XXI. Constelación


En la mañana del veinticuatro de diciembre, me desperté bastante temprano. El clima helado me calaba en los huesos. La única despierta en la casa era mi madre, que leía una novela policíaca que yo le había recomendado. Cuando bajé con mi ropa térmica, botas y una chamarra gruesa, me miró por encima de sus finísimos anteojos para leer.

—¿No te cansas?— le dije de mofa, haciendo referencia a la novela.

—A veces una tiene que ejercitar la mente con cosas que no son realidad. Y qué decirte, está buenísima.

—Yo te la recomendé, obvio que va a estar buenísima. Y espera a que llegues al penúltimo capítulo.— respondí, con una pedantería bromista.

Rió y cambió de tema, pícara —¿Ya tan temprano quieres ir?

Miré el reloj: 9:21. ¿Habrían abierto ya?

Para el cumpleaños de Scarlett, había pensado en muchas cosas, y finalmente me decidí por algo no tan original, pero que seguro le gustaría. Cerca de la casa de mis primos, había un restaurante bastante elegante, que los fines de semana se convertía en salón de fiestas. Había visto los precios y no eran tan altos como me esperaba. Así que tenía pensado reservar dos lugares para esa noche, no cenar demasiado y luego irnos a casa de mis tíos para pasar la noche buena. Después de todo prefería considerablemente la comida latina, a la finlandesa.

—Sí... puede que se llene pronto. Hoy no es un día cualquiera.— argumenté. Aquella era la festividad más importante del año para los locales.

—Está bien. No te tardes.— me respondió.

Salí de la casa. En el exterior hacía más frío aún, por lo que ajusté mi grueso ropaje y caminé hacia el restaurante, que estaba a un lado de los condominios donde vivía mi tía.

El local era grande. Había muchos arbustos en los extremos de este, con árboles detrás de ellos. Dado que los días eran mucho más cortos en invierno, el amanecer apenas se asomaba con los primeros rayos de sol. La luz se filtraba por la vegetación, dando un toque de paz y serenidad al lugar. Había poca gente a esa hora, contrario a lo que imaginé. En el jardín había mesas de madera y sillones individuales verdes, todos acomodados a la perfección. Encima de las mesas se encontraban sólo tres cosas: un florero, un menú y saleros.

Tras cruzar el jardín, llegué a la puerta de cristal, que estaba a unos pasos de la recepción. Una mujer de mediana edad sentada tras el escritorio recibía a los clientes. Me acerqué a ella y pedí mi reservación. Sabía lo básico del finés, pero no podía sostener una conversación más allá de lo absolutamente necesario en aquel idioma.

Pagué los cuarenta euros de la reservación y la comida. No era una cifra costosa para los nacionales, pero como yo estaba acostumbrado a una moneda en eterna devaluación, no pude evitar pensar que estaba gastando una fortuna.

Ya caída la relativa noche de Helsinki, a las cuatro de la tarde, me volví a vestir con mi traje de cumpleaños y me intentaba peinar. En realidad era Raakel la que lo hacía, quien estaba muy emocionada por mí. Pasaba sus manos una y otra vez por mi cabello, diciéndome qué debía hacer y qué no, como si fuera mi primera cita. La escuchaba con atención, pues era tan tierna, que era imposible ignorarla.

—Cuando yo vaya a una cita, tú me tienes que arreglar también.— comentó cuando le agradó el resultado de incontables estilos distintos de mi cabello.

A las seis de la tarde, estaba saliendo de la casa, hacia el hotel donde Scarlett se hospedaba. La esperé unos minutos observando a la gente finlandesa, para después divisarla en las grandes entradas del edificio. Sigilosamente y aprovechando las zonas que no iluminaba las lámparas del interior del hotel, me acerqué a ella por detrás y le cubrí los ojos con las manos como ella lo hacía. Se detuvo y tocó mis manos intentando saber quién era. Intenté saludarla con tono coqueto, que salió terrible a mi parecer. A ella pareció no importarle. Se dio media vuelta y sonrió al verme. Hice lo mismo. Pasé mis manos a su cintura, rodeándola.

—Feliz cumpleaños, princesa.— le dije antes de besarle la frente. Noté que se tensaba un momento, y estaba por preguntar si había dicho algo malo, pero mis ojos se posaron en su playera. Llevaba una blusa de manga larga con el torso de Catwoman impreso en ella, un pantalón grueso negro, unas botas y una chamarra invernales. Notó que miraba su blusa. Amplié mi sonrisa. —Me hubieras dicho que tenías esa playera para traerme la mía de Batman... o, bueno, quizá no, porque me la dio Alison...

Rió audiblemente. —Para la próxima, te avisaré para que tengamos playeras a juego.— respondió.

La tomé de la mano y caminamos hacia el restaurante, que estaba cerca también del hotel. Se notó que no estábamos acostumbrados a ir a lugares ostentosos como ese. La gente se saludaba, caminaban con elegancia de pasarela y comían de poco en poco. Nosotros estábamos tan hambrientos que devoramos la comida como si nos encontráramos en un puesto de tacos en mi país. Nos sentamos en una mesa junto a la enorme ventana de cristal helado. Un chico que se encontraba afuera nos miró al mismo tiempo que nosotros lo miramos, mientras yo le relataba cómo es que habíamos planeado el espectáculo que dio Jorge con Natalia en la fiesta de fin de año. Me interrumpí cuando el pobre chico resbaló con la nieve y cayó al suelo. Ni siquiera nos dimos cuenta de la presencia del mesero por estar riendo a carcajadas.

Preguntó con poca paciencia si íbamos a ordenar. Yo le respondí con mi finés básico. Dado que era víspera de Navidad, tenían como especial el paquete de dicha ocasión. Pedí dos de estos. Scarlett me miraba asombrada.

—¿Qué pediste?— preguntó a los pocos segundos.

—Dos paquetes navideños. Incluye una copa de glögi...

Me interrumpió divertida e intrigada. —Suena como el nombre de un veneno para dragones.

Me reí, pues, en efecto, el nombre sonaba bastante sugerente de primera oída.

—Es vino caliente con especias. Como somos menores de edad, no lleva alcohol. Es una bebida muy típica de aquí. Quizá no te sepa de lo más delicioso, pero vale la pena probarlo.

Sonrió como respuesta. A los pocos minutos, el mesero impaciente volvió a nuestra mesa a dejar las copas de glögi. Miré la copa de cristal empañada y humeante llena casi hasta el tope de líquido rojo oscuro, con una ramita de canela sumergida en él. Luego miré a Scarlett, quien ya estaba bebiendo su vino. Lo dejó hasta la mitad y se volvió hacia mí.

—¿Tiene refill?— quiso saber. Asentí devolviéndole la sonrisa.

—Sabía que te iba a gustar.— dije.

En ese momento, otra mesera llegó con una charola y varios platos. Nos los repartió y añadió amablemente una frase en finés para luego irse volando hacia la cocina. Scarlett me volteó a ver esperando una traducción.

—Significa "Provecho. Feliz Navidad."— traduje y le deseé yo también, para después devorar la comida, que consistía de una sopa dulce, de frutas, llamada kiisseli, un filete de salmón marinado y una rebanada de joulutortut, un pay relleno de mermelada de ciruela.

Pensamos que no sería suficiente y llegaríamos a comer más a casa de mis tíos, pero no. Estábamos por estallar cuando salimos del restaurante. La temperatura había bajado. Estaba nevando. Me quedé viendo a los copos que bajaban lentamente, fascinado. En mi país de origen nunca nevaba, y aunque ya había visto la nieve las veces que iba allá en invierno, no me cansaba de mirar los copos adhiriéndose a las solapas de mi chamarra, a mis lentes y a la piel de mi cara.

Scarlett se percató de lo que hacía, por lo que se puso frente a mí y comenzó a quitarme la nieve de la cara.

—¿No tienes frío?— preguntó, ya que sólo vestía mi traje, una chamarra, guantes y una bufanda.

No aparté la vista de los copitos e intenté agarrar uno con el dedo índice.

—Tu presencia hace que no tenga frío.

Notó el doble sentido de mi frase, por lo que fingió sorpresa y exclamó —¿Dónde aprendiste a decir esas cosas?

Ahora sí la miré. —Tú me enseñaste.

Sonrió pícaramente, y el calor subió a mis mejillas, otra vez. Se acercó a mi cara de tal modo que un alfiler apenas cabría en el espacio que nos separaba. Pero impulsivamente, antes de que sus labios tocaran los míos, levanté mi dedo índice y lo coloqué frente a su nariz, a lo que ella hizo bizcos para verlo. Un copo de nieve de tamaño anormal se depositó en mi dedo.

—Este va a ser nuestro copo de nieve. — dije sin pensar.

—¿Qué?— respondió, riéndose.

—Míralo, es más grande que los demás. Me gusta.

—A mí también.— comentó, lo que hizo que la mirara. —Pero me gustas más tú.

No me dio tiempo para agarrar otro copo y me encerró con un beso en los labios, frío, pero suave, creando uno de esos recuerdos a los que recurría como consuelo cuando la oscuridad me abrumaba.

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