Parte 2

Besos y más besos de Kat. Caricias y las piernas de ambos entrelazadas en un ritual de amor y deseo. Manos que apretaban, rozaban o acariciaban. Dedos que rascaban, pellizcaban o penetraban.

Un sueño, otro sueño como desde hacía... ¿cuánto?... ¿dos semanas?... ¿tres? Las que fueran, él no quería que terminara. Un camino de besos desde su cuello, a través de su pecho y de su abdomen hasta llegar a su entrepierna.

Un beso, otro beso y luego... la gloria... el paraíso en una boca incansable e inquieta.

Un orgasmo tan intenso que lo despertó apenas unos minutos antes de que el sol se alzara sobre el horizonte y justo a tiempo para ver llegar a la polong a lomos del incansable peleist.

Abrió la ventana, alimentó a la criatura y volvió a dormir. El sueño, desgraciadamente, no se repitió. En cambio, cayó en una pesada inconsciencia, tan profunda y tan oscura que, pensó luego, seguramente eso era lo que se sentía al estar muerto. La negrura. La nada.

***

"¿Qué tienes?", la voz de Mónica sonaba preocupada, pero Aldo no pudo dejar de notar un dejo de satisfacción en ella.

"Estoy muerta de sueño", fue la lacónica respuesta de Astrid, quien se dejó caer sobre el pupitre.

Francamente, pensó Aldo, las ojeras naturales le sentaban de maravilla, mucho mejor que las que ella misma trataba de imitar con pintura y maquillaje. Lo único que no le gustaba eran los moretones que Astrid intentaba disimular con mangas largas y mallas negras. Lamentablemente, no había forma de evitarlo, era parte del trabajo de la polong. Además, a juzgar por lo que se podía ver, ella ya había perdido algunos kilos y, seguramente, eso compensaría la fatiga que la tenía de malas todos los días desde hacía dos semanas, tiempo en que había empezado a ayudarla.

Sin darse cuenta, Aldo se les había quedado viendo, embelesado por aquella corta cabellera, negra como la noche, que un par de días atrás había adornado con un mechón morado al frente, el cual lucía extrañamente seductor enmarcado por la redonda cara de Astrid, quien, como era usual, ni siquiera parecía notarlo.

—¡Qué! ¡¿Qué me ves, pendejo!? —Todo lo contrario de Mónica, quien clavó en él las dos estacas cafés que eran sus ojos cuando se enojaba, justo como en aquel momento en que lo descubrió perdido en la negra cabellera de Astrid —¿Te gusto? ¡Llégame!

¡Imbécil! ¿De verdad no se daba cuenta? ¡Ni siquiera la estaba viendo a ella! ¿Para qué molestarse con ver a aquella güera de rancho, flaca, cuadrada y panzona, cuando la diosa gótica que era Astrid estaba a su lado?

—¡Ay, Moni, déjalo! No hace nada. Es raro, pero es tranquilo, ¿verdad, Alan? —Lo defendió Astrid con el mismo tono con que defendería a un cachorrito perdido.

—Aldo —alcanzó a balbucear él.

—¿Perdón?

—Aldo. Me llamo Aldo.

—¡Ah, lo siento! Aldo.

—¡Sí, sí, sí! Alan... Aldo... Asno... como sea. No me gusta que se me queden viendo, ¿entendiste? —sentenció la estúpida de Mónica mientras tomaba a Astrid del brazo y comenzaba a arrastrarla hacia la puerta del salón.

¡Perra! ¿Cómo era que Astrid no se daba cuenta de la envidia que le tenía su supuesta amiga? Era evidente que este pequeño drama, así como la mayor parte de sus intentos por "protegerla", no eran sino una demostración de los celos enfermizos que la güera pelos de escobeta sentía por su "amiga".

Pero aquello no iba a quedarse así. La muy zorra iba a pagar aquella humillación y toda aquella hipocresía con lo que más valoraba en su puta vida.

***

—Viólala —Fue la orden que le dio a la polong mientras sostenía frente a ella su celular con una foto de Mónica y le daba a oler un mechón de cabello que había obtenido del cepillo que aquella siempre guardaba en su mochila.

Eso, eso precisamente era lo que más valoraba Mónica de sí misma: su virginidad. No eran pocas las veces en las que la había oído jactarse ante Astrid de la forma en la que le había "parado los tacos" a tal o cual muchacho que había llevado a su casa mientras estaba sola. Él mismo había sido testigo cuando, en alguna ocasión, Everardo, uno de los pandilleros más "famosos" de la escuela, había salido furioso de un salón supuestamente vacío, fajándose la camisa y abrochándose el pantalón, mientras Mónica se asomaba detrás de él, con una socarrona sonrisa de oreja a oreja.

"Una mamadita como sea, ¿pero mi virginidad? ¡Ni que estuviera tan bueno, el pendejo! Mi virginidad va a ser para mi esposo", había sido el discurso que aquella y más de una docena de veces la había escuchado decirle a su "amiga" supuestamente en secreto, pero tan alto que cualquiera a menos de cinco metros de distancia podía escucharla.

Una chispa de maldad brilló en los ojos de la criaturita mientras la nube morada que invocaba al peleist estallaba junto a ella. Sin tardanza alguna, ambos demonios salieron de la habitación, rebotando en las paredes de las casas, en los árboles y en los postes, dejando detrás de ellos un rastro de luz rojiza que no tardaba en desvanecerse y fundirse con el reflejo plateado de una luna que parecía verlo con reproche muy alto en el cielo.

—¡Qué! No le pedí que la matara, nada más que la violara. —Fue la respuesta que Aldo le dirigió al aparente reproche de Selene, quien parecía mirarlo en medio del negro manto de la noche.

***

Llevaba horas, quizá días, martillando aquella antigua estatua, la extraña imagen de una deidad pagana, tan vieja como el tiempo mismo, la representación de una diosa de doble faz; por un lado el rostro hermoso e inmaculado de una virgen, por el otro, las repugnantes facciones de un demonio.

Con cada martillazo, la estatua parecía retorcerse de dolor y con cada gesto y cada convulsión, Aldo sentía un extraño placer que lo excitaba y lo hacía arder de pasión y de dicha.

Por fin, la estatua cedió, cayó hecha pedazos con una suerte de desgarrador grito que retumbó en lo más recóndito de sus oídos y de su consciencia, causándole amor y temor al mismo tiempo.

Detrás de la estatua, un estrecho túnel, poco más que un orificio entre dos montañas. No sabía por qué, pero sentía que debía entrar. ¿Por qué un velo blanco, tan delgado como la gasa, cubría la entrada de un agujero en medio de la selva? Era todo un misterio, no obstante, no hubo problema alguno, simplemente sacó su cuchillo y lo rasgó limpiamente.

Al instante, el terreno a su alrededor se estremeció sacudido por un temblor y un delgado hilo de un líquido rojizo escurrió de las orillas rasgadas del velo, mientras Aldo sentía una erección casi dolorosa, la cual, sin embargo, lo impulsaba a seguir adelante.

El túnel era estrecho, tanto que él apenas entraba, no obstante, también tenía cierta cualidad resbaladiza que lo ayudaba a deslizarse cada vez más profundo, prácticamente hasta las entrañas de la tierra, esto a pesar de que, con cada metro que se adentraba, sentía cómo la montaña misma se estremecía de dolor y se retorcía tratando de expulsar al intruso.

Fue un recorrido lento y difícil, tuvo que luchar por cada centímetro, por cada metro pero por fin lo logró, llegó a una pequeña puerta o algo por el estilo, más estrecha todavía, pero relativamente flexible; forzó su entrada a través del imposiblemente estrecho umbral y se encontró dentro de una gran cámara de paredes rojizas impregnadas por la misma resbaladiza sustancia que le había ayudado a deslizarse a través del túnel.

En el centro de la estancia, un charco de un líquido rojo —sangre, tal vez—, del cual comenzó a emerger algo, una forma redondeada que, tras unos instantes, Aldo logró reconocer como una cabeza; una cabeza a la que siguió un rostro familiar, el de la polong, que le sonreía con aquella boca de dientes puntiagudos y que lo observaba fijamente con aquellos ojos parecidos a la obsidiana.

Pero antes de que siquiera pudiera preguntarse qué hacía ahí el ya no tan pequeño demonio, el muchacho fue invadido por una extraña pero poderosa sensación, una reacción física en su entrepierna que crecía conforme pasaban los segundos, cada vez más profunda y cada vez más y más intensa, tanto, que lo hizo estallar en convulsiones casi dolorosas y en sonoros gemidos que...

Tik, tik, tik

El golpecito en la ventana lo arrancó de aquel extraño sueño. Empapado en sudor y con su abdomen escurriendo de aquel fluido blancuzco y pegajoso. Se acercó a la ventana y dejó entrar a las dos criaturas, el peleist se desvaneció y la polong se paró frente a él, cubierta de pies a cabeza por un líquido resbaladizo, el cual emitía un muy particular olor que Aldo nunca había percibido, pero que de inmediato lo hizo recuperar su erección.

La criatura seguía ahí parada, con sus ojos —como un par de almendras hechas de oscuridad y miedo— clavados fijamente en él, esperando a ser alimentada. Sin embargo, lo extraño y lo intenso del sueño lo habían dejado totalmente exhausto, demasiado incluso para cumplir con su parte del trato, de modo que tomó la botella y le indicó que se metiera. La diminuta criatura, no obstante, no quiso obedecer, por el contrario, con un gesto de ira en su diminuto rostro señaló al dedo del muchacho.

Fastidiado y totalmente agotado, Aldo la agarró con una mano y la metió por la fuerza. No obstante, no bien la tapó, la polong comenzó a emitir un agudo sonido, parecido al maullido furioso de un gato, el cual fue aumentando en intensidad hasta que, finalmente, hizo estallar el recipiente en manos del chico. Las astillas de vidrio volaron por toda la habitación y varias de ellas se le clavaron en brazos y piernas, provocándole pequeños pero dolorosos cortes.

La sangre brotó y, rápida, hambrienta y desesperada, la criatura se abalanzó sobre la gota más cercana, bebiendo, sorbiendo y chupando tan ruidosamente que Aldo temió que, tras el zumbido y el ruido de la botella rota, aquello terminara por despertar a su madre y su hermana en la habitación de al lado.

Por fortuna, nada de aquello ocurrió. La polong se sació de sangre y miedo y se sentó sobre la mesa, esperando a que su "amo" limpiara el desastre, se lavara las heridas y consiguiera una botella de brandy, de las muchas que había vacías en la alacena, donde por fin pudo meter al diminuto demonio.

***

Ya no pudo dormir y no solo por aquel salvaje sueño o por la profunda impresión que el despliegue de furia de la polong causó en él, sino porque cuando terminó de limpiar, de curarse las heridas y de bañarse ya eran las siete de la mañana, hora de vestirse y salir a la escuela. Aunque ya era seguro que perdería la primera clase.

Al final, también perdió la segunda y no bien entró al salón, pudo notarlo de inmediato: el ambiente estaba raro, como tenso. Pequeños grupos cuchicheaban aquí y allá mientras esperaban que el profesor Ramírez llegara. Un tanto inquieto por la pesada atmósfera que llenaba el salón, Aldo tomó su lugar, mientras con la vista buscaba a Astrid, sin poder encontrarla.

Incluso el maestro, cuando llegó, se veía consternado, con un gesto de preocupación en el rostro, pero no hizo comentario alguno, se limitó a pedir silencio y a impartir su clase como siempre. Eso sí, terminó 10 minutos antes de la hora y salió casi con prisa, con apenas un ademán a modo de despedida y sin dejar el aluvión de tarea que acostumbraba dejarles, sobre todo en lunes.

En cuanto el maestro se marchó, un par de compañeras se levantaron y pasaron al frente del pizarrón, ante la mirada expectante de toda la clase.

—Por favor compañeros, solo vamos a quitarles un minuto. Todos ustedes ya saben lo que pasó y solo queremos pedirles que nos acompañen en una oración por nuestra compañera Mónica.

La mayoría agachó la cabeza y siguieron a las dos jovencitas en un rápido, pero sentido "Padre Nuestro", otros cuantos solo se leventaron y esperaron en respetuoso silencio, dos o tres más prefirieron escabullirse por la puerta tan rápido como pudieron y solo Aldo se quedó ahí sentado, la vista clavada en su cuaderno, con un gesto de profunda intriga, tratando de deducir exactamente qué había pasado... qué demonios había hecho.

***

Tardó casi toda la mañana en averiguarlo. Espiando conversaciones, interpretando gestos, captando palabras sueltas aquí y allá. Un grupito de chicas de primero, al borde del pánico, decían que había sido "el pandillero ese del novio", Everardo. Los amigos de este, en cambio, juraban y perjuraban que él no había sido, que había ido un rato con ella en la tarde, pero que toda la madrugada, cuando había ocurrido el ataque, había estado con ellos "chupando".

Aldo nunca se había percatado de las ventajas que tenía el ser "invisible", toda la mañana se la había pasado escuchando charlas ajenas y, además de que nadie había protestado, se había enterado prácticamente de toda la verdad o, al menos, de lo que todos creían que era la verdad.

Lo único que le faltaba saber era dónde estaba Astrid, no estaba en el hospital donde Mónica yacía en coma, ni tampoco estaba en casa de esta, ni mucho menos en su propia casa, donde su padre y su tía —quienes la habían criado cuando su madre los abandonó— apenas si la dejaban respirar. Así, solo se le ocurrían dos lugares más donde podía estar: el centro comercial donde vagaba por horas con Mónica sin comprar nada, solo coqueteándole a cuanto palurdo se les cruzara enfrente, o en el techo del edificio de talleres de la escuela.

Era el edificio más viejo de la prepa 10, una antigua bodega más vieja que la escuela misma, reacondicionada como pequeños cubículos para los talleres de carpintería, electricidad, robótica y otros. Una escalera que era parte del edificio original, y que la escuela no había querido gastar dinero para quitar, llegaba a la estructura metálica que soportaba el techo en forma de arco fabricado con lámina galvanizada. De ahí, un tragaluz, cuyo candado había sido forzado hacía años por alumnos que buscaban un lugar para emborracharse o drogarse sin ser molestados, daba al peligroso techo.

Con los años, la vetusta edificación había sido rodeada por edificios más nuevos y más altos, sin embargo, un buen observador podía encontrar un punto entre un par de ventilas que estaba bien oculto desde prácticamente todos los ángulos y ahí estaba Astrid.

La negra cabellera totalmente despeinada por el fuerte viento, los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar, las ojeras más marcadas que nunca y sin una gota de maquillaje. Pálida, demacrada, desvalida, un cuadro tan enternecedor que Aldo no quería romperlo con su desmañada presencia, al grado que estaba a punto de retirarse cuando la lámina rechino bajo sus pies.

—¿Quién está ahí? —preguntó Astrid al tiempo que volvía la cabeza —Ah, Alan, eres tú.

—Aldo.

—Ah, sí, Aldo, lo siento —se disculpó mientras volvía a clavar la vista en la calle que corría detrás de la escuela —¿qué haces aquí?

—Meee... me... me gus... me gusta venir de vez en cu-cuando —mintió él torpemente.

—¿Ah, sí? Nunca te había visto —respondió ella, suspicaz, aunque, para fortuna de Aldo, asuntos más importantes ocupaban su mente en aquel momento.

—Esteee... s-su-supongo que nunca nos habíamos encontrado. —Se odió por esa tartamudez que no dejaba de trabar su lengua cada vez que hablaba con ella.

—Sí... supongo.

—¿Y có-cómo estás?

Ella se volvió a verlo como diciendo "¿qué no ves, pendejo?", pero en vez de descargar su frustración en él se limitó a responder: —mal, muy mal—, en un hilo de voz que despertó la más profunda y desesperada compasión que Aldo hubiera sentido jamás.

—¿Y ya lo encontraron? —Una semilla de una oscura duda había comenzado a germinar en el chico, quien siguió con la vista un solitario auto que circulaba por la calle de atrás de la escuela.

—No, el muy puto está bien escondido —respondió ella clavando en su propia carne las uñas pintadas de negro mate, con una chispa de furia brillando en el fondo de los ojos cafés.

—¿Y es-es-están seguros de que fue él? Es decir, a lo mejor fue otra co-cosa. —La duda comenzaba a convertirse en preocupación.

—¡Claro que fue él! —bramó ella mientras se levantaba, los brazos cruzados frente a su amplio pecho, viendo cómo una pareja corría por la acera de enfrente, tratando de salir lo más pronto posible de aquella solitaria calle —ese hijo de su reputísima madre regresó en la madrugada y como ella no quiso coger la violó y se la madreó ¡Perro hijo de puta!

—Ojalá que lo agarren —respondió Aldo con un hilo de voz, aferrándose a la gruesa pantorrilla de Astrid, quien, en medio de su furia ni siquiera notó el ansioso contacto de aquella mano que se posaba encima de sus medias negras, provocándole una inmediata erección a su dueño; este, por su parte, trataba de disimularlo, con la vista clavada en la calle, donde la parejita ya había doblado la esquina hacia la bulliciosa avenida principal.

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