Capas y pieles
Aprender a dormir con la mente resguardada era pedir que un gusano aprendiera a volar. Ni siquiera con los tres siglos de entrenamiento Feyre podía lograr mantener las barreras altas cuando se dormía profundamente. Quizás debió de considerar que Rhysand sería el verdadero peligro de la mañana, no Cassian y su aviso de que la sacaría de la cama para entrenar. La General Crole no era ninguna experta en leer mentes como sí lo era el Señor de la Noche, eso no había evitado las horas intensas de prácticas, visualizando un muro constante alrededor de sus pensamientos y recién entonces se les permitía salir de nuevo del Cuartel.
—Su mente es el mayor templo que tienen —decía la General cuando alguien se quejaba sobre los ejercicios, así fuera por lo bajo—. Ahí está su vida, vidas ajenas si consideramos nuestro honor y juramento como Valquirias. Lo tienen que proteger de la misma forma que protegen su cuerpo, y más. No deben dejar ninguna grieta, ninguna entrada por la que , porque en el momento que bajen la guardia, que se vayan a dormir, que pierdan el sentido porque están pensando con cualquier cosa menos la cabeza, están entregando información crucial.
Podía sentir la marca ardiendo en su brazo al despertar, seguido de la conocida sensación helada chocando contra las paredes. Soltó un gruñido por lo bajo antes de intentar abrir un ojo con gran dificultad. Había cerrado la puerta y ventanas a la vuelta de la cena, trasnochando un poco con la lectura del libro que le había dado Gwyneth. Si bien podía lidiar el ejercicio con la cabeza todavía entre las sábanas, nunca había tenido a alguien como Rhysand cerca. Y quizás estaba demasiado cansada como para no notar la ligera grieta por la que entró un claro:
«¡Vamos, arriba! Se nos va el día.»
Eso bastó para que el sueño se marchara de golpe, levantando los muros alrededor de su mente de inmediato, parpadeando furiosamente para poder enfocar lo que tenía enfrente. Murmuró algo inteligible incluso para ella misma, quizás un "ya me levanto" o "ya te oí", mientras se liberaba de las sábanas. Soltó un bostezo y se quedó un buen rato sentada al borde de la cama, con la cabeza apoyada sobre los codos, intentando despejar la nube de sueño a la fuerza. Tan concentrada estaba en ello que tardó demasiado en reconocer el suave click de la cerradura antes de que la puerta se abriera. Y tardó el triple en recordar que se había ido a dormir sin ponerse al menos un pijama (confiada en que las trabas eran suficientes), y que Rhysand estaba parado en el medio de la puerta.
Ni siquiera registró lo que estaba haciendo, un segundo estaba como idiota viendo cómo él caía en la cuenta de su estado y, al siguiente, su bota se había estampado contra la cara del macho, haciéndolo retroceder un paso. Ya tenía la otra en mano, incluso la estaba lanzando, cuando él pareció salir del estado de sorpresa en el que hubiera estado, cazando la bota al vuelo y cerrando la puerta con un gesto de la mano al tiempo que gritaba una disculpa.
En cuanto la puerta se cerró, no le quedaba ningún rastro de sueño y la realidad se terminó de asentar en su cabeza. «¡Que me hiervan en el Caldero! ¡La grandísima puta que me parió!», chillaba mientras se apresuraba en ponerse ropa, atando los lazos en su espalda como podía, sudando frío al pensar en lo que podría implicar que hubiera hecho tal cosa. Sus dedos estaban sudorosos y el corazón le latía a toda velocidad al mismo tiempo que su estómago se congelaba al repetir sus acciones, como si así pudiera cambiar algo del pasado. Echó una mirada rápida al espejo para asegurarse de que no tenía un aspecto tan indecente como pensaba. Ni bien terminó con aquella rápida inspección, abrió la puerta, empezando a formular la disculpa en el instante que divisó al macho, quién tenía ligeramente colorada la nariz, frente y boca. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para reprimir la risa que empezaba a burbujear desde su estómago.
—Mil disculpas por las botas, yo... —Se mordió el labio, respirando hondo mientras mantenía la mirada en los ojos de Rhysand, quien la miraba con una ceja alzada, retándola a que se riera. Respiró hondo, obligándose a ahogar la risa de una vez por todas—. ¿Está, digo, estás bien?
—Dudo que me hayas hecho daño alguno —dijo, arqueando una ceja y sonriendo de medio lado. Una vez más se vio obligada a pensar en cualquier cosa menos en la marca en forma de pie que había en su apuesto rostro, pero no pensaba juntar dos faltas de respeto a su Señor en menos de una hora—. Vamos, ponte las botas y salgamos, luego quiero que me cuentes cómo haces para tener tanta puntería y fuerza mental estando dormida. —Feyre asintió de inmediato, saltando en una pata mientras se anudaba cada bota antes de dar un paso para seguirlo. Él la contempló en silencio antes de añadir—. Lamento el abrir la puerta, pensé que estabas vestida.
—No tardé tanto... —«¿O sí?»
Rhysand apretó los labios, todavía con la sonrisa clara en sus rasgos.
—Dijiste que ya estabas y pensé que algo había ocurrido cuando no escuché nada del otro lado de la puerta —dijo, un ligero rubor cubriendo sus mejillas pese a que su expresión no había cambiado ni un ápice. Eso quizás explicaba el que se hubiera molestado en destrabar la puerta. «Y tampoco es como si no me hubiera visto casi desnuda antes, ni me fuera a ver así en algún futuro», intentó consolarse, pero sus mejillas estaban a punto de entrar en combustión o la necesidad de hacerse una bolita en algún rincón. Podía escuchar a su cabeza yendo en todas las direcciones, preguntándose qué habría pasado por su mente—. Lamento haber entrado así.
La voz de él la sacó de las cavilaciones y Feyre negó con la cabeza, quitándole importancia al asunto mientras bajaban las escaleras que hacían retumbar sus pasos en el cajón de madera pulida. Siguió al macho hacia la salida, extendiendo las alas después de cerrar la puerta a sus espaldas.
—Me tomaste por sorpresa, es todo —respondió al cabo de un rato, cuando el fuego de sus mejillas se aplacó un poco—. La próxima vez, puedes avisar que estás por entrar.
Rhysand asintió con la cabeza una vez. Su cabeza pareció quedarse dando vueltas en un asunto antes de volver a mirarla con un brillo divertido en sus ojos.
—Tienes un buen brazo, ¿quién te enseñó a tirar así?
—¿Me crees si te digo que mi padre?
—No.
—Me enseñó mi madre —dijo, sonriendo, antes de meterse en una sombra de una baranda y aparecer frente a la entrada de la Prisión. Rhysand se materializó a su lado, mirándola con una ceja alzada—. ¿Qué? Tengo más de quinientos años, tuve tiempo para venir a ver este lugar.
—Y me pregunto qué hacía una jovencita como tú aquí —indagó él, a lo que Feyre se encogió de hombros, caminando hacia la enorme roca lisa rebosante de magia antigua, densa, que hacía de entrada. El mar rugía a unos cuantos pasos de donde estaban, algunas olas incluso rompían contra las que rodeaban el descampado cual muralla natural, como si Prythian hubiera decidido poner una pared para ocultar ese sitio. La idea siempre le causaba escalofríos. Así como lo era la pregunta que solía acompañarla cuando entraba a aquel sitio. Nesta y Elain eran peculiares de nacimiento, ella había sido convertida en un fenómeno; simpatizar con algunos habitantes de la Prisión no era difícil cuando se lo ponía en perspectiva.
El túnel era como lo recordaba, más oscuro que la magia de Rhysand, más frío que el aliento de Nesta, más silencioso que los pasos de Elain. Podía escuchar con total claridad los sonidos de las garras, pezuñas y cuernos que se rascaban contra las paredes, los ojos que la miraban con un vago destello de malicia e interés. Era capaz de sentir en su propia carne el deseo apabullante de querer ir y destruir todo, de tomar a Prythian bajo su mando, recuperar algo que le había sido quitado injustamente. Allí abajo, la Guerra Negra casi resultaba un juego de niños, una conversación política, y, así como le pasaba con las venganzas de Elain, intentó no olvidar el tiempo que tenían aquellos seres para devolver el golpe. Algún día.
Una voz chillona y más alegre de lo que hubiera creído posible en aquel lugar, hizo que su cabeza girara de inmediato hacia su interlocutor.
—¡Oh! Tanto tiempo sin verte, pequeña.
Feyre intentó esbozar una sonrisa al notar que Rhysand se detenía frente al Tallador de Huesos. Se obligó a relajar las alas y los hombros, pese a que sabía que estaba fallando estrepitosamente al ver al niño de ojos violetas, cabello negro y una sonrisa que le resultaba cada vez más familiar.
—Lamento no haber venido antes a visitarte, tío.
Elain chasqueó la lengua al notar que tenía una pluma a punto de soltarse de la tela. Se sentó en el suelo, con su creación sobre sus rodillas mientras la acomodaba de nuevo en su lugar, sosteniéndola en el lugar con una de sus manos. Dio vuelta a la prenda tratando de identificar algo que sobresaliera que le hiciera de guía, en cuanto la encontró, pellizcó un poco de su saliva y empezó a coserla al mismo tiempo que empezaba a tararear una canción sin prestarle mucha atención. Sus ojos no se apartaban de su mano que se movía de un lado a otro, en el movimiento que había aprendido con demasiada facilidad a una edad muy temprana. En cuanto estuvo segura de que la puntada estaba bien, cortó el hilo con sus dientes, dejando que la saliva desapareciera y la que estaba en contacto con la capa se solidificara hasta formar parte del resto. Hizo un poco de presión para que se uniera al resto de la tela. «Listo, como nueva», sonrió mientras la miraba con su ojo crítico.
Era su mayor creación, y, si bien no le gustaba ni el cómo ni por qué hacerlas le resultaba tan importante como Feyre cuidar de sus alas, se permitía esbozar cierta sonrisa al verla. El origen de aquello era horrible, un recuerdo que se esforzaba todos los días en enterrarlo en lo más profundo de su mente, aquella capa había sido hecha como ella quería. Su madre y hermanas no habían participado en su mayor logro. De momento.
Contempló por un rato largo el patrón de la piel y las plumas que se parecían a su cabello castaño, recordando la paciencia que había tenido, los días enteros que había estado buscando las plumas en medio de los bosques del Medio, a los animales que todavía tenían algo de piel sobre sus huesos. Elain conocía un método más rápido, uno que le hacía querer vomitar ante la simple idea de tener que hacerlo, ya había practicado demasiadas veces hasta que los cortes habían sido tan limpios que coser la piel de regreso había sido fácil, disimulado.
Por un momento le pareció ver los ojos dorados de un lobo, el pelaje de un zorro que perdía cualquier rastro de blancura mientras sus garras se clavaban con maestría en su cuello. Era fácil recordar la sensación de las lágrimas cayendo por sus ojos mientras contemplaba al animal y luego echaba a correr, negándose a mirar hacia atrás.
Bajó la capa hasta su falda, contemplando distraídamente la chimenea apagada. Nesta le había dicho que Feyre se iba a la Prisión, que en la Corte de la Noche buscaban saber más sobre el arte de revivir muertos. Añadió que, con suerte, su tío no la haría pasar vergüenza ni soltaría algo que no debía, aunque era difícil de saber.
Sus pensamientos volaron hacia la Dama de la Primavera. Norrine avanzaba, eso era verdad, y los saltos que daba eran inmensos, pero distaba mucho de ser lo que necesitaban, la Señora de la Primavera que Elain había visto en sueños. Esa de la que salían mariposas de su espalda, los jabalíes bufando a sus pies y su falda convirtiéndose en parte del suelo donde pisaba.
Suspiró, pasando con cariño sus dedos sobre las plumas, intentando no salir corriendo hacia la puerta cuando notó un fantasma de incomodidad por todo su cuerpo. Tomó una bocanada de aire, colgando en la percha a la capa mientras enumeraba mentalmente las razones por las que no debía despellejar a la Gran Sacerdotisa.
Nadya apenas podía comprender algo más allá de la niebla que tenía en su mente. Había estado casada con un buen hombre que le ofrecía una casa y comida, ella solo tenía que darle hijos y cocinar lo que él le trajera de sus aventuras en el bosque o mercado. ¿Qué más podía pedir? Le habían dado tres comidas calientes al día, le habían permitido conseguir dos vestidos más en el mercado y dormía en una cama cómoda. Parir no sonaba a un precio tan alto a cambio de aquella mejora, especialmente luego de que Norrine hubiera desaparecido con la bestia dorada.
Había envidiado a Norrine antes de ello, quien tenía la libertad para ir a donde quisiera, de hacer lo que quisiera, sin que su madre estuviera todo el tiempo encima, cuidando cada detalle. Tenía un poder que Nadya apenas podía empezar a imaginar, posible únicamente por medio de los sueños, de las noches en soledad donde nadie más que la luna y las estrellas pudieran verla. Cómo había querido odiarla por irse, por dejarla con su madre, dejarlas solas en una cabaña que se caía a pedazos.
Quizás por eso mismo se fue con Isaac, aceptó la propuesta de ir al granero, de tener un encuentro indecente, escandaloso para quien se enterase, pero ella lo había decidido, así como su hermana había decidido que podía abandonarlos sin culpa. Había esperado poder tener un atisbo del poder de Norrine, una pizca de la libertad que su hermana tenía como una corona dorada que restregaba en su cara sin dudar. No podía tener cicatrices como ella, pruebas evidentes de sus elecciones, pero sin duda ese sería un primer paso.
Su madre le había dicho, cuando Norrine se fue por primera vez, que lo tenía bien merecido, por no ser precavida, por no quedarse en la casa y ser una buena hija, por no cuidar su preciado rostro. Nadya había asentido, intentando imaginar a su hermana sentada con delicadeza, comer con las normas de etiqueta... Simplemente no podía.
Cuando ella volvió, fue como ver una nueva persona con la misma cara, alguien más... refinado, sus ojos parecían estar viendo la verdad más absoluta y estaba intentando comprender lo que había en la realidad frente a ella. Seguía con su lengua afilada, pero estaba más despierta, más preparada para rebatir lo que madre le fuera a decir. Imponía respeto, lo exigía como si fuera una reina.
Nadya quería eso. Quería ser como Norrine.
No; quería ser Norrine.
Y, por pedir aquel deseo tantas noches seguidas, por haberlo soñado con tanto fervor, había acabado convirtiéndose en un castigo que sus dioses debían impartir.
Vio hacia el cielo, donde el sol empezaba a despuntar, y chilló junto con las otras mientras la reina estiraba sus brazos y empezaba a volar sobre sus cabezas con plumas rojas y amarillas, vigilandolas como un dragón a su tesoro.
La parte más aburrida de su trabajo era la espera, esas horas donde uno debía ver todo lo poco interesante para llegar al secreto jugoso. Aunque Azriel podía entrar a la Biblioteca y observar a su objetivo entre las sombras, esta parecía entrar y salir del lugar a intervalos irregulares, desapareciendo sin dejar rastro una vez ponía un pie afuera. Se acomodó en la rama, sintiendo que el cuerpo entero volvía a molestarle tras tantas horas en la misma posición. Obviamente, era parte de su deber sentir que se quedaba con el culo chato o deformado por estar sentado durante lo que tranquilamente podrían ser horas.
Soltó una suave exhalación por la nariz. Había visto a Feyre ir a la Biblioteca después de la reunión con ellos, sus sombras le habían contado lo que hablaba con una joven Sacerdotisa allí con la que había intercambiado palabras. Si bien Morrigan insistía en que la hembra era de confianza, que todo lo que decía sobre la lealtad, sobre el ser útil para la Corte de la Noche, era cierto, Azriel se permitía la duda. Esa parte no la ponía en tela de juicio, sino la que todos sabían que ella frenaba.
Rhysand no creía que fuera alguna especie de amenaza, menos aún del tipo que él había sufrido con Amarantha o la Gran Sacerdotisa Ianthe, si no le fallaba la memoria. Cassian había señalado el comportamiento militar, uno bastante familiar para ellos, pese a que no había ni siquiera un rumor lejano, de esos que solo comentan las viejas chismosas, que le diera una pista (por falsa que fuera). Amren no había emitido ninguna opinión, al igual que Morrigan, cuyas palabras eran tantas que no decía nada. Si le preguntaban a él... bueno, no tenía razones para considerarla alguien con quien bajar la guardia.
Está saliendo la Sacerdotisa.
Bonito pelo, no rehúye de nuestra presencia.
Huele a menta y jazmines. Investiga sobre El Libro de los Alientos, como dijo Feyre.
Sus ojos encontraron fácilmente a la hembra en cuestión. Siguió sin dificultad a la túnica que caminaba por las calles, bajando las escaleras y metiéndose en callejones, cubierto por las sombras que él controlaba. Sobrevolaba con cuidado, posándose en los tejados más altos, en sitios donde fuera difícil de ver, donde las sombras podían cubrirlo con mayor facilidad.
La siguió camino abajo de la Biblioteca, serpenteando por las calles menos concurridas de Velaris, cruzando el Sidra, llegando al palacio de Hilo y Joyas de la zona sur, donde pareció echar una mirada rápida en dirección a los últimos mercaderes que había allí. La vio entrar en una casa y sus sombras ya no pudieron seguirla por completo.
Marcas raras.
El señor de la casa, o su familia, debe dar permiso para entrar.
Azriel apretó los labios, queriendo soltar un gruñido ante aquello. Sus sombras no estaban preocupadas, pese a que no habían podido decirle qué pasaba por la mente de la Sacerdotisa, de la misma manera en que se habían visto bloqueadas cuando se trataba de Feyre. Relajó sus hombros, decidido a que no dejaría cabos sueltos. Ya tenía algunas cosas por las que empezar: los ojos azules con grises, casi como si fueran de plata, el que supiera usar armas, los tatuajes que decoraban sus hombros y la tonada neutral con la que hablaba, como si hubiera crecido en un sitio con demasiados idiomas como para quedarse con uno. Ella afirmó ser una illyriana pura, por lo que tal pigmentación era imposible, a menos que fuera como Rhysand, cosa que no era su caso porque no eran muchos los Alto Fae que se dignaban a acostarse con un fae inferior a ellos. Quizás Feyre tenía algún antepasado que se había mezclado con un elfo de invierno, porque la segunda opción que cruzaba por su mente era tan complicada y tan retorcida que no podía ser posible.
Echó una última mirada hacia la casa donde había desaparecido la Sacerdotisa, estiró las alas y se marchó de regreso a la Casa del Viento. Había trabajo que hacer antes de que Rhysand volviera de la Prisión.
Rhysand tenía muchas más preguntas que empezaban a bailotear en su mente con cada nueva puerta que parecía abrir Feyre ante sus ojos. ¿Sobrina del Tallador de Huesos? ¿Eso quería decir que era descendiente de alguno de los Dioses Viejos? ¿Descendiente de alguien como Amren? ¿O era como Amren, pero con la forma de una illyriana? ¿Cuántos faes como ella había en Prythian? ¿Lucharían con o contra ellos?
—Siempre tan pillas ustedes... —rio el Tallador de Huesos por lo bajo, hechas de cientos de huesos y humo, y espalda encorvada con alas difusas que terminaba en un rostro eternamente cambiante—. Me pareció escuchar que casi mueres de nuevo, deberías tener un poco de cuidado, Fey-fey.
Rhysand se obligó a no mover ni una ceja.
—Remarco el casi. De todas formas —añadió Feyre—, tengo algo que podría interesarte más que mis... andanzas.
Observó a Feyre mientras ella contaba lo que le había dicho Norrine, la estudiaba en silencio mientras intentaba encontrar alguna pista sobre su pasado, sobre su origen, lo que había hecho que estuviera en la Corte Primavera cuando él necesitaba alguien allí. Habría dado lo que sea por obtener algo de la manera en la que Azriel leía a las personas como un libro, sus ojos la perfilaron y su mente no podía dejar de repetir una y otra vez su rostro adormilado que pasaba a la sorpresa, seguido del golpe de la bota en todo su rostro. En circunstancias normales, habría podido frenar el proyectil antes de que este le invadiera el espacio personal, pero su cuerpo había decidido tomarse un momento más para casi perder el control ante el cuerpo desnudo de la hembra. Sí, había visto a Amarantha en incontables ocasiones donde lo único que la cubría era su propio pelo, y a otras que eran tan bellas que podían pasar por pequeñas diosas en un cuerpo mortal. Técnicamente había estado bailando indecentemente con ella Bajo la Montaña. Que lo hirvieran vivo en el Caldero si no había estado deseando haberla encontrado antes o en circunstancias donde no tuviera que estar con la cabeza enfocada en la guerra que se avecinaba.
—Ahora es nuestro turno de preguntar —dijo ella, antes de darle un codazo que lo hizo regresar a la realidad. El Tallador lo miraba divertido, como si supiera perfectamente dónde había estado su cabeza, y, si tenía que ser honesto, era más que probable. Se aclaró la garganta antes de encontrar las palabras.
—Supongamos que tengo una parte, muy pequeña, de una persona y la quiero revivir...
—Eso es muy amplio, ¿qué tan pequeña es esa parte?
Rhysand fingió pensarlo, revoleando los ojos a lo largo de las paredes del oscuro y vacío pasillo donde estaban, antes de decir un ojo. El Tallador dudó por un momento antes de asentir para sí.
—Es posible, sí —y se volvió hacia Feyre—. ¿Siguen buscando al Caldero con tus hermanas? Fey-fey, creo que ya te dije que no es lo más sensato... Tampoco es como si alguna vez hubiéramos podido detenerlas cuando tenían algo en mente.
Feyre parecía relajada, aunque sus ojos y las alas estaban firmes, listos para entrar en acción de un segundo a otro. Hubo una sonrisa en sus rasgos, así como un ligero rubor antes de murmurar un gracias. Se despidió diciendo que volvería en algún momento a visitarlo, o iría alguna de sus hermanas, e hicieron el camino de regreso sin decir ni una palabra hasta que estuvieron fuera, con el viento salado recibiéndolos con alegría, al igual que las olas embravecidas.
Recién entonces Rhysand se paró frente a ella, mirándola fijamente a los ojos.
—¿Qué tan adelantada estás respecto a lo de Hybern?
Hubo un momento en el que Feyre pareció querer responderle, pero antes de que pudiera decir algo, su cuerpo entero empezó a sacudirse por una tos que se iba volviendo más y más ronca. Cualquier pensamiento racional abandonó su mente mientras se acercaba a ella, tratando de ayudarla como pudiera. Una sensación de malestar lo invadió en un instante que ella apoyó una mano contra su pecho; como si hubieran lanzado una cubeta de agua, notó un malhumor que no era suyo. Aturdido, dio un paso hacia atrás.
—Poco más de lo que tú sabes ahora —logró decir ella al final, jadeando—. Me encantaría poder decirte todo, pero... —Levantó su mano derecha, donde le pareció ver una cicatriz o una marca, no estaba seguro, pese a que entrecerraba los ojos y enfocaba la vista. Escuchó que empezaba a querer explicarse, pero la detuvo antes de que siguiera. Sacudiendo la cabeza que en cualquier momento iba a estallarle.
—En cuanto puedas, quiero que me lo digas —dijo, mirándola a los ojos—. ¿Eso tiene relación con tus defensas mentales? —preguntó, señalando con la barbilla a la muñeca. Feyre asintió al cabo de un momento.
—Hay cosas que no puedo permitir que salgan, todavía. Oculté la existencia de Velaris —Rhysand sintió que algo dentro de sí ronroneaba—, y tú también lo hiciste, y muchas cosas más que no son mis secretos. Nunca iría en contra de ti, ni de Prythian.
Estaba por decirle algo, quizás un agradecimiento por el silencio, que había captado el asunto de querer buscar el bien de su tierra, cuando el estómago de Feyre gruñó audiblemente. Ella pareció avergonzarse e inmediatamente se cubrió con sus brazos y alas, como si así pudiera amortiguar el sonido que simplemente aumentó. En otras circunstancias se habría reído a más no poder de lo fuerte que había sonado, casi como un gruñido del dragón de Middengard, pero su propio estómago estaba a punto de traicionarlo. Le costó lo suyo el mantener la seriedad mientras le ofrecía ir a comer algo.
Hubo un momento de duda antes de que Feyre asintiera despacio con la cabeza. Sí había pensado en darle algo para comer antes de salir, y admitía que el haberla visto recién levantada, más el golpe de la bota, había echado por tierra cualquier pensamiento e intención que hubiera tenido hasta ese momento. De no haber sido por aquel gruñido, bien podría haberlo olvidado hasta mucho más tarde, y habría buscado una excusa para cobrar la deuda antes de que fuera demasiado tarde.
Le ofreció su mano, pegándola a él antes de que dijera algo, y los llevó hasta una panadería que quedaba cerca del establecimiento de Rita, allí solía haber un panadero que podía cocinar unos panes, casi tan buenos como los que hacía su madre, en su humilde opinión. Le faltaba un poco más de especias que crecían cerca de las Montañas Illyrianas, pero la textura era parecida, el sabor a veces le recordaba sus años en el Campamento y a tiempos mucho más alegres. En cuanto soltó a Feyre, le preguntó qué deseaba y ella dijo que lo que él eligiera estaba bien para ella. Con una sonrisa pícara, terminó dándole la mitad del pan que había comprado.
—Te devuelvo lo que te deba luego —murmuró ella, con las mejillas rojas mientras devoraba un pequeño pedazo de miga que había pellizcado. Rhysand negó con la cabeza, dando un mordisco a su mitad de la hogaza. Si su madre lo viera, seguramente le habría recriminado por comer sin modales frente a una hembra. Sonrió para sí.
—Por mi culpa no desayunaste, es lo mínimo que puedo, y debo, hacer —replicó. Vio de reojo cómo la protesta estaba a punto de salir de la boca de ella, pero bastó con que le arqueara una ceja y le dedicara una mirada dura para que ella bufara algo como "machos insufribles" por lo bajo. Rhysand rio entredientes, mirándola de reojo mientras hacían su camino de regreso a la Casa del Viento.
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