Parte 3

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —preguntó Aldo con la vista clavada en la pequeña polong, la cual se encontraba sentada con las piernas cruzadas sobre la mesa de madera que hacía las veces de escritorio en el cuarto del chico —si lo agarran me van a descubrir y me van a meter a la cárcel.

La preocupación se había convertido en paranoia. No había forma en que alguien pudiera relacionarlo con el ataque. Incluso si encontraban a Everardo, lo único que este podía hacer era decir que él no había sido y aun si demostraba su inocencia ("culpable hasta demostrar lo contrario" era el lema no oficial de la policía en este país) la policía jamás podría adivinar lo que en realidad le había ocurrido a la malparida de Mónica.

Aun así...

—No me queda otra opción... mátalo —dijo mostrándole una foto del tipo y dándole a olfatear una goma de mascar usada que había arrancado de abajo del pupitre en el que Everardo normalmente se sentaba.

Un enorme gesto de ¿felicidad? ¿gusto? ¿satisfacción?, se dibujó en el rostro de la polong, quien conjuró a su inseparable peleist, para de inmediato partir rauda con rumbo indeterminado, mientras Aldo se quedaba ahí sentado, con la barbilla clavada sobre la mesa, cavilando, pensando, tratando de decidir si podía confiar en la criaturita.

Nunca le había fallado, es decir, en los años que la tenía solo la había usado para ayudar a Astrid, pero según el diario de su abuelo, el diminuto demonio nunca fallaba. Nunca.

***

Furia. Coraje. Fuerza. Poder... poder era lo que sentía mientras veía cómo el prisionero, totalmente desnudo, se arrastraba tratando de alejarse de él. El ambiente húmedo y frío permeaba cada centímetro cuadrado de aquella mazmorra bajo un castillo, las antorchas brillaban sin emitir calor alguno, proyectando sombras que se retorcían sobre el piso y las paredes, mientras él se alzaba alto y poderoso frente al despojo de hombre que lloraba en el piso.

Rápido como un lobo, logró acercarse al preso y tomarlo por los cabellos. El hombre de piel cetrina y rala cabellera negra lloró y gritó, pidió piedad y rogó por su vida, pero él no escuchó. Con fuerza sobrehumana lo arrojó contra una pared y aquel rebotó con un tétrico crujido de huesos; tras un segundo, mientras el gran guerrero se acercaba con paso lento y deliberado, el prisionero alzó la cara y escupió sangre.

Un golpe rápido, violento, feroz, hizo que este volteara el rostro, pero ya no intentó luchar, ni siquiera trató de alejarse, simplemente se quedó ahí, tirado, desvalido, temblando de dolor y de miedo mientras él, vestido en una impresionante armadura negra, se quedaba parado ante su víctima y, simplemente, estiraba un pie, colocándolo bajo su rostro. El prisionero lo entendió y de inmediato lo besó, lo besó una y otra vez, hasta que él carcelero se cansó, volvió a tomarlo por el cabello y lo alzó, con una sola mano, hasta la altura de su cara.

El pobre renacuajo lloró y se retorció de dolor, pero no hizo ningún intento por huir, mientras sus pies colgaban casi medio metro por encima del piso. Luego: un golpe brutal al estómago que atravesó al desdichado de lado a lado.

La sangre escurrió por su antebrazo y chorreó hasta el piso, donde formó un lúgubre y oscuro charco de donde comenzó a emerger, de pronto, la figura de la polong, pero mucho más grande; más alta, incluso, que Astrid, clavando sus negros ojos oblicuos en el chico y lamiendo con sensualidad la sangre que escurría de sus dedos.

La polong se acercó a él, contoneando las caderas, moviéndose con voluptuosidad hasta que sus pechos, desnudos pero chorreando sangre, tocaron su cuerpo, el cual había sido despojado de la armadura y ahora se encontraba desnudo frente a la criatura, la cual acercó su boca llena de dientes puntiagudos a la de él y...

¡Tac-tac-tac!

¡Tac-tac-tac!

El ahora violento golpeteo contra el cristal lo sacó de un sueño que comenzaba a tornarse en una pesadilla.

***

Venía herida. No sabía qué demonios había pasado, pero era la primera vez que la veía lastimada. También el peleist se veía bastante maltrecho, las antenas rotas y una pata colgando en un ángulo poco natural, no obstante, no bien la polong se bajó de él, la pequeña criatura desapareció como ya era usual.

La polong, en cambio, se quedó parada un momento sobre la mesa y no bien su montura se desvaneció entre la acostumbrada nube púrpura, aquella se derrumbó sobre la madera manchada de café y comida, ante la mirada asustada de Aldo.

Sin saber qué más hacer, el chico se apresuró a tomar su aguja y a pincharse un dedo, el cual acercó a la criaturita que yacía desvanecida en la mesa. Esta, no bien olió la sangre, dejó escapar un maullido que taladró los oídos de Aldo y se abalanzó sobre su alimento.

La criatura consumió la gota de sangre de un solo sorbo, pero en esta ocasión no se despegó del dedo de Aldo, por el contrario, clavó su diminuta boca en la herida y comenzó a succionar con desesperación. Al instante, una extraña sensación invadió al muchacho, una sensación de mareo en la que el piso bajo sus pies parecía voltearse de cabeza, al tiempo que su cabeza giraba alocadamente sobre su cuello.

Prácticamente incapaz de defenderse, tras un instante del ataque de la polong, Aldo sintió como si un profundo abismo se abriera bajo sus pies. Aquel abismo, sin embargo, no se tragó su cuerpo físico, sino que jalaba su mente o su alma o su espíritu o todas aquellas cosas inmateriales de las que tanto había oído hablar y que nunca en su vida creyó que llegaría a extrañar si acaso le faltaban.

Su instinto de supervivencia, por fortuna, se hizo cargo de la situación. En el último segundo posible, con una fuerza salida de quién sabe dónde, logró mover su otra mano lo bastante rápido como para golpear a la polong y arrojarla contra una pared.

La criatura chocó contra el muro y cayó al piso, un tanto maltrecha y mucho más que furiosa. Casi al instante, una serie de penetrantes bufidos llenaron la habitación y antes de que Aldo pudiera hacer algo, el peleist había reaparecido, totalmente sano, como si nada le hubiera ocurrido.

No bien apareció, el demoniaco grillo comenzó a brillar y a chillar sin control, por fortuna algo había leído Aldo al respecto en los cuadernos de su abuelo y, tomando una navaja para papel de entre sus cosas, hizo un rápido corte en la palma de su mano y un chorro de sangre cayó de inmediato al piso, llamando la atención no solo de la polong, sino también del peleist, los cuales se arrojaron sobre el rojizo charco y bebieron hasta saciarse.

En tanto, el chico corrió al baño, se lavó y desinfectó la herida, tras lo cual volvió a su habitación, donde el peleist había desaparecido y la polong lo esperaba sentada sobre su escritorio, con las piernas cruzadas y emitiendo un suave y melodioso ronroneo.

Aldo entró con cuidado, sin quitarle los ojos de encima al pequeño demonio y tanteando cada espacio conforme avanzaba hacia su cómoda, tomaba la botella y se acercaba con excesiva precaución hacia donde la criatura simplemente lo observaba, como si no hubiera pasado nada.

El muchacho destapó la botella y la dejó sobre la mesa, esperando que la criatura se metiera por su propia voluntad. Sin embargo, esta ignoró su "habitación" y de un salto se colocó sobre la mano herida de Aldo. Por mero instinto, el chico retrocedió y se cubrió la cara, pero ni siquiera se atrevió a retirar la mano herida, la cual dejó extendida sobre la mesa, en tanto la polong se subía a ella y emitía un suave ronroneo, al tiempo que restregaba sus diminutos pechos sobre el profundo corte, el cual comenzó a sanar como por arte de magia.

Al instante, una nueva sensación invadió no solo el cuerpo sino la mente de Aldo. En esta ocasión, un sentimiento mezcla de alegría, excitación sexual y placer, combinados todos en uno solo, saturó sus sentidos llevándolo a un estado de éxtasis tan intenso que, tras unos cuantos segundos, cayó desvanecido sobre el suelo de su habitación.

***

—¡Ya levántate, huevonazo! ¿Qué no piensas ir a la escuela?

La voz de su hermana se coló con violencia a través del negro velo de la inconsciencia, al tiempo que la luz del sol taladraba sus párpados hasta el centro mismo de su cerebro, mientras Aldo intentaba moverse, el cuerpo tieso y la mente entumida, intentando recordar los sucesos de la noche anterior.

No supo cómo, pero había llegado a su cama, donde yacía hecho un ovillo, cubierto por completo por sábanas y cobijas, con la mano completamente curada.

Un brusco movimiento le reveló un diminuto bulto a su lado sobre la almohada, bulto que se movió en cuanto lo sintió a él intentando estirarse por debajo de las cobijas; era la polong, el pequeño demonio se había acurrucado junto a él y ahora lo miraba con algo parecido a la ¿ternura? ¿amor?

Aldo se asustó. La traducción de su abuelo no decía nada de aquello y el chico no sabía qué hacer, apenas atinó a tomar la botella y acercarla a la criatura. Con una mezcla de tristeza y decepción, la polong se volvió a ver a Aldo, antes de brincar dentro del recipiente, donde se acurrucó y se quedó tan quieta que el chico se preguntó si no se iría a morir.

***

Unas 10 patrullas estaban frente a la escuela... y una ambulancia... una ambulancia del servicio forense.

La puerta estaba cerrada y decenas, quizá un centenar de alumnos se arremolinaban frente a ella, cuchicheando y estirando el cuello por si alcanzaban a ver algo.

Aldo se mezcló entre la multitud y, como siempre, empezó a escuchar.

"¿Lo mataron?"

"¿Quién es? ¿Quién es?"

"Dicen que quedó bien feo, que según le rompieron..."

"¿Es el pandillero?"

"Dicen que toda la noche..."

"...novio de la Moni."

"¿Y tú lo viste?"

"...pinche drogadicto. A mí me robó..."

"Nadie sabe."

Frases sueltas, voces cargadas de incredulidad, algunas de malicia e incluso, algunas pocas, de lástima.

A la distancia, bajo la sombra de la arcada de entrada, la regordeta figura de la directora hablaba con un tipo trajeado, mientras una decena de uniformados y gente con batas blancas revoloteaban alrededor.

No obstante, todo aquello pasó a segundo o tercer plano cuando el breve destello de una corta cabellera azabache con un mechón morado al frente secuestró tanto sus ojos como su cerebro.

Sin pensarlo siquiera, Aldo se abrió paso a codazos y empujones entre la pequeña multitud, hasta quedar a espaldas de Astrid. Su aroma era embriagante y su mera presencia lograba que el muchacho gravitara a su alrededor como una pequeña luna alrededor de una enorme estrella gótica.

—Ummm... esteee... ¿hola?

Con timidez, Aldo tocó el hombro de la chica, quien se volvió con una maldición en los labios.

—¡No me toques...! Ah, Al... ¿Aldo verdad? Eres tú.

—Hola, ¿có-cómo estás?

El silencio de la chica intimidó a Aldo, quien retrocedió medio paso y estaba a punto de dar media vuelta y marcharse cuando...

—Ojalá hubiera sido yo.

—¿Dis-disculpa?

—Dicen que lo encontraron en el taller de carpintería, todo madreado; parece que le rompieron todos los huesos y hasta la cara.

—¿Ah, sí? —Aldo paseó una mirada nerviosa alrededor de la multitud, temeroso de que alguien hubiera escuchado aquello.

—Sí, se lo putearon bien chido al perro ese.

—¿Y-y-y q-qué hacía aquí en la noche?

—¡Y yo qué madres voy a saber! ¡Robándose la herramienta pa' venderla y comprar droga, seguramente! O de plano robándose el pegamento de contacto para no tener que esperar pa' ponerse la chida.

Sin saber por qué, Aldo respiró aliviado. No obstante, otro diminuto gusanito de duda comenzó a taladrar su mente.

—Pero ojalá hubiera sido yo.

Hasta que el oscuro tono en la voz de Astrid lo arrancó, al menos de momento, de su paranoia.

—N-no digas eso.

—¿Y por qué no? Yo feliz si me hubiera encontrado al puto ese pa' ponerle la madriza que dicen que le metieron.

—¿T-tú lo viste?

—No, dicen que fue una de intendencia que se encontró al muertito... ¿quieres verlo? —Una diabólica chispa brilló en los negros ojos de Astrid mientras se volvía para ver a Aldo.

—¡Q-q-qué!

—¡Sí, no se lo han llevado, todavía está en el taller! ¡Vente, vamos!

Una sensación casi orgásmica revolvió su cerebro cuando la mano de la chica alcanzó la suya y comenzó a arrastrarlo hacia la esquina más cercana, donde dobló apresuradamente, para luego dirigirse hacia la calle de atrás de la escuela.

***

—¡JAJAJAJA! ¡¿Lo viste?! ¡¿Sí lo viste ahí todo puteado?! —Astrid caminaba y daba vueltas sobre su propio eje, en una torpe imitación de una bailarina de ballet, que Aldo, por alguna razón, encontraba adorable —¡Estuvo bien chido ¿a poco no?!

El muchacho no podía compartir del todo la enfermiza alegría que la chica exudaba en aquel momento, el mero recuerdo el rostro desfigurado por los golpes y cada articulación del antes robusto cuerpo doblada en una posición totalmente antinatural le producían escalofríos.

Curiosamente, recordó Aldo, no había ni una gota de sangre sobre o alrededor del cuerpo, pero no sabía si había sido la polong que había aprovechado para alimentarse más o si el "trabajo" que había hecho había sido tan meticuloso que solo había roto huesos y dislocado articulaciones sin perforar la piel.

Por otra parte, se preguntaba cómo lo hacía, cómo lograba aquellos ataques tan insidiosos y tan perversos ¿sería que podía aumentar de tamaño y ni siquiera su abuelo lo había sabido? ¿o sería algún tipo de telekinesis, como en los comics, lo que le ayudaba a destrozar así un cuerpo humano? Aldo no la había visto, pero decían que Mónica también había recibido una golpiza antes de ser violada.

—Ya me imagino lo que sintió el puto cuando le pusieron esa madriza, pa' que se le quite lo que le hizo a la Moni.

De repente, Aldo recordó el sueño que había tenido la noche anterior y en ese momento se dio cuenta de que él sabía exactamente cómo se había sentido el pobre imbécil. Tal vez no se lo merecía, después de todo, él lo había ayudado una vez cuando unos vándalos de otra escuela lo habían querido asaltar... pero no, no podía dudarlo, si el tipo hablaba todo se habría descubierto.

—¡Jajajaja! ¡Neta qué chido, eh, qué pinche chido!

Además, la felicidad de Astrid valía cualquier precio, incluso una vida... no, mucho más que una vida o dos o tres... por ella, habría podido pedirle a la polong que destruyera el mundo y de pronto, se preguntó si acaso la criaturita tendría el poder para hacer aquello.

De repente, mientras él tenía la vista clavada en el piso, chocó con algo, algo tibio, algo turgente, dos enormes esferas de piel y carne que lo detuvieron como si chocara con una nube.

—¿Oye y si vamos hoy en la noche al velorio del puto ese? ¡Quiero volver a verlo todo puteado!

Las palabras de Astrid se perdieron en algún lugar entre los oídos y el cerebro de Aldo, el cual estaba muy ocupado tratando de procesar la extraña sensación de los enormes pechos de la chica taladrando sus clavículas, al tiempo que sus manos se independizaban del resto de su ser y tomaban a la joven por la cintura.

Nunca supo exactamente lo que había pasado; en las horas por venir, mientras analizaba aquel punto de inflexión en su vida, ni siquiera podría acordarse cómo era que sus manos habían atraído el rotundo cuerpo de Astrid hacia él, ni cómo había sido que sus labios se habían encontrado de repente sobre los de ella en un torpe intento de beso, lleno de agresión y totalmente vacío de amor o ternura.

—¡Óyeme, pendejo, qué te pasa!

Astrid lo arrojó con violencia, al tiempo que se pasaba la mano por los labios con un gesto de asco y clavando sus ojos, como los puños de un campeón de box de peso completo, en la cada vez más pequeña humanidad de Aldo.

—¡Y-y-y-yo l-l-l-lo si-si-si-siento, no sé-no sé qué me pasó!

Pero la mirada de Astrid lo decía todo, una repulsión que él no acababa de entender —y que jamás podría asimilar— inundó los ojos que había adorado desde hacía casi un año.

—¡No me gustas, pendejo! ¿Entendiste? Nada más que me diste lástima...

Y si algo quedaba todavía de pie en su mundo, aquella simple palabra terminó de derrumbarlo. Aldo ya no escuchó lo demás y echó a correr haciendo a un lado a la joven en su alocada carrera, carrera que no paró hasta llegar a su casa, donde se encerró en su cuarto con un gesto oscuro y pensamientos todavía más oscuros, a la espera de que cayera la noche.

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