XLV. Exoplaneta*

Pasó una hora antes de que Jasmine volviera a su cama. Las cenizas del trabajo de Beatrice se habían fundido con el viento hacía mucho. Jasmine seguía con la vista fija en el lugar donde habían partido, ahora observando las tenues estrellas, las delgadas nubes y la luna llena. Su mente repetía el día en el que cometió aquel atroz error, el día en el que asesinó a aquel hombre. Quería convencerse de que había sido por una buena acción, que era algo necesario. Pero nunca dejó de preguntarse qué hubiera pasado si sencillamente no hubiera intervenido...

Años atrás, cuando apenas había conocido a Beatrice, Jasmine pasaba por fuertes problemas económicos. La única solución que vio en ese momento fue trabajar para la organización que se había robado su vida entera, prácticamente. Se había convencido de que sería algo temporal, de que no pasaría de los seis meses. Qué ingenua.

No obstante, todo marchó bien por los primeros dos. Hasta que la mandaron a esa maldita misión. Lo peor es que sólo estuvo en el lugar equivocado en un mal tiempo. La misión era sencilla: cubrir al que tenía que hacer el trabajo sucio. Su nombre era Julian. Era un hombre joven, no rebasaría los treinta años. Pero no era cualquiera. Era el esposo de la líder suprema, el segundón, pero no parecía querer a su esposa ni un ápice. La respetaba y la obedecía, pero nunca más. Quizá lo único que los unía era el bebé que esperaba ella. Jasmine recordaba que alguna vez sintió lástima por el futuro que le esperaba al pobre niño.

Él tenía una misión más importante. Debía asesinar a uno de los criminales más poderosos que amenazaban a su esposa. Jasmine únicamente tenía que cubrirlo. El objetivo casi se cumplía, el criminal estaba acorralado, era cuestión de jalar el gatillo. Y su compañero estaba a punto de hacerlo, cuando una vocecita rompió el mortal silencio. Un niño de unos cuatro o cinco años se asomó y vio la escena. Jasmine recordaba muy bien su expresión, asustada y vulnerable. Quizá el criminal era su abuelo o su padre. El corazón se le hizo añicos, pero no había nada que pudiera hacer...

La sensación de estar superando los problemas con el pasar de los días era increíble. Aunque Carolina me evitara, y viera a Scarlett con Zacarías prácticamente a diario, no me sentía triste como antes. Una tranquilidad agradable me inundó durante esos días. Puedo decir que estoy orgulloso de que mis recuerdos más vívidos de ese tiempo fueron las comidas con mis amigos, los bonitos colores del cielo, la novela de Wendy, y los ratos que pasaba con ella.

Pero, como dicen, nada dura para siempre.

Si el día en el que pasó lo de Scarlett lo sentí como una tortura, aquel domingo debía ser la manifestación del infierno mismo.

Era una tarde de fin de semana a finales de mayo como cualquier otra. Olvidable. Las clases habían terminado y sólo restaba uno de los exámenes finales, el cual presentaría dos días después. Mis padres habían conservado su entusiasmo y alegría. Durante la cena, reíamos y conversábamos animadamente.

—Por cierto, cielito.— dijo mi madre dirigiéndose a mí. —No te hemos dicho. Tenemos buenas noticias.

La miré, esperando a que continuara. —¿Te acuerdas del caso en el que me ayudaste? ¿El que tuve que dejar? Bueno, es complicado, pero me lo han dado de nuevo. Y eso no es lo mejor.— amplió su sonrisa y tomó un respiro antes de decir —Gracias a ti, Tony, es caso cerrado.

La sorpresa me inundó al instante. No entendía cómo o cuándo demonios había pasado aquello, pero sonaba absolutamente genial.

—¿Cómo...— respondí emocionado, ansioso por saber más. —¡Lo resolviste! ¿Y cuál es la conclusión?

Mi madre miró a su esposo con una sonrisa y luego se volvió a mí de nuevo. —Me prohibieron decir algo sobre él hasta que se haya completado el papeleo para cerrarlo, pero no te preocupes, mi niño. Mañana lo presentaré a primera hora y entonces te podré contar todo.

Me levanté de mi silla y me lancé a darle un abrazo de felicitación.

—Nadie es mejor que tú, ¿lo sabes?

Correspondió mi abrazo y mi padre se unió a él. Pensé en cuánto quería a mis padres y lo agradecido que estaba de que siguieran conmigo. Un par de horas después, los tres nos fuimos a dormir.

Entonces comenzó lo peor.

Quizá serían las dos de la mañana, o quizá las tres. Unos sonidos extraños me despertaron. Abrí los ojos poco a poco y los sonidos se fueron aclarando. Por un momento creí que venían de la calle, pero en cuanto estuve completamente despierto, determiné que venían del piso de abajo.

Escuché la voz furiosa de mi padre. Las alarmas se activaron en mi mente.

—¡¿Quiénes son ustedes?! ¡¿Qué carajos hacen en mi casa?!

Luego se escucharon unos golpes y otros sonidos que no pude determinar. Mi corazón comenzó a latir más y más rápido. Por mi cabeza cruzaban todo tipo de ideas aterradoras. La angustia crecía exponencialmente en todo mi cuerpo.

—¡No! ¡Suéltenlo! ¡¿Qué es lo que quieren?!— la voz de mi madre intervino, implorante.

¿Qué estaba pasando? Corrí hacia la puerta de mi habitación, con la intención de bajar a ver qué ocurría. Pero en cuanto giré el picaporte, este se trabó, indicando que la puerta tenía seguro. Moví mi mano desesperadamente intentando abrirla más veces, sin éxito.

Alguno de los intrusos respondió algo, pero no entendí lo que dijo.

—¡No! ¡No! ¡Está bien, les daré todo lo que quieran, pero déjenlo, por favor!— exclamó mi madre. ¿Eran ladrones?

La puerta no cedía. No recordaba haberle puesto seguro antes de irme a dormir, nunca lo hacía. ¿Por qué estaba trabada? La única manera de abrirla era con las llaves, las cuales estaban en el cuarto de mis padres.

—No venimos a robar tu casa, Márquez.— escuché por fin. Aquella voz me dio un escalofrío. Una descarga de terror. Era una voz masculina, grave y amenazadora. ¿Cómo sabía el apellido de mi madre?

Un breve silencio sobrevino a eso. Mis padres debieron de tener la misma reacción que yo. Rápidamente, me dirigí hacia mi mesita de noche, buscando mi teléfono para llamar a la policía. Las manos me temblaban con violencia.

Pero en cuanto lo desbloqueé y miré los iconos superiores, me di cuenta de que no tenía señal. El miedo y la preocupación aumentaron. O había sido un fallo técnico muy inoportuno, o los intrusos habían planeado esto muy bien. Un nudo comenzó a apoderarse de mi estómago.

Regresé a la puerta, buscando a toda velocidad un modo para salir.

Más sonidos de golpes y jadeos de dolor.

La única manera de salir era golpeando el picaporte hasta romperlo.

Aparté las puertas de mi clóset y me abrí paso rápidamente entre la ropa, buscando aquel barrote metálico de mi ventana que se había desprendido hacía mucho tiempo. Cuando lo encontré, corrí a la puerta de nuevo, pero justo antes de que lo estampara contra el picaporte, un sonido explosivo desgarró el aire como un descomunal trueno y me hizo sobresaltarme, soltando sin querer el trozo de metal. Un atroz escalofrío me recorrió. Un arma de fuego. Mi respiración se aceleró hasta hacerme hiperventilar, mis manos sudaban a chorros y mis ojos soltaban lágrimas de horror. Recogí el barrote. Poniendo lo que se sintió como una fuerza sobrenatural en él, lo estampé contra el picaporte. Una y otra vez. Los golpes que se escuchaban abajo cada vez se hacían más frecuentes, los jadeos se convirtieron en gritos y plegarias. Mis corazón cada vez latía con más fuerza, mis esperanzas se desvanecían al ver al maldito picaporte casi intacto. Mis fuerzas disminuían, pero yo seguía golpeando. Poco a poco, mi alrededor fue desapareciendo, mi mente centrándose en un único objetivo: romper el maldito picaporte.

Otro disparo, y otro, y otro. Finalmente, el picaporte cayó y la puerta cedió. Salí corriendo de mi cuarto y bajé las escaleras de dos en dos, con los latidos del corazón retumbando en todo mi cuerpo, esperando lo peor.

Pero en cuanto llegué a la sala, todo estaba en silencio, vacío. Algunas de las botellas de vino de mi padre estaban rotas, con su contenido derramado en el suelo. Las fotografías que estaban en la pared ahora estaban tiradas, con el vidrio que las cubría resquebrajado. Los sofás estaban fuera de su lugar, y la mesa de centro estaba volteada. Y algo más, algo que desató todo tipo de hipótesis que me generaron náuseas por el terror. Un pequeño rastro de sangre junto a la mesa de centro. No me percaté cuando volvieron a brotar las lágrimas y los pensamientos descontrolados. Con la respiración entrecortada, me dirigí a la puerta principal, que estaba entreabierta y la abrí sin pensarlo, mirando la calle, buscando algo que me dijera qué había pasado. Sólo el mismo rastro de sangre haciéndose cada vez menos abundante hasta desaparecer pocos pasos más allá del umbral.

Mis padres no estaban. Había llegado demasiado tarde.

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