Capítulo 3.
—¿Qué hago? —preguntó Jennie cuando llegó a la cocina.
—Sólo hazme compañía —respondió Rosé. Abrió la nevera y se inclinó, demostrando la maravilla de la ingeniería biológica que era su cuerpo. Los músculos se le movieron suavemente, se tensaron y se relajaron mientras buscaba las cosas dentro del refrigerador. Y tenía la piel dorada del sol...
Alto. ¿Qué estaba haciendo? Su cerebro debilitado por el viaje continuaba fijándose en la anatomía de Rosé. Debería estar preocupándose por «cualquier cosa que hubiera en la nevera». Si Rosé se notaba tan descuidada, seguramente habría sobras de comida china, ketchup y, a lo mejor, una lechuga mustia.
Se sintió aliviada cuando vio que se trataba de comida fresca: un aguacate, unos champiñones, queso y espinacas.
—¿Estás segura de que no quieres que te ayude en nada? —preguntó ella. «Para dejar de comerte con los ojos.
—Nada —respondió ella. Por la forma en que encendió el fuego y puso la mantequilla en la sartén, Jennie constató que sabía apañárselas en la cocina.
La cocina de aquella casa era pequeña... no, acogedora, se corrigió, pensando como una vendedora de pisos. La encimera no era muy grande, pero encantadora, de azulejos blancos y azules bien colocados. El fregadero y el grifo, sin embargo, estaban viejos y oxidados. Tendría que invertir unos cuantos dólares en reemplazarlos, porque el baño y la cocina de una casa eran dos grandes bazas para venderla. La cocina era antigua, pero estaba limpia y parecía que funcionaba bien.
—Al menos, voy a poner la mesa —dijo Jennie, acercándose a un armario que estaba al lado de Rosé, donde imaginó que estarían los platos. Sin embargo, encontró cuencos, frascos de harina y azúcar y legumbres.
—Ahí arriba —Dijo Rosé, y levantó la barbilla para señalarle el lugar mientras cortaba champiñones.
—Perdona —dijo ella, que se estiró para tomar los platos por delante de la rubia.
—No te preocupes —dijo Rosé, sin moverse ni un centímetro.
Jennie sintió sus ojos en el cuerpo y su sonrisa perezosa, y se sintió molesta por la intimidad que desprendía aquella situación. Tomó dos platos y decidió esperar a que Rosé se alejara de la encimera para alcanzar los vasos de agua de la estantería más alta.
Gracias a Dios, los cubiertos estaban en el primer cajón que abrió. Sin embargo, no se arriesgó a buscar las servilletas, que seguramente estarían en un cajón a la altura de la ingle de Rosé, y tomó dos trozos de papel de cocina. Después se acercó a la mesa, en la que había más cosas de Rosé, un manual para reparar bicicletas, un set de llaves inglesas y un taco de revistas de surf, de buceo y de vela.
—Parece que haces muchos deportes acuáticos —le comentó para darle conversación mientras ponía la mesa.
—¿Y qué otra cosa podía hacer, viviendo en la playa? Me gusta pasarme el día en el agua.
Jennie pensó que quizá estuviera bien pasarse el día en el agua de una piscina, limpia y clara, pero no en el agua asquerosa del océano, llena de algas y de criaturas misteriosas que no se veían. Además, el agua salada le irritaba los ojos.
Cuando terminó de poner la mesa, observó cómo Rosé picaba con destreza un trozo de cebolla y la echaba en la mantequilla que borboteaba en la sartén. Estupendas manos.
Jennie se obligó a apartar la mirada, y se fijó en el linóleo del suelo. Estaba descolorido, agrietado y abombado. Habría que cambiarlo también. Esperaba que fuera parte del trabajo de Rosé. Si no, tendría que pagarlo ella.
Era la ocasión perfecta para preguntarle qué era lo que le había pedido Trudy. Se lo preguntaría amablemente, no con su estilo directo habitual. Después de todo, aquella mujer estaba cocinando para ella.
—Supongo que la empresa de construcción para la que trabajas te deja mucho tiempo libre para hacer deporte.
Jake soltó una suave carcajada.
—¿Empresa de construcción?
La miró mientras tomaba el aguacate. Lo agarró con la palma de la mano ahuecada e hizo que saliera el contenido con tanta facilidad que ella casi no pudo creérselo.
—Yo trabajo por cuenta propia.
—¿Y... mm.. cómo te metiste en esto de las reformas?
—Realmente, no estoy en esto de las reformas —respondió ella mientras colocaba el aguacate cortado en forma de abanico sobre la tabla— Tengo amigos en el negocio —empezó a cortar el queso.
¿Había aprendido la albañilería de los amigos? De los amigos del bar, sin duda, mientras fanfarroneaban de sus hazañas en la construcción con unas jarras de cerveza. Aquella chica era una vagabunda que vivía en la playa. Una vagabunda encantadora, pero una vagabunda, al fin y al cabo. Quizá el sentido común de Trudy se hubiera ido al garete incluso antes de llegar a Londres.
—Trudy dice que trabajaste para su vecino —le comentó, en busca de alguna credencial.
—Sí. Fue muy divertido. Y después Trudy me encargó este trabajillo.
¿Trabajillo? ¿Aquello era un trabajillo?
—Así que no eres exactamente un albañil.
—No. Doy clases de buceo, de vela, de surf, reparo bicicletas, esto y aquello.
Al menos, ella tendría otros ingresos y sería capaz de pagar otro alquiler cuando se mudara.
—Bueno, cuéntame lo que Trudy te pidió que hicieras.
—Esto y aquello —dijo mientras rompía los huevos con una sola mano y los echaba en un cuenco a la velocidad del rayo.
—Especifica, por favor.
—Muy bien... Veamos... Reparar el tejado, el agujero del muro entre las dos habitaciones, quitar el linóleo del suelo y poner azulejos... empapelar, arreglar el baño, pintar el interior y el exterior... Eso es todo, creo.
—Eso es mucho —dijo ella, agradecida porque Trudy le hubiera encargado que hiciera tantas cosas, pero preocupada por tener que vivir con el caos y el desorden que todo aquello supondría. Por otra parte, si cancelaba algo, tendría que pagarlo ella misma, y no podía permitírselo—. ¿Y cuánto tiempo crees que tardarás?
—Dos o tres meses. Depende.
—¿Depende de qué? —¿de a qué hora se levantara por las mañanas? ¿De si tenía que consultar un manual?—. Eso es mucho tiempo.
—No se puede meterle prisa a la calidad —dijo mientras vertía los huevos batidos en la sartén, haciendo una pausa para lanzarle a Jennie una sonrisa increíble.
—Oh, sí se puede. Creo que un mes es suficiente. Vamos a intentar hacerlo en un mes. La rapidez es crucial porque esto también será mi oficina hasta que me pueda permitir alquilar un despacho.
—Pero no me molestarás —dijo Rosé, echando unos cubitos de queso en la tortilla.
—Pero tú a mí sí —dijo tan amablemente como pudo—. Yo voy a intentar tener las reuniones con los clientes en sus despachos, pero estoy segura de que tendré que recibir a algunas personas aquí, y para eso necesitaré orden y tranquilidad. La segunda habitación será mi oficina, pero hasta que te mudes, tendrá que ser el salón. Eso significa que las cosas tendrán que estar organizadas.
—La terraza de atrás sería una oficina estupenda —dijo Rosé, señalando con la espátula la puerta trasera.
A través de la ventana de la puerta, se veían las ventanas de la terraza rayadas, el mobiliario de plástico, otra tabla de surf y mucha arena.
—No. Tengo equipo electrónico, un fax, el ordenador, la impresora... el viento y la arena los estropearían. Por no mencionar lo fácil que sería que entraran a robar.
Rosé tiró de la sartén para que la tortilla se doblara en dos y la llevó hacia la mesa.
—Puedo poner Plexiglás y una puerta sólida. El tejadillo le da una sombra muy agradable. La mayoría de la gente mataría por tener una oficina con vistas al océano —cortó la tortilla en dos y dejó que una mitad se deslizara en el plato de Jennie, y la otra en el suyo. Después se sentó enfrente de ella.
—Pero no puedo permitirme gastos extra.
—No te preocupes por el dinero. Habrá suficiente.
—Nunca hay suficiente dinero si no se es muy cuidadoso con él —replicó ella, y se distrajo momentáneamente con la tortilla, que olía tan celestialmente que hizo que el estómago rugiera de impaciencia-
—. De todas formas, me gustaría que terminaras primero el salón. La electricidad es muy importante también. Y preferiría que hicieras las faenas más ruidosas cuando no esté trabajando, es decir, a primera hora de la mañana y al principio de la tarde, o, por lo menos, que te coordines con mis horarios. Cuando vayas a empezar con la cocina, avísame y traeré comida preparada.
—Yo me ocuparé de la comida —dijo Rosé —. Si te gusta como cocino, por supuesto —dijo, y le echó una cucharada de salsa de tomate, hecha con tomates, cebolla y cilantro fresco, sobre la tortilla—. Pruébalo —le dijo, acercándole el plato.
Ella quería acabar con su plan primero, pero para contentarlo, tomó un poco. Oh. Wow. Increíble.
—Esto está taaaan bueno... —dijo, casi sin pararse a tragar antes de tomar otro bocado.
—Me alegra que te guste —sus miradas se cruzaron, y Jennie sintió un chisporroteo alarmante que hizo que dejara de masticar. Rosé observó su cara, y después deslizó los ojos hasta su pecho, para hacer un examen carnal involuntario. Después volvió a mirarla a los ojos, con expresión de estar satisfecha por lo que había visto—. ¿Tienes alguna restricción en la dieta? Alguna cosa que te guste o que no te guste, especialmente? —le preguntó, entonándolo como si le estuviera preguntando por sus preferencias sexuales.
—Me gusta, mmm, todo —dijo ella. Aquello sonó mal.
—Podría poner los suelos de madera también, ¿sabes? —murmuró, en un tono igualmente sugerente—. Si tuviera tiempo suficiente...
Parecía que estaba intentando seducirla... con suelos brillantes de madera y tortillas. Y estaba funcionando. Un suelo recién entarimado atraería a los compradores...
Alto. Rosé sólo estaba coqueteando con ella, sobornándola.
—No puedo pagar el suelo nuevo —dijo ella, apartando la mirada deliberadamente. Rosé se encogió de hombros. Parecía que estaba diciendo «ya veremos».
Jennie se puso a comer tortilla de nuevo.
Rosé se rió y ella volvió a mirarla, masticando.
—Me gusta que disfrutes comiendo. Odio que las mujeres piquen y mordisqueen la comida y finjan que no tienen hambre.
—Yo no suelo fingir mucho —dijo ella, tragando su último bocado. A Rosé todavía le quedaba la mitad.
—No, en realidad, vas directamente al grano —dijo—. Por ejemplo, sé perfectamente que quieres que me vaya de aquí lo antes posible.
—Creo que eso sería lo mejor —dijo ella, y dejó el tenedor sobre el plato de mala gana, mirando la tortilla que Rosé no se estaba comiendo. Debería haber saboreado más la suya —Tengo mucho que hacer, y esta casa es muy pequeña como para albergar a dos personas y una obra —se sentía culpable devorando con los ojos la tortilla de Rosé mientras hablaba de echarlo a dormir a la playa.
—Toma —dijo. Cortó un trocito de su tortilla y se la ofreció con su propio tenedor. Un gesto íntimo, y sin embargo, ella lo hizo de una forma perfectamente natural.
—No, no —dijo Jennie y negó con la cabeza— Ya he comido mucho. —Rosé le acercó más el tenedor, tentándola.
Ella tomó el bocado rápidamente, evitando el contacto visual, temblando por dentro. Entonces sintió el fabuloso gusto de la comida de nuevo.
—Mmm -dijo ella—. Esto es asombroso.
—A la gente le encantan mis parrilladas también. ¿Comes carne?
—Sí.
—Bien. La comida mexicana tampoco se me da mal.
—Ya me lo imagino —dijo ella, disfrutando del sonido de aquellas palabras. Tendría que poner en marcha un plan de aeróbic inmediatamente si iba a seguir comiendo la comida de Rosé... cosa que no haría durante más de dos días. Como mucho.
—Y hago un café estupendo —estaba atacando su punto más débil, por lo menos en aquel momento, que era su estómago—. Y soy buena compañía —continuó, inclinándose hacia delante, cálido, agradable... Jennie tuvo la extraña sensación de que ella tenía ganas de besarla. Y lo peor fue que le gustó la idea. Se humedeció los labios, lo que hizo que Rosé tomara aire antes de continuar—. ¿Y qué te parece...
«¿Un beso? Me encantaría. Sería increíble». Jennie notó que, sin querer, se inclinaba hacia ella y se quedaba atontada con sus fabulosos labios y su sonrisa burlona.
—¿El póquer? —terminó Rosé.
—¿El póquer? —¿era la palabra póquer un término codificado para denominar el tema sobre el que estaban hablando?
—Sí. Me gusta organizar partidas que a veces duran toda la noche.
—¿Toda la noche?
—Sí. Rondas de cinco partidas. Se fija el límite de antemano.
De repente, la situación se aclaró. ¿Qué le pasaba? Rosé estaba hablando realmente sobre el póquer. Era evidente que aquella situación y todos aquellos cambios la estaban abrumando, y estaba usando la atracción física como válvula de escape. Pero aquello era contraproducente. Tenía que concentrarse en su objetivo, no en besos, ni en el póquer, ni en dobles sentidos.
—¿Así que sólo llevas aquí tres semanas y ya tienes amigos para jugar al póquer durante toda la noche y comer comida mexicana?
—Conozco gente de Playa Linda, y he vivido bastante tiempo por la costa. El puerto deportivo donde trabajo está muy cerca. Y hago amigos con facilidad.
Amigos... y amigas, como por ejemplo Suzy. Amigos y amigas que Jennie no quería durmiendo en casa.
—Estoy segura de que eres muy sociable y de que cocinas muy bien, Rosé, pero eso no resuelve el problema.
Entonces ella dijo con acento de John Wayne: —Esta ciudad no es lo suficientemente grande para los dos, forastero. ¿Es eso lo que quieres decir? —Exactamente. —¿Hago que te sientas incómoda? ¿Es eso? —le preguntó, clavándole los ojos miel en la cara.
No tenía sentido mentir. —Sí. En realidad, sí.
—No es mi intención. No tienes que preocuparte. No creo en las relaciones entre compañeros de piso.
—¿Disculpa? —ella notó que le ardían las mejillas.
—No es nada personal. Sólo que es demasiado complicado.
—Oh, ¿sí? —preguntó ella. Por alguna razón se había sentido molesta por que Rosé lo hubiera dicho tan deprisa, como si ella ni siquiera representara una tentación.
—Alguno de los dos siempre quiere convertirlo en algo que no es —añadió Rosé.
—Y ese alguien, supongo, nunca eres tú. —Rosé se encogió de hombros.
—Vivir juntas exacerba el instinto de anidar de las mujeres, me parece, y empiezan a reunir ramitas y palitroques.
—Así que tú piensas que todas las mujeres que vivan contigo intentarán atraparte en una relación permanente... qué arrogancia...
Ella sonrió.
—Buena observación. No todas, pero ¿por qué arriesgarse? Una buena compañera de piso vale su peso en oro...
—Dudo mucho que tú creyeras que soy una buena compañera de piso. Me gusta que todo esté impecablemente limpio y ordenado, y la paz y la tranquilidad. Y la música clásica.
—La música clásica está muy bien. Y no te infravalores.
—No me infravaloro. Sólo estoy intentando decirte que... —entonces se interrumpió, al darse cuenta de que e estaba tomando el pelo.
—Está bien, Jennie. Encontraré algún sitio donde quedarme durante una temporada. Quizá en el barco de un amigo. Aunque... ¿puedo dejar mis cosas aquí?
—¿Tus cosas? Si puedes meterlo todo en el armario del cuarto de invitados... —entonces, recordó las tablas de surf y el banco de ejercicios. Aquello no cabría de ningún modo en el armario. Suspiró—. Tómate un par de días para encontrar un sitio para ti y para tus cosas.
—Estupendo —dijo Rosé, en tono de alivio. Demasiado aliviado. Ella tendría que mantenerse firme hasta que se marchara.
—Gracias por la comida —dijo Jennie mientras recogía la mesa. Fregaría los platos en agradecimiento.
—Yo recogeré cuando vuelva del partido de voleibol —le dijo Rosé—. ¿Por qué no vienes? Saldré dentro de un par de horas.
—No, gracias —jugar al voleibol era lo último que tenía en la cabeza—. ¿Qué te parece si sacas todas tus cosas de mi habitación mientras yo friego los platos?
Antes de que ella pudiera contestar, hubo un golpe en la puerta, y Rosé fue a abrir. Lucky entró con cara de «¿me echabais de menos?».
—Así que has olido la comida, ¿eh, amigo? —le dijo al enorme perro—. Ella se ha comido tu parte —dijo, señalando a Jennie, pero Lucky no apartó los ojos de Rosé—. Muy bien, muy bien, te haré algo.
—Yo creía que las sobras de la mesa no eran buenas para los perros.
—Pero los huevos hacen que les brille el pelo —respondió Rosé, acariciando a Lucky—. Le gusta como cocino, ¿verdad, amigo?
Jennie fregó los platos mientras Rosé hacía los huevos para el perro.
Cuando terminó, deslizó la sartén en el agua jabonosa.
—¿Vas a vaciar la habitación ahora? —le recordó ella.
—Sí, señora —respondió Rosé, y saludó militarmente—. Vamos, Lucky, acatemos las órdenes.
Mientras Rosé salía de la cocina, con el perro detrás, Jennie se quedó mirando su estupendo trasero. Los músculos se le flexionaban y relajaban poderosamente. Dio un respingo al darse cuenta de que el agua se estaba saliendo del fregadero y le estaba cayendo sobre los pies. «Concéntrate en la tarea», se ordenó. Al menos, había conseguido que Rosé se mudara de su habitación. Lo próximo sería que se mudara de casa.
Sin embargo, cuando diez minutos después asomó la cabeza por la puerta de su habitación, el único cambio que vio fue una pila de camisas hawaianas encima de su cama, recién sacadas del armario, donde además había botas de montaña y zapatillas de ciclismo. Y otra tabla de surf.
Rosé estaba al lado de la cómoda mirando una revista mientras hacía giros de muñeca con una pesa.
—¿Qué tal va la mudanza? ¿Te ayudo? —le preguntó ella.
—Muy bien — sonrió.
Ella iba a objetar algo, pero el comentario murió en sus labios al observar cómo su bíceps y su tríceps se movían al compás de la muñeca.
Desvió la mirada y se fijó en una fotografía que había sobre el mueble. Había cuatro personas: un hombre de aspecto severo con un uniforme de la Marina, una mujer muy guapa, una niña y una adolescente de unos dieciocho años. Era Rosé, con el pelo por los hombros, ropa que le quedaba muy grande y una expresión malhumorada en el rostro, que no tenía nada que ver con la expresión despreocupada y sabelotodo de aquel momento.
—¿Esta es tu familia? —le preguntó.
Rosé dejó de hacer giros de muñeca y la miró.
—Sí. Yo tenía diecinueve años, creo. Hace diez años.
—No pareces muy feliz.
—No lo era —dijo y estudió la foto—. Mi padre y yo nos peleábamos todo el rato. Él es almirante, y yo no quería ni oír hablar de hacer carrera en la Marina.
—Tuvo que ser duro.
—Todo el mundo se rebela en algún momento —respondió, pero Jennie se dio cuenta de que había más cosas que no iba a contarle.
—Así que debiste mudarte muchas veces. ¿Has vivido en bases militares?
—Algunas veces.
Tan cerca de Rosé, ella se dio cuenta de lo grande que era, y percibió el agradable olor a coco de su piel.
—Debió de ser muy duro, dejar los amigos, la escuela, y todo...
—Se hacen nuevos amigos. Yo aprendí a viajar ligero de equipaje.
Ella se acordó de todas las cosas que tenía acumuladas en la casa y se preguntó a qué se estaría refiriendo.
—Creo que fue más difícil para mi hermana que para mí.
—¿Es esta? —preguntó Jennie, señalando a la chica de la fotografía.
—Sí. Esta es Lisa.
—Es muy guapa. Y tu madre también.
—Lisa es una gran chica. Si puedo evitar que mis padres le estropeen el espíritu.
—¿De verdad?
—Creo que tienen miedo de que se vuelva como yo.
—¿Y eso es malo?
—Para ellos, sí. Mi padre vive bajo unos preceptos muy rígidos. A mí me fue bien en la facultad, pero no tanto como él quería. Y además, no sólo no estaba interesado en seguir la carrera en la Marina, sino que discutía sobre el gasto militar del estado a la hora de la cena.
—Oh —dijo ella.
—Supongo que debieron de adoptarme —Rosé sonrió, pero Jennie vio la tristeza en sus ojos.
—Aquí está muy contenta —dijo Jennie, tomando una foto en la que Lisa aparecía con un chico, el día del baile de graduación.
-—Sí, pero tiene que hacer muchos esfuerzos para llevarse bien con mis padres, y sé que no quiere que yo me preocupe —dijo, y miró la fotografía.
A Jennie le parecía muy tierno que Rosé estuviera tan preocupado por su hermana.
—Ahora que sabes cosas de mi familia —dijo Rosé—, cuéntame cosas de la tuya.
—No hay mucho que contar. Mi madre vive en Pasadena.
—¿Tienes hermanos o hermanas?
—No. Sólo somos mi madre y yo. Mi padre murió cuando yo tenía tres años.
—Lo siento —Rosé estaba tan cerca de ella, que la incomodaba; observaba su cara con mucha atención.
Ella dio un paso atrás y chocó contra la cómoda.
—No pasa nada. No lo recuerdo. Mi madre y yo formamos un buen equipo. Siempre solas contra el mundo, ¿sabes? —dijo Jennie, y sonrió.
—¿Y estáis muy unidas?
—No tanto como yo querría. Las dos estamos muy ocupadas. Hablamos mucho por teléfono —se sentía culpable por aquello, pero últimamente, con su nuevo negocio, había estado obsesionada.
Preocupada por aquel pensamiento, intentó concentrarse en la tarea que tenía entre manos—. Será mejor que te ayude a vaciar la habitación —dijo ella—. ¿Qué te parece si empiezo por el armario?
—¿Siempre tienes tanta prisa? —preguntó Rosé.
—Así es como consigo hacer las cosas.
—Tengo la sensación de que, si no te vigilo, me vas a llevar por delante.
—No parece probable —ella ya lo sabía, porque había chocado contra su poderosa anatomía en la puerta de la casa. Al acordarse, se estremeció. Intentó no imaginarse a sí misma tropezándose con Rosé al lado de una cama.
Rosé sacudió la cabeza con resignación. Tomó las camisas de la cama, y después sacó el calzado del armario y se lo llevó todo a la otra habitación a través del agujero que había en la pared.
Entonces, Jennie empezó a colgar su ropa. Al día siguiente, se encargaría de sacar de la maleta todo aquello que haría que se sintiera en casa. Justo cuando Rosé volvió, estaba sacando la ropa interior.
—¿Qué tienes ahí? —bromeó.
Ella se apretó la ropa contra el pecho, consciente de que la mayoría eran braguitas blancas de algodón.
—Si me enseñas lo tuyo, yo te enseñaré lo mío —dijo Rosé, y abrió un cajón de la cómoda, lleno de calcetines y de boxers de todos los colores, la mayoría de ellos de seda.
—Ya es suficiente —dijo ella, apretando más contra el pecho las prendas inmencionables.
—No hay nada malo en que tus braguitas sean blancas. El blanco es muy provocativo —continuó Rosé haciendo caso omiso de mejillas enrojecidas de su interlocutora—. Es sencillo e inocente. Por ejemplo, el sujetador que tú llevas. Es tan fino que un chico podría pensar que no llevas nada... estoy hablando en teoría, por supuesto.
—Por supuesto —dijo ella, y cruzó los brazos sobre el pecho.
—No tienes ni idea del efecto que se tiene saber que una mujer no lleva ropa interior -dijo Rosé, mirándola fijamente.
Ella notó un calambre en las piernas, así que tuvo que volverse a recoger más ropa de la maleta. Se volvió justo cuando Rosé comentaba:
—Ni broches, ni cierres, ni ganchos... Sólo una fina capa de tela entre nosotras y la gloria —tomó todas las camisetas que había en un cajón, lo vació y la miró sonriendo-. Y si descubres que no lleva braguitas... bueno, eso es todo un premio.
—¿Y por qué piensas que a mí me interesa saber todo eso? -preguntó ella mientras llenaba el cajón con sus cosas, pasando a dos centímetros de Rosé, que estaba apoyada en la cómoda.
—¿No se pregunta la gente en lo que piensan los demás?
—Ya lo sabemos. En el sexo, cada quince segundos, ¿no? —cerró el cajón de un enérgico empujón con la cadera.
—Bueno, yo no llevo ropa interior —dijo, y le guiñó un ojo—. Por si tienes curiosidad.
Ella no pudo evitar mirarle el bañador, y cuando elevó la mirada, él estaba esperando para sonreírle con suficiencia. La había pillado.
—Las mujeres me compran estos —dijo, levantando la carga que llevaba en los brazos—. Sólo Dios sabe por qué.
Seguramente no perdía un segundo a la hora de quitárselos, pensó Jennie.
Rosé se marchó, con Lucky siguiéndola de cerca. Jennie la observaba mientras salía, preguntándose cómo era posible que hubiera estado bromeando sobre su ropa interior con un mujer a la que había conocido hacía cuatro horas.
Al menos, pareció que Rosé se contagiaba de su energía, y tomó buen ritmo. Mientras ella vaciaba su segunda maleta, Rosé sacó el banco de ejercicios y otras cosas que tenía apiladas en una esquina, silbando alegremente durante todo el rato.
Jennie puso una foto suya con su madre en su mesilla de noche y Rosé se paró a mirar.
—¿Es tu madre? —preguntó tomando el marco para examinar la imagen de cerca.
—Sí. Es la Navidad de hace tres años.
—Te pareces a ella —dijo Rosé—. La misma mandíbula y la misma boca. Y también tenéis los mismos ojos cafés. Son bonitos.
—Gracias —dijo ella. Miró la foto de nuevo, y se concentró en su madre—. Parece cansada en esta foto, ¿verdad? Trabajó turnos dobles para poder celebrar la Navidad —aquello tenía que terminar. Jennie no podía esperar más a ganar dinero para que su madre pudiera trabajar sólo media jornada, y quizá estudiar algo, tomarse unas buenas vacaciones, hacer algo que realmente le apeteciese además de trabajar todo el día. Aquel pensamiento hizo que se le encogiera el estómago. Tenía que hacer que aquel negocio funcionara, o moriría en el intento.
—Pues invítala a pasar el fin de semana —sugirió Rosé—. Así podrá disfrutar de la playa. Jennie se rió.
—¿Mi madre en la playa? No me la imagino —y, sin embargo, estaría bien que se tomara un respiro y pudieran hablar durante horas. En cuanto tuviera arreglada la casa y el negocio funcionara, le diría a su madre que fuera a visitarla.
Rosé dejó la foto y después paseó la mirada por la habitación.
—Parece que ya estás instalada.
—Por ahora. Mañana sacaré el equipo de oficina y traeré algunas cosas que tengo en un guardamuebles. Alquilaré una furgoneta, supongo.
—¿Necesitas una furgoneta? Yo puedo pedir una prestada si quieres.
Aquello era una buena idea que le ahorraría bastante tiempo, pensó Jennie.
—No me gustaría molestarte. Tienes mucho trabajo que hacer aquí en la casa.
—Tengo mucho tiempo.
—Sólo un mes.
Ella sonrió, reconociendo que ella tenía razón, pero desviando la conversación de nuevo.
—Déjame que te ayude.
—Muy bien. Te lo agradezco mucho. Yo pagaré la gasolina, por supuesto.
—Vamos. Somos compañeras de piso.
Por alguna razón, las dos miraron a la cama deshecha. Jennie tuvo la repentina necesidad de que Rosé se marchara de la habitación, iluminada por una suave luz dorada, y que resultaba demasiado íntima para dos extrañas que acababan de examinar la ropa interior de la otra.
Miró hacia lo que sería la habitación de Rosé, al menos aquella noche, y vio el hueco en la pared.
—¿Te importaría colgar la sábana ahora? Quizá pudiéramos usar una de las telas que hay sobre los sofás más opaca, gruesa y agradable que una sábana.
—¿Estás segura? No me molestarás, a menos que andes en sueños. Y eso no tendría porqué ser un problema, obligatoriamente... —ella estaba bromeando, pero Jennie sintió un escalofrío por la espalda.
—Soy muy silenciosa cuando duermo, pero me gustaría que pusieras la tela, por favor.
—Tú eres la jefa —dijo, y salió, con Lucky siguiéndole los talones.
Al minuto, Rosé volvió con la tela y entre los dos la colgaron tapando el hueco. Era gruesa, pero no amortiguaría el sonido. Jennie estuvo tentada de decirle a Rosé que no llevara a Suzy aquella noche, pero pensó que ya le había dado suficientes órdenes, y rezó por quedarse dormida antes de que empezaran los jueguecitos.
Un resoplido hizo que se diera la vuelta. Allí estaba Lucky, con su último par de medias colgándole del morro.
—¿De dónde has sacado estas? —le preguntó ella mientras se las quitaba rápidamente y las miraba—. Destrozadas.
Rosé se rió.
—Lucky, esa no es forma de inspeccionar la ropa interior de una señora.
—Me costaron una fortuna.
—Tienes unas piernas estupendas, ¿por qué te las tapas?
—Es por una cuestión de principios —dijo ella, aunque el cumplido no se le pasó por alto. Sus medias caras estaban destrozadas, igual que su plan de vida en aquel momento. Le dedicó a Lucky una mirada furiosa.
,«¿Quién, yo?», parecía estar diciendo el perro.
—Vamos, Lucky —dijo Rosé—. Creo que ya hemos terminado de darle la bienvenida —abrió la cortina hasta que el perro pasó a la otra habitación, y dudó antes de seguirlo.
—Llámame si necesitas ayuda —le dijo.
¿Ayuda? ¡Ojalá Dios la salvara de su ayuda por aquella noche!
—No te preocupes, estaré perfectamente —respondió, aliviada cuando por fin Rosé dejó caer la cortina tras ella.
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