XLVII. Gravedad

A partir de esa mañana en la que Zacarías supo todo, se rompió la última barrera que nos distanciaba. Él comenzó a confiarme más cosas, así como yo le empecé a hablar de mi pasado. Parecía entenderme a la perfección, y me había confesado que le gustaba escucharme. Entonces dejé de medir mis palabras, y Zacarías me demostró que era la mejor caja fuerte humana. Me prometió por lo más sagrado, que era su hermano y yo, que no hablaría de lo que le había dicho con nadie, ni siquiera con José Luis. No tenía más opción que creerle, finalmente él ya lo sabía todo.

No pasaron demasiadas cosas interesantes desde eso hasta el fin del semestre. Rutina lo resume muy bien. Cuando hube presentado mi último examen final de mayo, me dirigí directo a mi apartamento a tirarme a la cama, dispuesta a dormir cincuenta horas. No pasó mucho tiempo antes de que mi teléfono sonara al otro lado del apartamento. Solté un quejido largo y me levanté molesta a ver quién era. Mi madre. ¿Qué quería ahora?

Deslicé mi dedo por la pantalla y contesté. —¿Hola?

Pero en lugar de escuchar la voz autómata y profesional de mi madre, una voz familiar masculina tomó su lugar. —Princesa, siento llamarle así, pero surgió algo y la Reina necesita que suspenda lo que esté haciendo y acuda al punto de reunión que se le indicará. Allí la estará esperando una camioneta blanca. Ellos la traerán acá. Necesitamos que sea lo más pronto posible.

Colgó.

Era Kyle, el confiado sicario de mi madre. Ese hombre había conseguido todo lo que cualquiera de los otros lacayos sólo podía soñar. Era prácticamente el asistente y consejero personal de ella. Había iniciado como cualquier otro, excepto que lo rodeaba un misterio aterrorizador. Nadie sabía nada de su pasado, sólo que era alcohólico, asesinó a su propio hermano y era fiel como perro. Además de mi madre, nadie sabía su verdadero nombre ni origen.

Desganada, marqué el número de Zacarías y le pedí que me acompañara por lo menos al punto de reunión, que era la parte trasera del centro comercial cerca de la casa de Tony.

Pensar en él siempre me hacía sentir emociones opuestas. Por una parte me sentía feliz al recordar su sonrisa, su timidez, y sus bellísimos ojos azules. Pero la culpa, la memoria de su expresión dolida y traicionada, y la nula interacción que teníamos ahora me abrumaban y hacían que tuviera que obligarme a pensar en otra cosa. Trataba de evitar que esos recuerdos me llenaran la cabeza, porque si lo hacían, no podía pensar ni hacer otra cosa.

Zacarías llegó poco tiempo después. Le conté lo que había pasado mientras íbamos de camino. Le dije que me preocupaba la urgencia con la que me habían llamado. Me preocupaba un poco que mi madre estuviera en peligro o que hubiera pasado algo con ella. Era un maldito monstruo, pero era mi madre a fin de cuentas.

Me despedí del español con un fuerte abrazo tres cuadras antes de llegar. Ni imaginar lo que le harían si lo veían conmigo en estas circunstancias.

—Vendré aquí todos los días hasta que llegues.— dijo sin soltarme, dulcemente, con el tono más suave que le había escuchado usar. Me sacó una sonrisa. —Y cuando lo hagas, te estaré esperando.

Negué con la cabeza, asumiendo que lo decía sólo para darme apoyo.

—Gracias.— mascullé antes de soltarlo. —Por todo.

Nos separamos y me miró a los ojos, con una sonrisa cálida y comprensiva.

—Sabes que haría lo que fuera por ti.

Le devolví la sonrisa y me di media vuelta para seguir, pero él me detuvo.

—Hermosa.— me llamó. Me volví hacia él. —Recuérdalo. Tú no eres como ellos.

Solté un leve suspiro, agradeciendo por primera vez haberlo conocido. Miré hacia el frente, preparándome para enfrentar lo que fuera que me esperara. Una camioneta blanca como las que solían ocupar los lacayos de mi madre me esperaba en una esquina. Inmediatamente que subí, el vehículo arrancó a toda velocidad. Esas últimas palabras de Zacarías me hicieron sentir un poco mejor. En el camino, el recuerdo de lo que pasó después de que le confesé mis problemas por primera vez llegó a mi mente.

—Me alegra que me hayas hablado de esto, linda. Tienes que saber que todo eso no ha sido tu culpa. Todo ese mal no lo has causado tú. Tú no eres como ellos, tú eres mejor.— había dicho tras el silencio que provocó mi relato.

Me había llenado con esa idea desde aquel día. Y fue precisamente eso lo que me ayudó a no desmayarme cuando supe por qué me llamaron tanta urgencia.

El lugar al que querían que asistiera estaba lejos. Salimos de la ciudad y nos internamos en una carretera poco transitada. Luego tomamos una desviación que nos llevó hasta un valle silencioso con una construcción en el medio. Un almacén.

Me bajé del auto, nerviosa, intentando prepararme mentalmente. Pero ni con cien años de antelación me hubiera sentido lista para lo que iba a ver. Con dos lacayos corpulentos a mi lado, entré en el almacén, tenuemente iluminado a pesar de la luz del medio día. No había dado ni diez pasos cuando una figura femenina y unos pasos ligeros me impidieron el paso. Mi corazón incrementó su ritmo y la respiración se me cortó por un segundo.

Mi madre. En persona.

Algo terriblemente grave debía estar pasando para que ella hubiese tenido que viajar todo un océano. Traía una máscara negra que sólo le dejaba descubiertos los ojos, los labios, el mentón y parte de las mejillas. Además, una peluca rubia que ocultaba su cabello anaranjado, idéntico al mío. Sin decir una sola palabra, me indicó con el índice que la siguiera.

Mi nerviosismo aumentó. Esto de ocultar su identidad sólo lo hacía cuando iba a hacer algo que la ponía en riesgo. Caminamos hasta el final de la construcción, donde vi aquella escena de horror. Ahogué un grito cuando vi a dos personas esposadas, recargadas en la pared. Una de ellas levantó la mirada hacia mí. Reconocí al instante aquellos ojos.

Oscuros, calculadores, y peligrosamente intuitivos.

Elena.

La detective Márquez.

La madre de Tony.

A un lado, estaba su padre, Jarko, con sus ojos azules idénticos a los de su hijo fijos en mí también. Un nudo se formó en mi garganta al imaginar lo que habrían pensado cuando me vieron. Elena lo expresó con la mirada. Traición.

"Tú no eres como ellos." Las palabras de Zacarías se repitieron en mi cabeza.

Me costó un esfuerzo colosal no perder el control. La confusión y la angustia por pensar en la razón por la que estaban aquí comenzaron a abrumarme. Mi madre me tomó del brazo y me alejó de ellos. Antes de que ella dijera algo, inicié yo, con un hilo de voz.

—¿Por qué están aquí? ¿No que no querías que volviera a pasar?

—No tuve opción, Scarlett.— su tono autoritario no había cambiado ni un poco. —No sé cómo, pero esa perra sabe cuál es mi identidad real.

Más confusión vino a mi cabeza. Tuve que pensarlo un momento antes de procesarlo. Eso no era posible.

Mi madre vivía una doble vida como medida de seguridad. Para el ojo público, mi madre era dueña de una pequeña empresa de cosméticos, que sí existía, pero era manejada por personas que no se imaginarían quién era realmente su jefa. Sin embargo, desde hacía décadas antes de mi nacimiento, mi madre había heredado el puesto más alto en una organización del mercado negro que se dedicaba a traficar todo tipo de mercancías ilícitas.

Por lo que me llegaron a contar algunos de sus lacayos, ella siempre había tenido una extraña obsesión con la época victoriana, con sus títulos jerárquicos, sus costumbres. Cuando subió al poder, convirtió la organización en una especie de simulación del reino inglés en la segunda mitad del siglo XIX. Se había autoproclamado la Reina Victoria, y exigía que todos la llamasen así. Era por ello que todos sus subordinados tenían la obligación de llamarme princesa. No obstante, mi madre no detenía su obsesión por la era victoriana en los nombres, sino también en su ambición imperialista de dominar todos los espacios posibles. Y lo hacía de una manera muy peculiar. En aquel momento no lo sabía, pero años después aún seguía descubriendo sus secretos: su manera de dominar un territorio era ubicando a los líderes criminales y después asesinarlos, marcando en cada uno de ellos una letra de su alter ego.

Dada su personalidad tan obsesiva y paranoica, cuidaba su identidad civil y su identidad como la Reina Victoria de modo tan metódico, que si yo no fuera su hija, hubiera asumido que eran dos personas distintas.

Entonces, o bien Elena tenía que ser una genio, o bien mi madre no cuidaba lo suficiente su doble vida.

Ella continuó hablando. —Sé que esto no es lo más seguro, pero de no haber sido así, nos estarían persiguiendo a todos en este momento, y no me refiero sólo a las autoridades. No hay opción. Ni tiempo.

Tomó mi mano derecha y colocó algo frío y metálico en ella. Un arma. Mi corazón empezó a latir sin control cuando busqué el motivo por el que me la daba.

—Vamos a tener que eliminarlos. Pero como tú vas a ser la que continúe con mi legado, te voy a dejar hacerlo. Haz que me sienta orgullosa, hija.

Y por primera vez, me ofreció una sonrisa sincera.

Algo que había estado deseando toda mi vida.

Pero lo que me pedía sencillamente no tenía nombre. ¡Me estaba pidiendo que asesinara a alguien! ¡Encima que asesinara a quienes me habían tratado como parte de la familia sin dudarlo! ¡¿Cómo mierda iba a hacerlo?! Mis pensamientos se desviaron a Tony, aumentando mi angustia. Debía estar enloquecido de desesperación por saber dónde estaban sus padres, qué había sido de ellos. ¡Y yo tenía que asesinarlos! No iba a hacerlo. No podía. De ninguna manera.

Pero mis acciones no manifestaban esa determinación, pues seguí a mi madre hasta donde estaba la pareja, con el nudo en mi garganta más apretado que nunca y mi hasta la última de mis neuronas gritándome que buscara una manera de escapar de esto.

Sin embargo, no la había. En cuanto me atreviera a traicionar a la gran Reina Victoria, yo sería la que tendría una bala en la cabeza. Lo tenía bien claro. Mi madre eliminaba a quien se interpusiera en su camino. Quizá no importaría que fuera su propia hija.

Había cinco lacayos a nuestro alrededor, con un uniforme que se asemejaba a los que usaban los soldados del ejército inglés del siglo XIX. Excepto por las máscaras que portaban, negras, que sólo dejaban ver sus ojos. Mi madre había llevado sus obsesiones hasta ese punto. Todos estaban alerta como perros guardianes, listos para atacar en cualquier momento. Durante un breve momento, mi atención se desvió a una variación en la élite de subordinados que se encargaban de la seguridad personal de su reina, quienes normalmente eran hombres gigantes e intimidantes. Pero en aquella ocasión crucé la mirada con una mujer, que no era demasiado alta, pero en sus ojos oscuros se veían la determinación y la efectividad. Portaba un traje muy parecido al de sus compañeros.

En cuanto estuve frente a Elena y Jarko, ambos me miraron de nuevo. Elena desvió sus ojos hacia el arma que traía en las manos. Sentí la mirada insistente y amenazadora de mi madre, esperando a que cumpliera con su atroz mandamiento. No me di cuenta en qué momento las lágrimas salieron lentamente de mis ojos que lo decían todo.

No necesité palabras para saber que no tenía opción. Mis manos temblaban, sepan las estrellas si acertaría el tiro. Estaba sudando a mares, con la respiración descontrolada y el cuerpo entero helado como el espacio exterior. Levanté ambas manos, sosteniendo el arma que ya estaba resbalosa por el sudor. Apunté torpemente a algún punto indefinido entre la pareja.

Jarko estaba aterrorizado, sus ojos me miraban implorando que no lo hiciera, el único medio que podía usar para salvarse, pues ambos estaban amordazados y sus rostros estaban heridos por múltiples golpes. Él me había recibido como si yo fuera su hija aquel día en el aeropuerto. Elena me miraba decepcionada, pero no parecía estar demasiado asustada.

Recordé la unión que tenían ellos dos con su hijo. La sensación con la que Elena y Jarko morirían me destrozó el corazón. El saber que dejaban a su único hijo solo en este mundo tan desquiciado. Ni qué decir de Tony. Perder a sus padres sería como morir en vida para él.

¡¿Y yo iba a causar todo eso?! Sacrificarme ahora ya no sonaba tan inviable. Finalmente había más personas que extrañarían a la pareja que a mí. Pero sabía que no valdría la pena. En cuanto me hubieran disparado, otro tomaría mi lugar y dispararía a ellos sin pensarlo ni un segundo. Tenía que haber otra manera.

—¡Scarlett, ahora! ¡No hay tiempo!— me exigió mi madre, desesperada y furiosa. El miedo me invadió como un tsunami.

No había opción. Tenía que hacerlo.

Me preparé para la mayor atrocidad de mi vida, una que me horrorizaría hasta el último de mis días, con las lágrimas nublándome la vista, la respiración contenida y una descabellada sensación de derrota en mi interior. Poco a poco, hice presión en el gatillo, hasta que llegó al punto de quiebre, donde la bala salió a toda velocidad, la explosión resonó por todo el universo y la fuerza del disparo me empujó hacia atrás. Cerré los ojos con la poca energía que me quedaba, y cuando todo quedó en silencio, los abrí lentamente para enfrentarme a lo que había hecho. 

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