir con que podía pelear, que estaba en condiciones—. Puedes unirte a nosotros en unas horas, después de que hayas dormido y comido. Nos quedaremos un tiempo cerca de la Corte del Verano y luego iremos a la reunión de Señores. ¿Cuento contigo Azriel?

Pasó un momento antes de que su hermano asintiera con la cabeza, apretando los dientes y diciendo que los alcanzaría al atardecer. No era la mejor de las respuestas, pero Rhysand sabía que al menos podría estar tranquilo de que dormiría un par de horas y tendría algo en el estómago. Le dio una afectuosa palmada en el hombro al pasar a su lado, escuchando a Feyre murmurar algo antes de que ambos salieran de la Casa de Pueblo, seguidos por Cassian que venía de la Casa del Viento.

Sobrevolaron por la costa, con al menos una parte de su ejército siguiéndolo, justo cuando el alba despuntaba, cerrando la entrada de sus fronteras terrestres hasta el atardecer. El mar bajo de ellos rugía pacíficamente, algunas sirenas saltando por las superficie, como si quisieran llamar la atención de alguno de ellos antes de rendirse y dejar de lado cualquier intento. A su izquierda, las tierras doradas de la Corte del Día daba paso a las tierras bronceadas del Atardecer, luego a una franja de tierra que parecía tener un manto de niebla eternamente sobre sí, rompiendo contra unas montañas que daban a las Cortes Estacionales. Eran unas horas, pero bien sabía Rhysand lo que podían costar esas horas en una batalla, por nimia que fuera.

Feyre volaba a su lado, sus ojos brillando mientras sus manos parecían estar trazando algo en la espada que le había prestado. No estaba seguro, pero creía que eran los mismos gestos que la había visto realizar Bajo la Montaña, durante la primera prueba de Amarantha. Un recuerdo de Helion se coló por su memoria brevemente, arrancándole una risa fugaz antes de que volviera a enfocarse en la tierra, en la columna de humo que empezaba a distinguir a cierta distancia, una bandera que no podía ser nada más que una mala señal.

—¡Prepárence para ataque en picada! —gritó sobre su hombro, orden que Cassian repitió y el resto lo hizo hasta que se perdió en la distancia. Un par de aleteos más y llegarían.

«Hay algo raro en el aire», le dijo Feyre mentalmente. Rhysand miró a los alrededores, intentando comprender a qué se refería. «Esa nube es demasiado grande como para haber comenzado hace unas horas si fueran simplemente un ejército a pie. Hybern cuenta con una armada considerable, probablemente no todos soldados en plena forma, pero sus ataques definitivamente no son tan visibles desde la distancia», añadió, haciendo que Rhysand arqueara una ceja.

«La última vez que me fijé, tu edad era mucho menor como para haber participado en la Guerra Negra», señaló.

«Mi General estuvo allí, así como algunas sacerdotisas que estaban escapando de la Guerra», respondió simplemente. «Me adelantaré, te aviso de qué podemos llegar a encontrar».

«No corras peligros innecesarios», fue todo lo que le dijo antes de que Feyre trazara una pirueta, cayera en picada y se deshiciera en una sombra de lo que parecía ser una pequeña isla que estaba por debajo de ellos. Su aliento se atoró en su garganta al verla, preguntándose cuántas veces había hecho maniobras así y si estaría bien. «Tiene más años que cuando fuiste a la Guerra, Rhysand», se recordó, manteniendo el ritmo que llevaban sus soldados. Cassian se adelantó hasta quedar a su altura, preguntándole a dónde se había ido Feyre, a lo que Rhysand le contestó que iba a hacer un reconocimiento de terreno.

No me gusta esto, decía Cassian, y seguramente era lo que pensaban todos los guerreros. Seguramente podían sentirlo de la misma forma en que lo sentía él, esa necesidad de proteger a Feyre, mantenerla viva. A mí tampoco, le contestó en un susurro que no estaba seguro de que hubiera escuchado.

Feyre se aferró al tejado donde había aparecido para no dejar que sus piernas le fallaran y terminara cayendo hasta el suelo. Habían soldados de la Corte del Verano intentando contener el ataque, sin mucho éxito, pero lo peor eran las bestias que se encontraban soltando bocanadas de humo azul, de siluetas difusas y alas que se deshacían en volutas de humo. No tenía idea de qué clase de criaturas eran, pero definitivamente no había forma de que pudieran derrotarlo por medios convencionales, si se guiaba por lo que estaba viendo en una primera impresión.

Miró hacia donde sabía que estaba Rhysand y su gente. Eran una mancha muy pequeña, casi imperceptible en la distancia. «No se ve nada bien», dijo, añadiendo que iba a intentar ganarles algo de tiempo. Sintió el temor de Rhysand, así como la desesperación que hacía que su cuerpo entero se preparara para saltar al combate. Se dejó caer y empezó a volar entre las construcciones, hacia una de las bestias más grandes. Sacó la espada, cortando con agilidad lo que supuso que sería una pierna.

Las runas empezaron a brillar, con más fuerza que nunca antes. Torció el vuelo justo antes de que una zarpa que iba hacia ella. Abrió las alas y ascendió, cortando el brazo a medida que ascendía. Un rugido de ultratumba salió de la boca llena de dientes afilados.

Volvió a torcer el vuelo. Cayó en picada, girando a instantes de caer a poca distancia de lo que reconoció como un soldado de Hybern. Habría atacado de no ser porque el impulso la haría llevar el ataque incluso a un soldado con el escudo de la Corte.

Se sumergió en las sombras. Estaba lista para salir por algún punto ciego de la bestia cuando sintió que la lanzaban hacia un costado de un zarpazo. Chocó contra una pared, perdiendo el aire de sus pulmones. De milagro logró aferrarse a una ventana antes de caer. Su brazo se quejó un poco ante el ligero tirón, pero no se permitió sentir siquiera un poco de dolor al alzarse y entrar a la construcción. Corrió hacia una ventana en la pared opuesta, saltando justo cuando una llamarada azul casi le rozó el cabello y las alas.

Rodeó la construcción. El corazón le latía con fuerza, no sabía si era suyo o el de Rhysand. Fue hacia la parte baja de la criatura, cortando la palma de aquella zarpa que se extendía en su dirección. Pasó por un sitio estrecho con las alas abrazándola.

Enfundó una de las espadas que llevaba, extendiendo los dedos y empezando a canalizar la magia hacia la punta de sus dedos. La runa empezó a formarse en el aire en la fracción de segundo que se frenó, encarando a la bestia. Fuego otoñal. Ni bien terminó con la última parte, una lengua larga de flamas doradas salió desde la palma de su mano, arrancando un grito agónico de la bestia.

Antes de que pudiera comprobar si había hecho un daño considerable o no, un golpe desde la espalda la hizo salir volando una vez más cayendo contra el suelo. De milagro logró encontrar una postura que reducía parte del daño por el impacto. Frenó contra una pared, sintiendo que todo su cuerpo empezaba a quejarse.

Creyó oír que Rhysand la llamaba y se transportó por las sombras justo a tiempo para evitar que una nueva llamarada que estuvo a punto de calcinarla. Jadeando, se puso de pie, sin ver del todo dónde estaba.

—¿Illyriano?

La cabeza y el cuero de Feyre pareció salir de cualquier estado de completo silencio, aislado del mundo que la rodeaba en aquel momento. Volvió su cabeza hacia un costado, encontrándose con un macho que conocía, de piel morena, cabello blanco y ojos del mismo mar que rodeaba a su castillo. Tarquin.

—Lamentamos la intromisión, Señor, pero la Corte de la Noche desea ayudar —dijo, casi vomitando las palabras.

—¿Te conozco? —preguntó, antes de sacudir la cabeza—. No importa. ¿Cuántos soldados vinieron contigo?

Feyre necesitó un momento antes de decir que al menos unos doscientos.

—El Señor y el General vienen también —avisó, sacando la espada que había logrado enfundar, y la otra... la Madre y el Caldero sabrían cómo había logrado no soltarla en la caída. «Entrenamiento», concluyó una parte de sí, haciendo que volviera a concentrarse en el panorama frente a ella. A lo lejos, un par de líneas más allá, vio a los soldados del Verano tener dificultades para seguir deteniendo a los invasores. Apretó el agarre y, sin darle ni un momento al Señor para que dijera algo más, se lanzó hacia adelante, cortando cuellos enemigos con algo de dificultad. Un malestar en su pierna y en las alas le hizo saber dónde había recibido la mayor parte de los golpes.

Apenas estaba prestando atención a algo más que eliminar a cuanto soldado hyberiano que se cruzara, que no captó lo que ocurría con los cuerpos. Empezaba a sentir el desgaste de sus músculos, sintiendo el ardor y el dolor de los cortes cada vez más cercano, cuando varios de los soldados que la rodeaban se deshicieron frente a sus ojos después de que un destello rojo pasara frente a ella.

Cassian.

La espada se movía casi con mente propia en la mano del General Rojo, dejando un rastro de ceniza y cuerpos bañados en sangre a su paso. Bailaba al ritmo de los ataques, sacando una espada mediana de su cintura en un momento, siempre manteniendo un círculo despejado alrededor de su Señora. Rhysand había sido claro, y si lo que había visto de la mente de Feyre servía de algo, era el único que podía tener una oportunidad de continuar con lo que ella había empezado.

Un silbido de su espada y un soldado se deshizo como un costal de granos. Una estocada y un corazón dejó de latir casi de inmediato. El brillo de los Sifones que terminaron de crear un escudo que mantenía a Feyre protegida, dándole un respiro. Ya había hecho suficiente. No podía cuidar de su hermano, no podía asegurarse de que estaba en una pieza, que no estaba haciendo alguna estupidez.

Las almas siempre tienen un lugar al que regresar, siempre van hacia algún sitio donde pueden encontrar algo que les recompense por su tiempo en el mundo de los muertos. La Madre se aseguraba de ello, de que la Colectora los llevara a salvo hasta sus brazos, donde les daría calor, leche y miel que surgían de la tierra como manantiales. Era un saber común que las almas siempre debían ir con aquella que vestía de plata, la que sesgaba sin mirar a quién, sino cuándo, de manos afiladas pero justas. Una vela se debía prender en la Noche de las Estrellas, cuando las Puertas estaban abiertas y se recitaba el pedido para que la Madre extendiera sus brazos e hiciera del camino más corto.

Bestias merodeaban siempre en ese camino hacia la Tierra Anhelada, bestias que conocían del dolor, el abandono y la injusticia, del deseo de saldar cuentas que consideraban todavía en deuda. Almas que se aferraban con garras y dientes al lado de la existencia que ya los había expulsado. Humo los envolvía, siempre listos para sacar el fuego que ardía del odio, de la pena, de la insatisfacción, porque no iban a irse hasta que las cuentas estuvieran saldadas. Sin nombre al que responder, sin rastros de su antigua vida, persona, individualidad.

Legionarios.

Legiones de almas que se entrelazaban con los hilos de la magia para salir por el Caldero. Una promesa que los obligaba a ir contra la tierra que mostraba rastros de vida en exceso, donde sus apetitos insaciables podrían soñar con satisfacerse. Poco podría hacerse contra algo que deseaba llenarse, contra un muerto que no pensaba regresar a aquel estado donde la única comida era su propia carne, donde cada comida daba paso a un hambre más feroz, donde no había esperanza que destrozar, donde la paz ya era algo alcanzado, eterno.

Como en una noche cerrada, cuando las estrellas caían sobre la tierra o se ocultaban tras las nubes, irían ellos. Devoraban lo que podía saciarnos, deshacerse de ese tirón que los hacía querer masticar sus propios miembros.

Dolor. La luz de las estrellas y su propia sangre. El día les daba, el calor los avivaba, la vida los fortalecía. Sus dientes se cerraban sobre las manchas negras que se movían como moscas a su alrededor, sobre las estrellas que iban cortando gran parte de sus almas, que los iban achicando hasta que necesitaban volver a las sombras, al sitio donde podrían escapar de los que eran su nada. Gruñían ante la pérdida, la sensación, el frío que los iba consumiendo de la misma forma que ellos consumían sus presas.

Una legión había desaparecido, decidida a volver a comer en la tierra que conocían.

Otra legión se negaba a perder la libertad que había ganado, la saciedad que había empezado a sentir por breves instantes.

Una tercera, decidió plegar las alas y ocultarse, porque la presa podría esperar. Podrían devorarla cuando estuvieran mirando para otro lado, cuando las sombras fueran lo suficientemente grandes como para que las devorara de un bocado.

Cayó la segunda legión.

Rhysand sudaba. Le temblaban los pulmones y las manos, sus ojos apenas logrando enfocar algo más que la bestia que se iba deshaciendo en cenizas negras que arrastraba un viento que le dio escalofríos. Descendió, sintiendo que las rodillas le fallaban, apenas logrando poner las manos para mantener su rostro lejos del suelo.

Cinco soldados habían perdido la vida, el resto tenían heridas que podrían ser graves. Nadie más que él estaba casi en una pieza. Oyó a Feyre abrirse paso entre las filas, sus manos tomando su rostro para que la mirara, que sus ojos celestes, casi plateados en ese momento, le devolvieran algo de razón. Cerró sus ojos, recostándose contra ella, tomando todo lo que le daba: el calor, la preocupación, el cariño, la tranquilidad de que estaba bien, que estaba viva.

Había temido cuando sus pulmones habían tenido dificultades para captar aire, cuando su corazón latía con tanta fuerza que el mundo parecía ir más despacio, sus sentidos agudizándose cuando su espalda se rodeó de calor por un momento. Estaba bien. Estaban bien.


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