Capítulo 2.

Rosé le dio a Rickie un par de tablones y un bote de pintura y le prometió que lo ayudaría a construir la cabaña sobre el árbol al día siguiente. Rickie había estado pidiendo aquella cabaña desde el día que Rosé había llegado, hacía tres semanas. El niño estaba solo y sus padres se estaban divorciando, así que Rosé había jugado unas cuantas veces con él y después había ido a presentarse a su madre, para que la mujer estuviera tranquila. Además, había conocido a la niñera, una cita en ciernes, y las cosas habían mejorado mucho.

En aquel momento no podía salir. Tenía que arreglarle la bicicleta a Barry y quería estar por allí cuando se levantara su nueva compañera de piso. Bajó el volumen de la música, en deferencia hacia la bella durmiente, aunque creía que la había oído moverse por la habitación.

Nerviosa. La manera de comportarse con ella le había demostrado que estaba preparada para la acción. A pesar de la confusión del jet-lag, el moño, el traje y su postura erguida hablaban alto y claro sobre su personalidad. Era algo agresiva y muy seria.

Ella no iba a mudarse. Había dejado su apartamento anterior, y necesitaba tener sitio para todo su equipo. Le gustaba vivir en el mismo lugar en el que trabajaba, y no podía permitirse el lujo de pagar un alquiler si quería ahorrar para el viaje de su hermana Lisa.

Tendría que conseguir que Jennie se sintiera cómoda viviendo con ella para que olvidara esa idea de que se marchara de la casa.

Ajustó las marchas de la bicicleta de Barry e hizo girar los pedales. Mucho mejor. Le gustaba trabajar con sus manos y arreglar máquinas. Aquello era algo que había aprendido de su padre, el almirante don limpio y ordenado, y le había compensado de alguna forma por todas las normas, las imposiciones y la tristeza mientras crecía.

Ojalá su padre no fuera tan duro con Lisa como lo había sido con ella. Lisa lo negaba, pero era demasiado buena y dulce como para rebelarse.

Aquello le recordó a Rosé que habían planeado que ella fuera a hacerle una visita a la casa de la playa aquel fin de semana. No era una buena idea, teniendo a la casera allí mismo. Tener a una invitada adolescente, aunque fuera tan lista y buena como Lisa, iba a molestar a Jennie Kim. Dejó la bicicleta y descolgó el teléfono para posponer la visita un par de semanas.

—¿Dígame? —su padre. Demonios. Odiaba hablar con aquel hombre, odiaba su tono de disgusto.

—Hola, señor.

—Rosé, ¿Qué tal?

—Muy bien, señor. ¿Está Lisa?

—Sí, sí está —pausa. Silencio—. No has venido por casa en dos meses.

—He estado ocupada. He tenido mucho trabajo... —dejó que las palabras se desvanecieran.

—Le debes a tu madre presentarte en casa de vez en cuando.

Para la inspección. Zapatos brillantes, corbata bien anudada. Su padre era de la Marina hasta los huesos.

—Iré en una o dos semanas.

—¿El sábado día quince? Se lo diré.

—Eso depende... —empezó a decir, pero la última cosa que quería era tener otra discusión con su padre—. Muy bien. El quince.

El almirante se quedó silencioso al otro lado de la línea. Debía de tener algo más en la cabeza, o si no, ya habría ido a buscar a Lisa. Aquellas conversaciones eran tan embarazosas para su padre como para ella.

—¿Algún progreso, hija? —le preguntó finalmente. Aquella era la forma en que el almirante Park le preguntaba si se había establecido, si había conseguido un trabajo, una mujer, si se había convertido en una mujer con responsabilidades, deudas, cargas.

—Cada día es un progreso, señor —respondió con un suspiro. No estaba dispuesta a hacer nada de la misma forma en que su padre había hecho las cosas.

Hubo un silencio tenso. Después, su padre dijo: —Voy a avisar a tu hermana.

¿Por qué le latía el corazón de aquella manera con aquellas conversaciones? Ya casi tenía treinta años. Era la vergüenza que percibía en la voz de su padre. Su hija mayor era una vaga, libre y sin compromiso, de la cual no podía hablar con los otros oficiales, cuyos hijos estaban en la Academia Militar o en el cuerpo diplomático, o eran abogados, o expertos informáticos. Sentía que la vergüenza le quemaba la cara. Ridículo. ¿Qué le importaba a ella lo que pensara su padre? Al contrario que él, Rosé disfrutaba de la vida. Disfrutar no era una obligación, así que el almirante Park no tenía tiempo para hacerlo.

Y con respecto a ser libre, era algo que había aprendido desde muy pequeña, gracias a que su padre había sido trasladado de base naval en base naval, desde Virginia a Florida, y después a California. Rosé había aprendido a desprenderse de las cosas cuando había sido necesario. De adulto, cuando las cosas le resultaban aburridas, difíciles o extrañas, era muy fácil para ella abandonarlas.

De pequeña, todo aquello le había resultado muy doloroso. Había tenido que despedirse de los equipos de natación, de las novias, de los buenos amigos, de los profesores que lo habían inspirado. Pero se había acostumbrado a ello y había aprendido a ser flexible, a estar abierta a cosas nuevas que merecían la pena tanto como las antiguas.

Mudarse tantas veces había sido muy duro, pero eso sólo era la punta del iceberg de los enfrentamientos con su padre. A Rosé nunca le habían gustado sus normas, y se había encargado de que su padre se enterara.

—¡Hola, Rosie! —le saludó Lisa alegremente.

—¡Hola, patito! ¿Qué tal?

—Muy bien. He quedado segunda en natación.

—Estupendo. ¿Ya ha dejado el almirante de molestarte con lo de las notas? —cuando se había marchado de casa, Rosé se había dado cuenta de que era posible que Lisa tuviera que pagar el precio de su rebelión. Sus padres eran protectores en exceso y querían que se quedara en casa, bajo vigilancia.

—No me estaba molestando, sólo estaba preocupado por mí, eso es todo. Los padres hacen eso. Es su deber.

—Hay más cosas en el colegio aparte de las notas, Lis. No le dejes que te intimide con eso.

—Tranquilízate, ¿quieres? Yo también quiero sacar buenas notas, para la universidad.

—Te queda mucho tiempo para la universidad. Tienes que vivir la vida —ella iba a asegurarse de que, en cuanto terminara el instituto, Lisa pasara un año en Europa.

Aquello era lo que ella quería, aunque hacía tiempo que había dejado de hablar de ello. Ella había visto un folleto en su escritorio una vez que había estado en casa, en Acción de Gracias. Estudia en el extranjero. «Visita Europa y consigue créditos para la universidad». Ella le había preguntado sobre aquello, y Lisa se lo había explicado alegremente, hasta que le había leído los precios. Entonces, todo su entusiasmo se había desvanecido. Demasiado dinero. No tenía ni que decirlo.

Entonces fue cuando ella decidió que lo pagaría. Lo arreglaría todo, incluida la conversación con su padre. Rosé no permitiría que Lisa pagara sus pecados. En cuanto tuviera el certificado de bachillerato, ella la sacaría de la jaula en la que sus padres la habían encerrado.

—Bueno, no puedo esperar más a que llegue el fin de semana —dijo Lisa—. Tienes que enseñarnos a hacer surf. Voy a llevar a Jackson, quiere navegar.

—Eh... Por eso era por lo que llamaba —le dijo. Odiaba tener que desilusionarla, porque ella pedía muy pocas cosas. A Rosé, y al resto de la gente en general—. Vamos a tener que posponer el viaje hasta dentro de unas dos semanas.

—¿Posponerlo? ¿Por qué?

—Porque la situación ha cambiado. Resulta que la dueña ha vendido la casa, y ahora la nueva propietaria está aquí.

—Pues nos llevaremos los sacos de dormir y dormiremos en el suelo.

—Todavía no. Está un poco susceptible; —¿Has dicho propietaria? ¿Tu casera es una mujer?

—Sí.

—¿Y es soltera?

—¿Y qué importancia tiene eso?

—Tienes que poner en marcha todo tu encanto especial.

—Tendré suerte si no me echa de una patada en el trasero.

—¿Tiene ojos? ¿Orejas? ¿Libido?

—¿Libido? Esa es una palabra que tú no deberías entender, y mucho menos usar.

—Tengo dieciséis años, Rosé. Soy una mujer, con necesidades de mujer.

—Ya es suficiente —aquella idea le daba escalofríos—. Tómatelo con calma. Tienes toda la vida para involucrarte en... eso... —y sintió que se ruborizaba. Lisa necesitaba una persona sólida que adorase el suelo por donde ella pisara, y sólo cuando fuera lo suficientemente madura.

—Sí, sí, lo que sea —dijo ella—. ¿Estás segura de que no puedo ir?

—Lo siento.

—Supongo que mamá y yo alquilaremos una película, o algo así.

—Sal con tus amigos. No dejes que te encierren en casa.

—No me encierran en casa. Si estás tan preocupada por mí, convence a tu casera de que me deje ir. ¿Cómo se llama?

—Jennie.

—Es un nombre bonito. ¿Y ella? ¿Es guapa?

—Está bien —un cuerpo bien formado, con todo en su sitio, según había podido apreciar a través de su traje. Durante un momento había tenido el impulso de acostarse con ella. Pero aquello era una mala idea si quería vivir allí todo el verano y un poco más. Podría complicar las cosas.

—Bueno, ¿por qué no... esperas a ver qué pasa?

—No vamos a tener esta conversación, Lisa.

—Muy bien. Pero ojalá encontraras a alguien especial y dejaras de ser tan pesada conmigo.

—Sólo estoy cuidando de ti.

—Pues entonces, invítame a la casa de la playa.

—Lo haré. Tan pronto como sepa si voy a quedarme.

—Si tu casera es una mujer, te quedarás.

Ella no estaba segura de cómo entender aquello, y no le gustaba que su hermana tuviera ni la más mínima idea de cómo era su vida amorosa.

—Haz algo divertido este fin de semana —le ordenó, y después colgó, con su compañera de piso en la cabeza. Seguro que sería buena en la cama, activa, motivada, orientada a conseguir metas. Conocería muchos trucos útiles. Hmm. No. Necesitaba a Jennie como compañera de piso, no como compañera de juegos.

Un soplido de aire húmedo despertó a Jennie. ¿Acaso se habría dejado abierta la ventana de su apartamento de Londres y estaba entrando la llovizna? Abrió los ojos justo cuando una mancha negra y mojada le gruñía en la cara. Enfocó con un ojo y se dio cuenta de que los sonidos provenían del perro que había salido corriendo de la casa cuando ella había llegado. Muy satisfecho por haberla despertado, el animal empezó a sacudirse vigorosamente, esparciendo arena y agua por todas partes.

Jennie volvió a la realidad y se le encogió el estómago instantáneamente. El precioso piso que compartía con Trudy en Londres se había desvanecido, y en su lugar había una casa destartalada en la playa, llena de material de deportes acuático y escombros de obra. Oyó el sonido de un rock and roll que venía desde el porche, la risa de una mujer y la voz de Rosé.

El perro volvió a acercarse a su cara, gimió desesperadamente un «levántate y juega conmigo» y, al ver que Jennie no se movía, se dio la vuelta y se marchó en busca de cosas más interesantes.

Tenía arena por todas partes, en los ojos, en el pelo, en la piel. No era su imaginación exhausta. Cuando se incorporó, encontró arena por todas partes.

La luz débil le dio a entender que estaba atardeciendo. Atontada, y sin haber descansado lo más mínimo, miró el despertador. Lo había puesto en la mesilla de noche la tercera vez que Rosé la había despertado haciendo ruido por la casa. Al ver el reloj, se dio cuenta de que sólo había dormido una hora.

Miró el agujero gigante que había en la pared que daba a la habitación donde dormiría Rosé. A juzgar por el sonido exuberante de la risa de la mujer, era posible que Rosé tuviera compañía aquella noche. A Jennie le gustaría decirle que no, porque la última cosa que quería era escuchar gemidos eróticos y los golpes del cabecero de la cama en la pared, pero no estaba segura de querer sacar el tema del sexo bajo ningún concepto. Sólo tendría que aguantar a su invitada nocturna una noche, quizás dos, hasta que Rosé se mudara.

Jennie se sacudió a arena, saltó de la cama y se acercó al espejo q había sobre la cómoda para comprobar si su aspecto era tan malo como era de esperar. Sí. El pelo se le había soltado del moño, tenía el rímel corrido por las ojeras y las marcas de los granos de arena en la mejilla izquierda.

Sintió algo suave bajo los pies y al mirar encontró las medias de seda hechas un lío. Tenían agujeros y carreras por todas partes. Se había molestado en protegerlas de todo daño mientras caminaba por la arena de la playa sólo para que aquel monstruoso perro las tomara de la cómoda y las destrozara. Ni siquiera tuvo la energía suficiente como para enfurecerse con el animal. Al menos, tenía un segundo par en la maleta.

—¡Rosé, no! —dijo la mujer, en un tono que quería dar a entender Rosé, «no pares». Tretas femeninas y flirteos tímidos. Tonterías. Jennie no se andaba con jueguecitos. Si quería acostarse con alguien, cosa que hacía de vez en cuando, se lo demostraba con un beso, o respondía favorablemente a sus caricias. O simplemente, lo sugería. ¿Por qué ponerse tonto con algo tan básico y humano?

Por supuesto, últimamente, con toda su atención puesta en Business Advantage, no había tenido mucho tiempo para el sexo. Por aquella razón, posiblemente, todavía tenía fija en la mente la visión del cuerpo de Rosé. Una vez que su carrera profesional estuviera encauzada, se abriría a una relación. La oportunidad sería perfecta.

Por el momento, desharía las maletas y escribiría una lista de cosas personales que tenía que organizar. Tenía que hacer algún progreso antes de acostarse definitivamente por la noche, o nunca conseguiría pegar ojo.

Miró a su alrededor por la habitación llena de cachivaches. Tenía que pedirle a Rosé que se llevara sus cosas antes de poder deshacer las maletas. Después tendrían una charla relativa al período de tiempo que le llevaría reformar la casa.

Para hacer todo aquello, tenía que adecentarse lo suficiente como para salir al salón. Se cepilló el pelo, se puso una camiseta y unos pantalones cortos y se lavó la cara. No quería parecer tan desaliñada como se sentía.

Se asomó por la esquina y vio a Rosé y a su amiga, que llevaba un biquini minúsculo, bailando en el porche. El perro saltaba de vez en cuando como si quisiera participar también, pero para bailar con Rosé, no con la mujer. Ella se reía con aquellas carcajadas exuberantes que significaban que estaba interesada, sexualmente hablando.

Rosé también sonreía, pero tenía una expresión distante que parecía indicar «no te acerques demasiado». Ella se preguntó por un instante qué haría falta para que Rosé Park se sintiera afectada.

Aquello, de todas formas, no era asunto suyo. Sin embargo, el baile la hizo sonreír. Cuando estaba en la universidad, había empezado a tomar clases de baile como ejercicio, y le habían encantando la gracia y la libertad de las sensaciones que le producía. Había conocido a Grayson en las clases, y habían empezado a salir. Echaba de menos bailar. ¿Cuánto hacía que no se movía al ritmo de la música, sola o con una pareja? Una vez que tuviera la empresa bien establecida, saldría a divertirse también. Todo a su debido tiempo. Y de acuerdo con un plan. Planear las cosas proporcionaba libertad.

Rosé vio a Jennie y dejó de bailar.

—Se ha despertado la bella durmiente —dijo—. Suzy, te presento a mi casera, Jennie Kim. Jennie, te presento Suzy.

—Hola —dijo Suzy. La expresión de su cara era clara: «¿Estás detrás de ella?» «No, gracias», intentó transmitirle ella con los ojos.

—Encantada de conocerte, Suzy.

—¿Has descansado un poco?

—Un poco —excepto por la batidora, la visita del niño, la risa de la chica, la música y el perro. Pero no tenía sentido ponerse tan técnica—. Siento interrumpir, pero quería pedirte que sacaras las cosas de mi habitación...

—Creo que debería irme —le dijo Suzy a Rosé—. ¿Nos vemos más tarde? —preguntó ella, estableciendo la propiedad, seguramente por Jennie—. ¿Vamos al partido de voleibol de Ollie's?

—Me pasaré después si me apetece —respondió ella, diciéndole claramente «no me presiones». Pobre Suzy. Probablemente, no se había dado cuenta de que aquella chica era tan esquiva como guapa.

—Nos lo pasaremos bien. Te lo prometo.

—Tú no me necesitas para pasártelo bien —respondió ella.

Suzy frunció el ceño ligeramente y miró a Rosé y después a Jennie, evaluando el peligro de dejarlos solos. Al final, suspiró, tomó su pareo y su bolsa de la playa de una silla y se despidió. Rosé la observó despreocupadamente mientras se alejaba, admirándola como quien admiraba una obra de arte en un museo, sabiendo que había muchas más que también merecían la pena.

El perro dio un salto para llamar su atención.

—¿Es tuyo? —le preguntó Jennie, con la esperanza de que la respuesta fuera negativa. La última cosa que quería era que aquel can con las patas llenas de arena la despertase todos los días. Aunque tuviera aquellos ojos marrones, tan grandes como los de un oso.

—¿Lucky? No, su dueño vive en otra casa de la playa, más abajo, pero a él le gusta venir aquí. Somos amigos, ¿a que sí, Luck Man?

El perro la miró con adoración, como queriendo decir «claro que sí, jefa».

—Ya es hora de que te vayas a casa, amigo —le dijo Rosé—, antes de que tu dueño se preocupe —le dijo, y le sostuvo la puerta para que saliera, cosa que el animal hizo lentamente, mirando hacia atrás mientras se alejaba.

Jennie no pudo evitar sonreír al verlo y Rosé captó su mirada.

—Es un perro estupendo, ¿eh?

—Lo llena todo de arena.

—Tendrías que estar agradecida porque no haya traído otra estrella de mar. Una vez escondió una debajo de la cama. Apestaba.

Estupendo.

—Bueno, estoy segura de que tendrás hambre —dijo Rosé.

—Me muero de hambre —respondió Jennie, y su estómago rugió para confirmarlo. Lo último que había comido había sido el filete del avión.

—Muy bien, estaba a punto de preparar unos huevos a lo Rosé.

—¿Y cómo son?

—Huevos con cualquier cosa que encuentre en la nevera. Y con una salsa de tomate que hago yo misma.

—No quisiera molestarte —dijo ella. Debería deshacer las maletas primero, pero comer le daría la energía suficiente como para instalar los programas de Trudy en el ordenador, estudiar su lista de contactos y prepararse para hacer las llamadas al día siguiente.

—Simplemente pondré un par de huevos más. Fácil —dijo Rosé, y se dirigió hacia la cocina—. Somos compañeras de piso, ¿no?

'No por mucho tiempo', quiso decir ella, pero le daría un descanso hasta que comieran. No podía pretender que Rosé sacara aquel banco de ejercicios de su habitación con el estómago vacío.

Fue hacia la cocina para ayudar.

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