VI. Enana Blanca

—¿Qué pasó después?— preguntó Scarlett cuando terminé de contarle.

Me esforcé por espantar la tristeza que el relato causó y suspiré. —Lo que tenía que pasar. Miguel y ella eran pareja pocos días después. Recuerdo que la fiesta de graduación la pasé muy mal porque los habían asignado en la misma mesa que yo.— hice una pausa. —Durante mucho tiempo creí que todo aquello había sido mi culpa, que yo era el que nunca fue suficiente para ella.

En su momento la odiaba, y a Miguel. Más a Miguel. La mera mención de su nombre me hacía sentir malestar físico. Pensé muchas veces en conseguir otra pareja, para demostrarles que yo también tenía mi botón que hacía que olvidara todo de la noche a la mañana, pero era demasiado tímido e inseguro como para llevarlo a cabo. Me preguntaba si realmente Alison me había querido de verdad. Muchas noches mi subconsciente recreaba escenarios donde Alison aún era mi novia, que se desvanecían al despertar y me amargaban las mañanas.

Con el paso de los meses, y posteriormente de los años, aquella sensación venenosa dejó de afectarme tanto. En la actualidad no los odiaba, pero no los quería volver a ver.

—Ay...— susurró Scarlett, sacándome de mis recuerdos. —Espero que ya no creas eso. Nunca vas a ser muy poco para alguien.— me sonrió y me contagió la sonrisa.

Mantuve la sonrisa, sin añadir más. Quise preguntarle si había tenido relaciones anteriores, pero me cambió el tema antes de que pudiera hacerlo. Seguimos conversando, entre anécdotas y algunas risas, y la melancolía se fue disolviendo con ellas. Fue de los momentos más felices que viví con Scarlett. El cóctel de emociones en mi cerebro era tan agradable que causaba que repitiera en mi mente aquellas escenas de camino a casa, como una canción a la que me hubiera vuelto adicto.

Pero aquello se esfumó cuando llegué a casa. La puerta principal se abrió repentinamente y mi madre salió de ella, con el aspecto de que llegaba muy tarde a algún lugar. Apenas notó mi presencia cuando subió al auto y desapareció volando por una esquina.

Mi padre estaba en el umbral, contemplando el lugar por donde se había ido.

—¿Está todo bien?— pregunté un poco preocupado.

—Sí, sí, no te preocupes por ella. La llamaron del trabajo por algo muy importante.— respondió vago. —Tony, tengo que ir a ver a un cliente que se está hospedando en el hotel del centro, no me tardo mucho. De todos modos, la cena está caliente, disculpa si no podemos cenar contigo hoy.

Le dije que no pasaba nada, a lo que él tomó su suéter y me abrazó antes de salir hacia la avenida para tomar un taxi. Me extrañó que no notaran lo tarde que había llegado.

Ante el silencio en el que había quedado la casa, normalmente tomaría mis audífonos y metería la nariz en un libro o en mis tareas hasta que tuviera sueño. Pero aquella vez tenía planeado algo distinto.

Con todo lo que había pasado no había podido ni pensar en ello, pero la soledad en la que me había quedado me pareció una oportunidad perfecta para indagar en el caso de mi madre. Me dirigí a su habitación, cuya puerta estaba cerrada. Antes de siquiera tocar el picaporte, calculé algunos tiempos. Mi padre tardaría aproximadamente una hora y media en volver, considerando la distancia al centro de la ciudad. De mi madre no tenía idea, pero era muy posible que se tardara incluso más. Temeroso, entré y lo primero que captó mi atención fue la luz amarillenta de la lámpara que iluminaba el desorden del escritorio debajo de la ventana que daba hacia la calle. En el medio, estaba el ordenador portátil, abierto, con el protector de pantalla activado y papeles regados a su alrededor, en los que había fotos, estadísticas y algunas hojas con texto en ellas.

Me acerqué lentamente, como si temiera la existencia de cámaras de seguridad. Observé un momento los documentos. Luego, alcé algunas hojas con anotaciones hechas con la letra de mi madre, buscando algo que pudiera dar una pista de dónde empezar. Enterrado en el desorden, encontré un folder color crema con hojas engrapadas y el formato que usaban en el despacho impreso en ellas. Lo reconocí como el informe oficial del caso. Tomé el folder y me senté en la cama matrimonial a leerlo.

Una sensación de nerviosismo y una ligera duda me invadieron antes de abrirlo. No obstante, mi curiosidad seguía siendo superior a mis otras emociones.

La víctima era un hombre llamado Ernesto Sandoval, asesinado por tres balas, una en su pierna, otra en su pecho y una última en su cabeza. Al parecer tenía historia criminal: tenía cargos por ventas ilícitas, soborno, difamación, asalto y la lista se extendía dos renglones más. Vaya que era un tipo con mala reputación. Había fotos de la escena del crimen: un suelo de mármol blanco, con iluminación amarillenta y poco mobiliario. Las siguientes descripciones decían que el homicidio había sucedido en una bodega cerca del centro de la ciudad. En los detalles de la autopsia se dejaban las especificaciones de la posible arma que había terminado con su vida. Yo sabía prácticamente nada de balística, pero lo único que me dio una idea de lo que se describía, eran las palabras "calibre pesado". Leí las anotaciones de mi madre, en las que daba a entender que creía que el asesinato no había sido espontáneo, sino planeado con anticipación.

Detuve un momento mi lectura y miré hacia la ventana, que mostraba el atardecer moribundo. En efecto, mi madre no solía darnos muchos detalles de sus casos, pero a veces nos soltaba lo que podía ser público, normalmente una visión general y muy superficial de lo que había pasado. Este caso se desviaba notablemente de lo que mi madre y su equipo investigaban como rutina. Al ser un despacho privado, solían recibir casos que habían sido archivados por las autoridades federales, de personas que tenían los recursos para solventar una investigación privada. Algunas veces los contrataban empresas medianas para escudriñar en busca de fraudes fiscales o para localizar estafadores.

Pero nunca algo como esto. El mundo criminal era algo que sólo conocía por series de televisión y noticieros nacionales. ¿Por qué alguien recurriría a un despacho privado para investigar algo como esto? Más importante aún, ¿por qué mi madre y su jefe habían aceptado el caso?

Omití los detalles técnicos que abarcaban las siguientes cuatro páginas, y me topé con otros dos informes. ¿Había más? Estos describían otros dos crímenes, muy similares al anterior. Las víctimas en el primero eran los integrantes de un matrimonio dueño de un club donde se realizaban ventas ilícitas, y el último, un joven no mucho mayor que yo, cuyo cuerpo había sido abrasado por gasolina en llamas, al punto de quedar irreconocible. Eso último me dio un escalofrío, provocado por las imágenes explícitas que había en los informes.

Pero aún no entendía porqué mi madre parecía estar tan inmersa en esta serie de casos. La incógnita no duró mucho más. Cuando llegué a la última página del tercer informe, leí algo que había pasado por alto por completo. Los tres crímenes tenían en común algo descrito como "una firma del autor". Cada víctima tenía pintada una letra con aerosol azul oscuro en uno de sus muslos, o en el abdomen. La marca era casi invisible, pero los investigadores no la habían omitido. Ernesto Sandoval y la mujer del matrimonio tenían una 'E' pintada en las piernas, su esposo una 'N', y el joven una 'V'.

La última anotación de mi madre decía: "¿Mensaje?" Mi madre parecía dar a entender que creía que aquello representaba una pista en dirección a algo mayor. Cerré el folder y lo dejé en el escritorio. Otra hoja, a la izquierda del ordenador llamó mi atención. Estaba llena de garabatos de mi madre que unos minutos atrás había ignorado, pero que ahora tenían sentido. Eran diversas combinaciones de las letras marcadas en los cuerpos de las víctimas. Ninguna era inteligible.

Me tomé un instante para procesar todo. Mis emociones estaban alteradas por la información prohibida de la que ahora tenía conocimiento, el atisbo de arrepentimiento por haber visto aquello sin autorización, pero principalmente, un arduo interés por conocer más acerca de estos casos.

***

Los susurros de Scarlett me sacaron de mis pensamientos.

—¡Hey!— me volví hacia ella, sobresaltado —Estás muy despistado hoy. Te estoy hable y hable.

Lo que había descubierto a escondidas de mi madre la tarde anterior me tenía más distraído de lo que hubiera esperado. Abrí la boca para disculparme, pero antes de que pudiera hacerlo, Scarlett se acercó para decirme algo en voz muy baja, pues la profesora de Lógica parecía tener oídos sobrehumanos que detectaban hasta el más mínimo decibel.

La distancia a la que la chica se colocó aceleró mi corazón y me hizo desviar la mirada unas cuantas veces. Temía que pudiera ver mis pupilas dilatarse. —Hoy no me voy a poder quedar al entrenamiento.

Respondí en voz baja y temblorosa. —Pero... hoy hay evaluación...

—Lo sé, pero tengo que atender algo importante. ¿Le puedes decir al entrenador?

—Claro... pero... me va a preguntar porqué...

Su expresión se endureció por un segundo. —No te preocupes por eso.

Me extrañé, pero me limité a asentir en silencio. Pocos minutos después, la última clase del día finalizó. Scarlett se despidió de mí rozando su mejilla con la mía, algo que nunca había hecho. Tuve suerte de que me diera la espalda de inmediato, por lo que no vio mis pómulos enrojecerse tanto que podrían haber brillado. Junté mis cosas rápidamente, y me dirigí hacia la alberca, aún con la piel cálida. Lo único que pudo enfriarla fue el agua helada.

Cuando salí del entrenamiento, el clima me había traicionado. Estaba lloviendo a cántaros, a lo que yo solo traía una sudadera ligera que había elegido por el poco frío que hacía unas horas atrás. Había quedado empapado cuando llegué corriendo a la parada del autobús. Me metí en una esquina, con apenas un trozo del techo laminado por encima mío.

Para mi infortunio, el autobús tardó una cantidad inusual de tiempo en llegar. Pasados cuarenta y cinco minutos, la parada había quedado desolada. Pensaba en regresar al interior de la escuela, al menos a intentar recuperar calor, cuando de repente sentí un jalón en mi mochila que me hizo trastabillar. Desconcertado y molesto, me volví para ver quién me había hecho semejante grosería. No necesité más calor que el que explotó por la furia en mi interior al ver el inolvidable y aborrecible rostro de Marco.

—¡A ti te estaba buscando, idiota!— me gritó por encima del aguacero. Mis gafas estaban algo empañadas y mojadas por lo que no veía bien. En lo que recuperaba el equilibrio, tomó violentamente la agarradera superior de mi mochila, y comenzó a llevarme a rastras hacia algún lado. Intenté quitarme la mochila, pero en cuanto lo estaba logrando, pescó el gorro de mi sudadera y lo jaló hacia sí mismo con fuerza, lastimando mi cuello con el cierre y cortándome el aire. Desesperado, grité que me soltara, pero la lluvia torrencial callaba mis alaridos.

Me liberó de su agarre cuando estuvimos detrás de un taller automotriz clausurado que estaba en un puñado de locales a un lado de la escuela. Estábamos debajo de un toldo de lona vieja, por lo que la lluvia aún se filtraba. Yo estaba en el suelo, encima de un charco con aceite de coche tan maloliente que me dieron náuseas. Inmediatamente que pude aclarar mi visión, me levanté e hice el intento de limpiar las pesadas gotas de agua a mis lentes sin quitármelos.

—¡¿Cuál es tu maldito problema, imbécil?!— le grité, tan fuerte que mis cuerdas vocales me ardieron. —¡Déjame en paz!

—¡Cállate! ¡Te advertí que dejaras de provocarme, e hiciste todo lo contrario!

De algún modo, Marco usó un tono aún más intimidante, que me impidió responder. Me giré para alejarme corriendo, pero en cuanto di el primer paso me tomó del cabello con tanta fuerza que temí que me hubiera arrancado el cuero cabelludo. Solté un alarido de dolor, e instintivamente me llevé la mano a la parte posterior de mi cabeza, tiempo que Marco aprovechó para ponerse frente a mí y darme un empujón que me dejó de nuevo en el suelo.

—¿¡A dónde vas?!— me gritó de nuevo. Mi corazón estaba desbocado de terror, la cabeza me palpitaba intensamente y mi visión ahora estaba nublada por lágrimas del dolor infernal en el cuero cabelludo. Pude ver como daba unos pasos atrás, se agachaba, y tomaba un objeto alargado del suelo. Mi terror se multiplicó por mil. No dudaba que si me golpeaba con eso, me mataría. Mi mente se había bloqueado, y mi cuerpo reaccionaba únicamente por mis instintos más primordiales. Me arrastré lo más rápido que pude en dirección contraria, intentando levantarme. Este chico estaba enfermo. En ese momento me arrepentí de haber hablado con la profesora sobre sus amenazas. Nunca me imaginé que llegaría a esto.

Cuando pude levantarme, busqué desesperadamente algo con lo que defenderme. Había varios trozos deformes de metal oxidado repartidos por todo el lugar, que supuse alguna vez habían sido refacciones automotrices. Tomé algo que tenía forma de tubo ancho y largo, y eché a correr con toda la velocidad que me permitían mis agotadas piernas. Marco no dudó en perseguirme. Sin embargo, había tomado mi arma defensora de algún extremo que tenía filo, por lo que me lastimé la piel de la palma. El óxido agravó el ardor que la herida había provocado.

Salí por el lado opuesto por el que Marco me había arrastrado y rodeé la calle, intentando llegar a la escuela, para buscar algún policía. Miraba constantemente por encima del hombro para ver qué tan lejos venía el chico, enloquecido por la rabia. Mi respiración se aceleraba de manera exponencial al agitarse por correr, y al ver que Marco venía cada vez más cerca. La esquina parecía infinitamente lejos y los segundos que tardé en alcanzarla me parecieron años. Dejé de mirar atrás en cuanto cambié mi dirección hacia un atajo que conocía para volver a la escuela. Mis pensamientos seguían bloqueados, y lo único que me llenaba era la adrenalina y la necesidad de llegar a la parada.

Cuando finalmente llegué a ella, la encontré desierta. Frustrado, aterrorizado y desesperado, seguí corriendo. Pensé en entrar a la institución, pero para ello necesitaba pasar mi credencial por un escáner. Ni en sueños tenía tiempo para eso, así que en un arrebato, decidí pasarla y correr más allá. En el último segundo que estuve bajo el cobijo del techo sobre las bancas de la parada, volví a mirar hacia atrás. Aquel fue mi último error, pues cuando regresé la vista al frente, me topé con otra persona, que estaba justo en mi camino, y con la que terminé estrellándome por la inercia que llevaba.

Apenas tuve tiempo de verle la cara. Era un tipo moreno, fornido, de rasgos bruscos, y mucho más alto que yo. Durante la fracción de segundo que duró ese choque, no supe relacionarlo con lo que estaba sucediendo. Casi al instante, me tomó de los hombros, alzándome del suelo, me acorraló en una pared impidiendo cualquier movimiento, y pegó un fuerte manotazo en el trozo de metal que traía en las manos, mandándolo a volar. Forcejeé, pero era completamente inútil. Me sostenía con demasiada fuerza, y yo no me atrevía a hacer nada. ¿Quién era este tipo? Al menos con Marco tenía una idea más clara de a qué atenerme. El horror que reinaba en mi interior no paraba de aumentar. Los brazos comenzaron a dolerme, mi corazón latía desenfrenado y el miedo llegó a su punto máximo cuando me atreví a mirarlo a los ojos.

Marco apareció en el panorama pocos segundos después.

—Te lo advertí.— dijo alzando la voz, que estaba ligeramente agitada por haberme perseguido. La lluvia había mermado su intensidad un poco, pero no había parado. Mi cuerpo entero era insensible al clima en ese punto. —No creí que tendríamos que llegar a esto, pero no me dejas de otra, Järvinen. Te dije que no te metieras conmigo, y te valió.

Los nervios de mis hombros se habían desconectado por la descomunal presión que aplicaba el matón de Marco en ellos. No me atreví a emitir un solo sonido.

—Todo tuyo, campeón.— dijo a su matón, dando unos pasos atrás. Sentí aquella frase como una sentencia de muerte.

No tuve tiempo de aterrorizarme más de lo que ya estaba, pues de inmediato me tiró al suelo y me metió un puñetazo en la barbilla, que hizo parecer el jalón del cabello que me había dado Marco como un raspón en un juego de niños. Una explosión violenta de dolor me hizo gritar de agonía y eso lo motivó a seguir. Entre risas macabras. Golpe tras golpe. Me arrancó las gafas y sentí la muerte inminente. No veía nada. No sabía de dónde venían los golpes. El dolor creciente sólo me permitía jadear y retorcerme. Me cubrí la cabeza con los brazos como último recurso.

Después de alguna patada en la mandíbula, sentí un sabor a metal en la boca. Las lágrimas comenzaron a brotar sin freno de mis ojos. Ni siquiera tenía fuerzas para gritar para pedir ayuda. El terror era más agudo e intenso que nunca. El matón estampó algo sólido contra mis costillas, dejándome sin aliento. Había comenzado a granizar. En medio del agua helada, el granizo que se sentía como balas, las risas burlonas, y los comentarios ofensivos de Marco, comencé a perder la consciencia. La realidad se desvanecía poco a poco, y dejé de saber en dónde estaba, qué hora era, cómo había llegado a ese momento. Todo. Mi mente se había convertido en una sopa oscura y errática de recuerdos, pensamientos y emociones. El dolor había dejado de sentirse tan presente, y sólo se sentía como si estuviera en una caldera de agua hirviente de la que no iba a escapar. Mi lucidez se me escapaba entre las manos, siendo sustituida por la sensación de la muerte, que era lo único que sentía.

Iba a morir y no había nadie para evitarlo. Mis fuerzas se habían agotado hacía mucho.

Y de repente, en el último segundo, pude abrir los ojos. Estaba dejando de respirar. Intenté inhalar, pero era imposible. El aire que entraba a mi pulmones era como fuego, un fuego que me consumía desde el interior.

Mi último recuerdo fue sentir el objeto sólido estrellarse contra mi cráneo, momento en el que todo quedó en la oscuridad.

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