Empieza con la Muerte
«La Corte de la Noche está en movimiento».
Apenas se movían los arbustos que pasaban cerca de la que podría ser una espía. Tenía ropas poco llamativas, pero era inconfundible aquel ligero rastro de magia de un tono ambarino y negro. «Un híbrido», añadió Fuan en su interior antes de volver a enfocar la mirada al frente, a la montaña que se alzaba como si la Madre hubiera dado un puñetazo a la tierra desde sus entrañas. Se podían ver rastros del antiguo palacio esplendoroso, antes de que el Medio lo hubiera reclamado, cubriéndolo de niebla y devorando sus colores. Frente a la entrada, un montón de hogueras echaban humo hacia el cielo, perturbando su visión y llenando de un olor acre el aire.
Se acomodó en la rama, sintiendo que sus músculos empezaban a protestar tras tanto tiempo en un mismo sitio y posición. Movió ligeramente sus alas, como si así pudiera ahuyentar algo de la rigidez y la energía que se acumulaba en sus entrañas. Observaba a los que se habían unido a la hembra que seguramente se encontraba en el interior del antiguo palacio; elfos, troles, pixies, goblins, nagas y seres que no pertenecían a ninguna Corte sino al Medio, todos yendo y viniendo de un lado a otro o contemplando las llamas frente a sus ojos. Tragó el fuego que estaba a punto de escaparse al ver a algunos draws o furias, incluso nobles que tenían la desvergüenza para mirarlos con superioridad. Las palabras "gusanos" e "hipócritas" quisieron salir de sus labios.
Cerró los ojos, concentrándose en serenar su mente, pese a que su mente repetía una y otra vez las palabras que había estado escuchando durante décadas, cuando todo estalló. Quería gruñir y cortarle la garganta a cuanto fae insultara a su Señor, pese a que era la verdad: la señora de la Montaña no paraba de utilizar al último de los Rionnag en los aposentos. Nada le habría gustado más a su División que entrar, sacar a su Señor y llevarlo a Illyria, donde podrían protegerlo, pero todas sabían que caminaban en una cuerda floja, al borde de ser apartadas como trapos viejos si los machos y hembras que residían en las frías montañas se enteraban de lo que hacían. Apartó los recuerdos de las planicies, montañas y un par de ojos negros con vetas verdes de su cabeza, enterrando la nostalgia en lo más profundo de su ser, donde no saldría a la luz.
—Nos arriesgamos a terminar en la soledad, a perder nuestra oportunidad de ser parte de una familia. Quienes no quieran pagar el precio, regresen a casa —fueron las palabras que había dicho la General Corel Gaoth cuando Fuan pasó de novata a ser parte de las filas. El tatuaje de sus hombros era la prueba contundente de su decisión.
La tarde caería en cualquier momento, dando paso al atardecer y luego a una noche igual de oscura que las de los últimos cien años. Con ésta como manto, podría moverse en completo silencio, pero el tiempo jugaba en contra y la noche tardaría demasiado en llegar. Se arrimó un poco más al tronco, estirando la mano hacia el lado oscuro, concentrándose para poder entrar en la sombra. La Capitán necesitaba saber, conocer el movimiento de los otros miembros de la Corte de la Noche. Pronto.
Su cuerpo se fundió con la oscuridad de las sombras como si fuera agua, y en poco tiempo se encontró recorriendo el Medio a una velocidad imposible de saber. Saltó fuera, apenas logrando no trastabillar al volver a sentir el suelo firme bajo sus botas, apareciendo en medio del despacho de la General Corel. Las paredes estaban cubiertas por estanterías abarrotadas de libros, papeles y un inmenso mapa de Prythian se alzaba con orgullo a espaldas de la General, así como en la mesa frente a su escritorio, lleno de objetos que Fuan desconocía su significado. Sin levantar la vista más que por unos instantes, se dirigió a su persona.
—¿Busca a alguien?
—La Capitán de la división illyriana, General.
—Está en el Campo de Entrenamiento —dijo la hembra rubia, señalando con su pluma, sin levantar la vista de los papeles que se encontraba leyendo, a la puerta. Sin nada más que hacer allí, Fuan asintió, hizo una reverencia rápida y salió.
La Capitán era una illyriana clásica, con el cabello hecho de grandes ondas que llevaba recogido en una alta coleta y las alas con los espolones afilados; excepto por sus ojos, de un color tan pálido como la niebla en lugar del cálido marrón que solían portar la belicosa raza. No resaltaba en la multitud a primera vista, pero en aquel lugar, nadie desconocía a la Capitán Ala-Roja, mucho menos al ver los intrincados tatuajes illyrianos que decoraban su cuello y hombros con la misma delicadeza que un adorno, como si fueran trozos de niebla plateada sobre su piel. Unas cicatrices de batalla. Incontables puntos rodeaban a las líneas que se ensanchaban y angostaban sin razón aparente, dándole un aire elegante a pesar de lo imponente. "Un punto por cada batalla ganada", decían las novatas y sus pares durante las comidas, cuando todo el mundo hablaba y nadie escuchaba realmente lo que se decía por lo bajo. Se rumoreaba que solo las Capitanas de las otras dos divisiones rivalizaban en tales cuentas, aunque no había forma de saberlo sin arriesgarse a preguntar. Y nadie se arriesgaba a hacer tal cosa, por muy amable que fuera la Cantora, o cuan tranquila aparentara Ala-Roja o la honestidad de Ala-Blanca, había motivos de sobra para saber que estaban con esos puestos por una buena razón. Se sentía en la piel misma la magia que poseían.
—Capitán, noticias de la Montaña —murmuró Fuan cuando estaba a un paso de distancia, enderezando la espalda y sus propias alas. Los ojos azul cielo se dispararon en su dirección, abandonando la supervisión del entrenamiento—. El Señor de la Corte Primavera está con el tiempo justo y la Corte de la Noche empieza a agitarse.
—¿A quién viste?
—Probablemente espía, no tenía alas, pero tenía rastros de magia de la noche y era difícil de divisar entre la maleza. No me ha visto —informó, manteniendo la espalda rígida. La Capitán asintió, mirando de reojo a las otras. Las alas relajadas, ligeramente abiertas tras su espalda.
—Buen trabajo, puedes ir a descansar hasta que toque ir a patrullar la frontera.
No hizo falta que se lo repitiera dos veces. Hizo un gesto de asentimiento respetuoso y se marchó, escuchando el sonido de sus botas raspando el suelo con las garras de metal. Avanzó por los pasillos alumbrados por antorchas y runas que regulaban la temperatura del interior, nadie miraba a nadie, porque todas sabían quién iba por detrás de las máscaras que semejaban a bestias, tras los cascos con picos como de ave que cubrían los ojos y las que tenían armaduras de cuero con algunos parches reforzados de metal.
En su dormitorio encontró a su compañera de División, quien se encontraba ajustando los lazos de sus ropas, moviendo las alas ligeramente para comprobar la comodidad. Apenas le dirigió una mirada rápida antes de empezar a colocarse hombreras metálicas. Mientras su amiga terminaba con eso, Fuan se quitaba el conjunto de cuero que tenía por debajo de la armadura luego de dejar las distintas partes metálicas amontonadas sobre una silla a los pies de su cama.
—Joder, te ves hecha un asco, Fuan —comentó su compañera con cierta risa en sus palabras mientras la veía quedar en paños menores. No que hubiera algo que ocultar, todas tenían tatuajes, todas tenían cicatrices, nadie había llegado a las filas sin al menos una línea pálida en alguna parte.
—Entre el humo que echa Amarantha y la falta de baño y sueño, no espero menos que verme peor que la Tejedora —contestó, echándose sobre las mantas. Oyó a su amiga reír y luego se entregó al codiciado sueño, soñando con un macho que llegaba a casa tras un largo viaje.
Hacía rato que los ojos de Feyre no estaban del todo enfocados en las novatas más avanzadas que se encontraban entrenando bajo su supuesta inspección. Agradecía por dentro el no tener que estar dando las clases en ese momento de su carrera, pero incluso en aquel entonces le costaba mantener la atención. Los últimos cincuenta años habían sido un borrón de noches sin dormir, con la cabeza puesta en demasiados sitios a la vez, con al menos cinco muertes en vano bajo su liderazgo. Incluso en ese momento se preguntaba cómo había ascendido casi al mismo tiempo que sus hermanas, considerando que sus habilidades no eran precisamente las mejores, no en cuanto a combate cuerpo a cuerpo o dominio de la magia pura.
Agitó las alas y negó con la cabeza, repitiéndose que no tenía nada para cambiar el presente o el pasado, y si estaba en donde estaba, se lo había ganado en base a la Madre sabría qué méritos. La información nueva, no tan nueva como le hubiera gustado, al menos permitía tener algo de esperanza de que él no estaría solo, que alguien que él sí conociera pudiera aliviar un poco la carga. Respiró hondo, intentando aflojar el nudo en el pecho, que no era suyo realmente. Giró sobre sus talones y se hundió en la sombra de una estatua de una de las primeras Valquirias, probablemente anterior a La Caída, puesto que su armadura era más ornamentada que las que llevaban entonces. Dio otro paso, dejando que el mundo frente a ella inmediatamente se transformara en el pequeño cuarto que tenía en la Corte Primavera, lleno hasta arriba de cachivaches que no había ordenado, aunque debía.
Tomó la máscara de murciélago albino que colgaba de una espina que había crecido en el pie de la cama, se la colocó, notando el calor de la gema con una runa grabada que presionaba contra su frente, mientras el glamour se expandía sobre su cuerpo. No podía ver del todo el resultado si se miraba en un espejo, pero parecía tener el cabello castaño dorado, casi rubio, y la piel libre de cicatrices, de un blanco puro como la luna. Sonrió con cierta amargura, esa no era ella, pero no dejaba de ver cómo esa versión podría ser más... agradable. Se quitó la ropa de entrenamiento y se puso el corsé con un patrón de rosas y hojas, lo ajustó de un tirón y lo anudó con adquirida destreza. Salió de la habitación terminando de anudarse la falda, luego se acomodó los pliegues, disimulando los pantalones que aún llevaba por debajo. Tenía las alas lo más pegadas a su cuerpo, intentando abarcar el menor espacio posible.
Como muchas veces en los últimos años, recorrió los pasillos de la Mansión del Señor Tamlin con cierta sensación de apremio, la tenue y frágil esperanza de que todo acabara revoloteando entre su corazón y garganta. Los pisos de mármol blanco y negro estaban pulidos hasta reflejar todo como si fuera un espejo, el sonido del tacón de sus botas resonaba por todos lados, dándole la impresión de que el lugar estaba mucho más vacío de lo que estaba. Avanzó con un objetivo en mente, esperando poder encontrar al menos a Lucien o a Alis, cualquiera de los dos le era igual de útil en ese momento.
Subió las escaleras y giró hacia la derecha, justo a tiempo para ver que se abría una puerta, dando paso a un macho de cabello rojo como el fuego y piel ligeramente tostada. El ojo de oro brilló al verla.
—Faye, es bueno verte —saludó Lucien, apareciendo por la puerta de la biblioteca. Se veía algo pálido, pese a que sus hombros estaban relajados y llevaba un libro entre sus manos. Sus nudillos no se veían blancos—. ¿Has estado fuera?
—¿Ocurrió algo?
Lucien asintió con la cabeza, mirando, como siempre, a las dos alas que solo él podía ver a pesar del potente glamour. No importaba cuánto tiempo pasara, sus ojos recorrían las garras que salían de las puntas de sus alas membranosas, aunque hacía décadas que había dejado de ver aquella expresión de miedo en sus ojos. Casi resultaba una especie de costumbre entre ellos, ¿una especie de saludo sin contacto?
—Parece que ha vuelto a pasar, Tamlin tuvo que ir a revisar y recoger al humano que toque esta vez —dijo él y el cuerpo entero de Feyre se tensó. Cientos de posibilidades pasaron por su cabeza, haciendo que su pecho se contrajera a la vez que una pequeña flama de esperanza ardía en su pecho. No quería pensar en los escenarios que terminaban en ella teniendo que ir al Muro, pero era por esas pocas probabilidades que Prythian había terminado en aquel estado en un primer lugar, cuando todo lo que pensaron fue que la muerte de la hermana de Amarantha, Clythia, había traído la victoria a los Libertarios. Una idea que ahora mismo estaban pagando caro en Prythian, donde todavía la Guerra Negra era una herida reciente.
Y, aún así, Feyre se encontró queriendo mantener aquella agotaba llama de esperanza.
—¿Podrían encontrar a alguien que rompa la maldición de Amarantha? —preguntó en un susurro, mirando sobre su hombro para estar segura de que no había nadie más que ellos en el pasillo. Lucien asintió, a pesar de que había una mezcla de emociones en su expresión. Feyre respiró hondo, considerando las opciones—. Habrá que cruzar los dedos para que esta vez resulte.
—Que sea lo que la Madre quiera, pero me sigue dando algo de incomodidad el pensar en la libertad de la sang... digo, del Señor de la Noche —confesó, haciendo una mueca de disculpa, a lo que Feyre dijo que no había problema, a pesar de que escuchar esas palabras le daban una sensación agridulce cada vez que eran pronunciadas. La idea de recuperar a los Señores, tarea que más de un súbdito quería hacer, era todo lo que ocupaba su cabeza cuando tenía tiempo, pero, al mismo tiempo, las acciones de Amarantha eran demasiado complicadas para una simple tirana de Prythian. Y Feyre quería eliminar la distracción antes de que fuera demasiado tarde para todos.
Norrine se alegraba sobremanera el estar saboreando aquella comida caliente. Después de tantos meses con el estómago rugiendo ante los pequeños pedazos de cecina, viendo cómo su familia vivía a costa de sus esfuerzos, lo consideraba su regalo de cumpleaños adelantado. Un manjar de los mismos dioses. Algo le decía que se había metido en problemas, que el bello y enorme lobo que había despellejado y vendido, por una muy buena suma en el mercado, no era precisamente un animal normal. Había sido tan grande como un ciervo, con dientes más filosos de los que hubiera esperado, e incluso le parecía recordar que los ojos se habían visto más humanos de lo que hubiera creído capaz. Los cuentos que solía escuchar trataban sobre cómo los faes, criaturas de leyenda y con reglas tan complicadas que era imposible de sobrevivir, elegían tomar venganza por aquellos que habían muerto bajo la madera de fresno, especialmente si lo había causado un humano sin razón alguna.
Sacudió la cabeza, apartando el pensamiento de su mente, centrándose en las paredes de madera desgastadas con pieles viejas que tapaban los cada vez más grandes agujeros entre las mismas. Un fuego crepitaba en la vieja y chamuscada chimenea. Ella tenía razones suficientes, y, como siempre, los cuentos de los Hijos de los Benditos eran eso: historias para espantar a los ingenuos. Norrine no se consideraba parte de ese grupo.
—Podrías haber vendido la piel por mil monedas de oro, en lugar de quinientas —rezongó su madre, acomodándose mejor el abrigo sobre los huesudos hombros. Un abrigo que bien podía valer unas cinco monedas de plata en sus mejores días.
—¿Cómo podría? Si esta tonta de milagro sabe hablar —se mofó Nadya, su hermana menor. Era una versión miniatura de la madre, tanto en físico como en carácter. Los mismos ojos negros como el carbón, el pelo de un rubio precioso que le había dado la posibilidad de estar comprometida, aunque en ese momento estaba lleno de carbón y grasa. En realidad, si Norrine era honesta consigo misma, Nadya parecía ser una princesa hasta que mirabas su torso, donde las costillas solían estar a punto de aparecer entre las telas, y sus manos con las uñas llenas de tierra.
Por otro lado, Norrine era... tosca cuanto menos. Tenía algunas viejas cicatrices en la cara y la nariz era algo grande para el gusto de su madre, quien no se había molestado mucho en buscarle marido cuando llegó el momento. Quizás por eso no se había esmerado tanto en hacer algo más que saber cazar y saber lo mínimo de negocios. De no ser porque era mujer, le hubiera pedido a su padre que la llevara a su viaje, en un intento de aprender sobre el comercio, por más de que nadie querría hacer tratos con ellos después de lo ocurrido en su infancia. Todo por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado y habiendo ido por el camino equivocado.
Víctimas de un asalto y condenados por asesinato de un campesino que nadie más que los muertos recordaban.
Norrine estaba raspando el fondo del tazón cuando la puerta se rompió en un montón de pedazos, estallando con una fuerza que no era de aquel mundo. La joven se puso de pie de inmediato, viendo en dirección a la puerta a la vez que se interponía entre el atacante y su familia. Parpadeó confundida en cuanto reconoció el cuerpo como de un gran felino del mismo tamaño que un caballo mediano, con una cabeza de un lobo y un par de astas con lo que parecían ser espinas enredadas en estas, todo eso rematado por un dorado. Escuchó a su madre y hermana soltar un chillido a sus espaldas, junto con el sonido de los platos de madera que caían al suelo, esparciendo la preciada y cara comida. En otras circunstancias, les habría gritado por aquello, pero la bestia la miraba con unos ojos verdes hipnotizantes, más verdes que las plantas en primavera y verano. Apartar la vista era imposible, especialmente cuando separó las fauces.
—Vengo a cobrar mi deuda —gruñó el monstruo, enseñando unos dientes que podrían acabar con cualquier mortal en cuestión de segundos.
La cabeza de Norrine quedó en silencio ante aquello. De repente, todas las historias ridículas de los Hijos de los Bendecidos se volvieron tangibles, posibles. El corazón se le encogió en el pecho, quitando el aire de sus pulmones.
—¡No debemos nada a alguien como usted! —chilló su madre. «Mierda, sí era un fae», pensó Norrine, sintiendo que sus pensamientos iban de un lado a otro antes de que una risa empezara a salir de sus labios. Repentinamente, cualquier encanto que hubiera visto en la bestia de pelaje entre dorado y blanco, desapareció de un plumazo.
—¿Cuál es tu precio? —preguntó, sintiendo que estaba al borde de soltar la carcajada desquiciada que burbujeaba en su estómago. Una parte de ella consideró que fuera a pedirle joyas, plata, o incluso su primogénito. «Aunque los fae toman cosas y luego resultan ser importantes... Mejor una baratija que luego será importante en lugar de que se quede con el poco dinero que queda», pensó, tratando de mantener la compostura, pese a que sus manos temblaban y un hueco parecía crecer en su estómago.
—Tu sangre reclamada por la tierra de Prythian o... —una sonrisa de medio lado, maliciosa y siniestra, empezó a trazarse en el rostro del monstruo, mostrando unos colmillos que no tendrían dificultad para desgarrar la carne de sus huesos—, me entregas a tu primogénito como pago por la vida que has tomado.
Norrine apretó los labios, sin saber cómo sortear aquella situación de la manera en que supuestamente lo hacían los héroes de sus historias. ¿No había algo sobre la manera en que los fae jugaban con las palabras? Algo sobre que podían decir una cosa que significaba algo totalmente diferente. No quería morir, pero dudaba que tuviera el estómago para entregar a un hijo a aquellos seres sanguinarios y retorcidos. En todas las historias que involucran niños había dolor, y Norrine no se creía capaz de resolver acertijos como descubrir el nombre de un duende o vivir con la tranquilidad de que había matado a un inocente para preservar su pellejo. Miró a su madre y hermana, quienes estaban con los ojos como platos, mirando al fae con el terror que probablemente ella debería estar sintiendo. Volvió la vista al frente, sintiendo que sus entrañas se retorcían con fuerza ante las palabras que estaban por salir de su boca.
—La verdad que preferiría escupirte en la cara —confesó, cruzando los brazos y tratando de fingir que su pulso no estaba a punto de matarla por dentro. No se le escapó el jadeo sorprendido de su madre, aunque lo ignoró. La bestia la miraba sin ningún rastro de emociones, ni siquiera la sonrisa que había esbozado antes—. Más vale que al menos valga la pena vivir entre ustedes, monstruos.
—Juzga por tu cuenta, humana —dijo el ser de igual manera antes de salir de la casa, esperando a que fuera detrás de él. Norrine echó una última mirada a su madre y hermana, sintiendo un retorcido placer al ver sus expresiones aterradas. Que se las arreglaran sin ella, ¡ja! Quizás su padre encontraría dos cuerpos famélicos al volver, y con esa idea se marchó tras la monstruosidad que seguramente ni los dioses querían en sus propias tierras.
Lo siguió con su arco y carcaj a mano, posicionándose lo suficientemente cerca como para no tener que ir corriendo para alcanzarlo, pero lejos del alcance de las garras en caso de que le quisiera dar un zarpazo. Se adentraron en el bosque, donde la nieve, mucho más abundante que en la aldea, crujía bajo sus pasos, pegándose al pelaje casi blanco del fae. Para muchos sería un laberinto, pero para ella era casi como su segunda casa, o su única casa si tenía que ser totalmente honesta. Divisó a lo lejos un par de ciervos y jabalíes, los cuales pronto daban media vuelta y salían corriendo. Bufó al ver que, en el momento que no necesitaba cazar, todas las presas parecían estar dispuestas a aparecer.
—¿Tienes nombre? —preguntó, y esperó una respuesta que nunca llegó—. ¿Qué clase de magia haces? ¿Todos los de tu clase se pueden transformar como tú?
El fae siguió sin contestarle. Avanzaban, cada vez más cerca del Muro que separaba el mundo de los fae del humano, podía sentirlo como una presión en el aire. Cuadró los hombros dispuesta a permanecer despierta para conocer la forma en la que se podía pasar de un sitio a otro, cuando una ola de calor la envolvió de golpe. Intentó resistirse a la sensación de pesadez, al sueño repentino que no podía ser otra cosa más que un maldito truco del ser rastrero junto a ella. Aun así, cayó en un sueño pesado.
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