Parte 1
Los rojos labios se posaron en su pecho mientras la voluptuosa figura de la joven se restregaba sobre sus piernas. Los grandes senos frotando su vientre y las piernas gruesas, macizas, danzando sobre las suyas eran una sensación casi celestial. Un beso en los labios y las delicadas manos de largas uñas rojas trazaron un camino de dolor/placer desde su pecho hasta su cintura, al tiempo que unos ojos profundamente verdes se clavaban en los de él, con la chispa de una promesa brillando intensamente en ellos y justo en ese momento...
Tik-tik-tik
El agudo sonido de golpecitos en el cristal de su ventana se coló como una bola de demolición hasta lo más profundo de su consciencia, arrancándolo del intenso sueño en el que la pelinegra aquella de la serie "Two Broke Girls" había aceptado enseñarle "los misterios del amor y la lujuria".
Como un resorte, Aldo se levantó de la cama y, todavía con las imágenes de la hermosa actriz rondando en su cabeza, se dirigió de inmediato a la ventana, descorrió las cortinas y abrió dejando entrar una fuerte corriente de aire helado que le congeló hasta las pestañas.
Pero algo más entró junto con aquel gélido vendaval que dejó su habitación más fría que el polo norte en invierno: un par de pequeñas figuras, diminutas, más bien, que se quedaron paradas por un momento en el marco de la ventana antes de que una de ellas, que parecía una especie de grillo, desapareciera dejando solo unas cuantas espirales de un vapor violeta.
La otra, parecida a una mujer diminuta, aunque de piel rojiza, sin cabello, de cabeza alargada y ojos enteramente negros, se quedó ahí parada viéndolo ansiosa, mientras Aldo se encaminaba a su buró y tomaba un par de cosas de ahí.
La primera, una afilada aguja que acercó a uno de sus dedos para propinarse a sí mismo un doloroso pinchazo que le arrancó una gota de sangre. La pequeña criatura se agitó ansiosa y en cuanto el dedo estuvo a un palmo de distancia, se abalanzó sobre él, sorbiendo y lamiendo el rojizo líquido hasta dejar absolutamente limpio el dedo de su amo, quien tuvo que retirar violentamente la mano para poder desprenderse de la hambrienta criatura.
La segunda, una vieja botella de whiskey a la que la criaturita entró sin mayores reparos al terminar su festín, con un vibrante zumbido de satisfacción. Acto seguido, Aldo guardó la botella en lo más profundo de su closet para luego irse a dormir, con la esperanza de volver a aquella recámara y a los brazos de la hermosa Kat.
***
Era jodidamente hermosa, alta, muy alta, bastante más alta que él; de cabello negro como ala de cuervo, corto a las mejillas, de piel pálida, con aquel tatuaje de un kanji que supuestamente decía "negro" justo bajo la comisura de su ojo derecho y siempre con aquel "look" gótico que Aldo no entendía muy bien, pero que le encendía el alma hasta lo más profundo.
Además era robusta, mucho más que robusta y Aldo pensaba que así era perfecta, sin embargo, una tarde, hacía como dos semanas la había escuchado hablar con una de sus amigas, quejándose de lo "gorda" que estaba. El chico no lo entendía, definitivamente no lo entendía, ¿cómo era que no se gustaba a sí misma cuando él no podía quitarle la vista de encima? ¿Cómo podía odiar ese cuerpo rotundo y voluptuoso? ¿Cómo podía mirarse a sí misma con tanto desprecio cuando, si ella se lo permitiera, él no podría quitarle las putas manos de encima?
Era todo un misterio, al menos esa parte, de ahí en fuera, él lo sabía todo de ella, empezando por el hecho de que su primer nombre era Altagracia, pero ella siempre se presentaba con el segundo, Astrid; y desde su dirección de correo electrónico hasta la dirección de su casa, desde su página de facebook hasta su horario de clases, desde su talla de zapatos hasta su talla de brasier, en fin, TODO lo que había que saber de ella y él adoraba cada parte, cada instante, cada faceta; atesoraba cada gota de su ser que llegaba a caer en sus manos y lo peor, es que ella ni siquiera se daba cuenta.
Definitivamente ella sabía que existía, habían platicado un par de veces en la cafetería y habían formado parte de algunos equipos de trabajo para la clase del profesor Ramírez, el de historia; sin embargo, para decepción de Aldo, parecía que para ella, él únicamente existía cuando se le paraba enfrente.
Eso lo frustraba, lo frustraba y lo ponía furioso. Odiaba que ella no pensara en él. Odiaba que ella lo viera sólo como otro compañero de escuela. Odiaba que se olvidara de él en cuanto terminaba la única clase que compartían. Odiaba que ella ni siquiera pudiera verlo como "el rarito de la escuela" como la mayoría de sus compañeros lo percibían. Odiaba que su imagen apareciera y desapareciera de su mente como las luces intermitentes de un auto varado en la carretera.
Sí, la odiaba... es decir, la amaba, pero odiaba que ella no le pusiera más atención que la que le prestaba a un pupitre o a un escritorio y lo peor, es que no sabía cómo cambiar aquello, bueno... sí sabía, pero no se atrevía a hacerlo. Aquellos rituales de flores, regalitos y cartitas de amor que su abuelo le platicaba le parecían incomprensibles y los "chats hot", los grupos de "whats", los "packs" por "Face" o "messen" le resultaban tan intimidantes que prefería evitarlos por completo. De hecho, la única razón por la que había abierto una cuenta en Facebook era poder verla y ver las "selfies" que subía casi diario, ya fuera ella sola o con su amiga Mónica, la perra de Mónica que no la dejaba ni a sol ni a sombra.
De hecho fue a ella a quien le dijo aquello de que estaba "gorda" y que "odiaba" su cuerpo. Había sido la semana pasada a la salida de los baños de mujeres, él estaba en la escalera, sentado fingiendo que leía algo en su teléfono, aunque en realidad la había visto entrar y se había esperado a que salieran para poder, aunque fuera, saludarla.
"Me siento horrible, llevo tres días con la dieta y no he bajado ni un kilo, ¿por qué madres tengo que estar tan pinche gorda?", reclamó ella ante una mirada de comprensión de "Moni"; aunque Aldo pudo leer un toque de burla en el fondo de aquellos ojos cafés que, él sabía, la contemplaban desnuda o semidesnuda cada tercer viernes que iba a quedarse a su casa, supuestamente a estudiar, pero realmente para fumar marihuana hasta que las risas de ambas llenaban no solo la casa, sino la calle entera.
Y fue entonces que se dio cuenta de dos cosas, primera: que podía ayudarla, y segunda: que la herencia de su abuelo al fin podía servirle para algo.
***
El cuarto creciente de la luna se alzaba a un tercio de su camino cuando por fin pudo sacarla.
Su hermana mayor había salido con su novia y su mamá ya se había dormido; un six de cervezas y una larga discusión por teléfono con su novio en turno la habían dejado tirada boca abajo en el sillón de la sala, vestida solo con unos mallones negros y un brasier color carne, ahogada de borracha y con la mascara de los ojos corrida por las lágrimas.
Aldo contempló la luna, cual media rodaja de jícama prendida a la orilla de un vaso, que se elevaba por encima del horizonte de casas feas que formaban su barrio, para luego, con un suspiro, dar media vuelta y abrir la puerta del closet para sacar la botella de whiskey, dentro de la cual la diminuta criatura dormía hecha un ovillo.
Todavía recordaba aquel día, hacía dos años, en que su abuelo lo había llamado a su cuartito de azotea en uno de los edificios en el centro de la ciudad. El olor a viejo y a humedad llenaba permanentemente aquel insignificante espacio donde libros y más libros atestaban vetustas estanterías, codo a codo con toda clase de cosas que parecían basura, pero que el viejo atesoraba como si fueran oro sólido.
Mientras esperaba, sentado en una destartalada silla junto a una mesa donde reposaban los únicos plato, vaso y cuchara que tenía el viejo, este último abría un gran baúl de madera y cuero que estaba semi-oculto bajo un montón de ropa vieja y con lentitud, con parsimonia, casi con reverencia, sacaba un objeto de tamaño mediano envuelto en un trozo de franela de color rojo.
Con la misma lentitud y respeto, el anciano colocó el objeto sobre la mesa y comenzó a contarle una de aquellas historias de su juventud que, cuando era niño, Aldo encontraba fascinantes pero que conforme había ido creciendo le parecían más y más disparatadas, al punto en que ya, básicamente, lo único que hacía era darle al viejo por su lado.
En aquella ocasión, una calurosa noche de verano, el abuelo le volvió a contar la historia de su supuesto viaje a Malasia cuando era un jovencito de escasos 16 años que se había fugado de su casa y había conseguido trabajo como cargador en un barco mercante, en el que recorrió prácticamente todo el sureste asiático.
"Pero hay algo que nunca les he contado", aseguró el viejo en un susurro, al tiempo que levantaba el trapo para mostrarle aquella misma botella de whiskey que ahora reflejaba la tenue luz de la luna creciente en manos de Aldo.
Había sido la más negra suerte o una bendición del destino, el anciano aún no podía decidirlo. Hambriento y cansado, tratando de ahorrar el mísero sueldo que recibía por la extenuante labor en el barco, se había metido a un mercadillo local y, en un descuido de un hombre que entonces era tan viejo como él lo era ahora, jaló un costal que yacía a sus pies y echó a correr como endemoniado entre los gritos del hombre aquel y el desconcierto de los locatarios del mercado, quienes ni siquiera atinaron a tratar de detenerlo.
"Adentro había pura basura, pero también me la encontré a ella", le dijo su abuelo al tiempo que le mostraba la botella con lo que parecía una extraña muñeca en su interior; con el cuerpo perfecto de una mujer de ensueño, pero con unos rasgos tan extraños que Aldo la encontraba más inquietante que deseable.
En un principio, el chico, entonces de 16 años, había pensado que era un tipo de juguete o un artículo decorativo, como una especie de barco en una botella, pero con aquella cosita extraña en vez de un barco. Sin embargo, de repente, la criatura se movió, dio la vuelta y caminó al otro lado de la botella para clavar aquellos ojos rasgados y enteramente negros en la cara del que en aquel entonces era su amo.
Aquella fue la primera vez que la vio alimentarse. Más con una morbosa fascinación que con cualquier clase de miedo o temor, el muchacho había visto a su abuelo realizar el mismo ritual que ahora él hacía cada mañana, cuando la "polong" —como el anciano la había llamado— regresaba del trabajo que le había encomendado.
"Cuídala", fue la recomendación del viejo, "puede ser tu mejor aliada, pero también puede ser tu peor enemiga", dijo entregándole un amarillento libro que amenazaba con desintegrarse meramente con verlo feo y cinco cuadernos relativamente menos viejos. "Aquí está todo lo que necesitas saber, solo te diré que todos los días tiene que beber una gota de sangre de tu dedo. Nunca, jamás, dejes de alimentarla o el libro dice que sufrirás las más terribles consecuencias".
Y Aldo se la llevó. Salió corriendo del cuartito del viejo con su cargamento guardado en una vieja bolsa de mandado. El libro estaba en algún idioma extraño, "malayo", le dijo su abuelo, pero este lo había traducido en los cuadernos, los cuales Aldo empezó a leer como poseído no bien llegó a su casa. Tres días tardó en leer el equivalente a una novela larga de Stephen King y no bien terminó de hacerlo, su madre (milagrosamente sobria) había entrado a su habitación para decirle que su abuelo había muerto.
Sus recuerdos se desvanecieron cuando la polong se agitó dentro de la botella y se volvió a verlo con ojos expectantes. Sacudiéndose la nostalgia, Aldo destapó la botella permitiendo que la pequeña criatura, de algo así como 10 centímetros de alto, saliera con un zumbido de agradecimiento.
No bien tocó el alfeizar de la ventana, la otra criatura, que según la traducción de su abuelo se llamaba "peleist", apareció en medio de una pequeña explosión que dejó una nube de humo morado y, enseguida, un rastro luminoso rojizo, como una línea de luz, se trazó entre su ventana y el techo de la casa de enfrente; las dos criaturas, rápidas como el relámpago, habían partido para cumplir con la misión que su amo les había encomendado.
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