LII. Betelgeuse
Diría que todo comenzó a tener sentido después de eso, que las piezas comenzaron a encajar solas, pero no fue así. Mi cabeza se atiborró con más confusión e interrogantes. Ella siguió hablando, pero su tono a partir de esa última frase se volvió frío y oscuro.
Me lo contó todo. Hasta el último detalle.
Al inicio parecía desconfiar, eligiendo cuidadosamente sus palabras y yendo despacio. Pero tras un par de minutos, el relato pareció superarla, como si aquello disminuyera la importancia que tenía el hecho de que llevábamos poco más de un mes conociéndonos.
Wendy era originaria de Gisborne, Nueva Zelanda, ciudad de la que huyó con Jasmine, la mejor amiga de su madre, cuando tenía siete años, tras el asesinato de sus padres. Aquel suceso la marcó a fuego, pues además del mero evento, fue algo que nadie vio venir, ni siquiera el propio asesino. Beatrice Campbell, su madre, había mantenido su investigación en secreto por los siete años de vida de su hija. Ni siquiera Jasmine, que era más cercana a ella que Joe, el padre de Wendy, sabía de ello.
Todo había comenzado en la adolescencia de Beatrice, cuando conoció a Joe, y a su hermano gemelo, Albert Campbell. Éste último había estado enamorado de Beatrice, pero lo ocultó hasta que fue demasiado tarde. Joe y Beatrice habían desarrollado una relación romántica para ese entonces. Pocos años después, se casaron, justo cuando Beatrice se graduó en Criminología. Albert se había resignado mucho atrás, e incluso había conocido a quien sería su esposa un tiempo después.
Y durante cuatro años, armoniosos y tranquilos, parecía que todo iba a estar bien el resto de sus días. Una carrera acreditada, estabilidad económica y emocional, una familia unida. Una vida perfecta.
Hasta que un día, Olivia, la esposa de Albert, murió en un accidente automovilístico, mientras regresaba de visitar a su familia. Albert era una buena persona, pero era muy susceptible a perder el control ante situaciones extremas como aquella. Lo que lo llevó a caer en un sinfín de problemas, empezando por una progresiva adicción al alcohol. Al principio Joe y Beatrice trataron de ayudarlo, pero, aunque nadie lo dijo abiertamente, era una causa perdida.
Albert perdió todo, su dinero, su casa, su dignidad, y a su familia. Llegó a un punto que era indistinguible de un vagabundo. Nadie creía que se fuera a recuperar de ahí.
Pero vaya que estaban equivocados.
Pasado un año y medio de la tragedia, Albert pareció salir de aquel abismo en un parpadeo. De un mes a otro, tenía más dinero que el total de lo que había poseído ese año y medio, incluyendo la ayuda de Joe y Beatrice. Toda la familia se mostró alegre y sorprendida por aquello, más aún con la noticia de que Beatrice estaba embarazada. Parecía que los buenos tiempos volvían.
No obstante, a Beatrice le pareció demasiado para ser verdad. Albert había dicho que tras unirse a un grupo de ayuda para alcohólicos, se había motivado para rehacer su vida, con lo que decidió emprender un pequeño negocio con algunos de sus compañeros, que afortunadamente se había vuelto exitoso en muy poco tiempo. Y todo parecía ser cierto. Beatrice casi le creía sin dudar. Pero al ver ese cambio tan repentino, y algunas de las respuestas evasivas que daba cuando preguntaban algo demasiado profundo sobre aquel supuesto negocio, Beatrice comenzó a sospechar.
Así que inició una investigación, tímida al inicio. Su moral la reprochaba al decirle que en lugar de alegrarse como su familia, estaba investigando. ¿Es que acaso no quería que Albert volviera a ser el de antes? Pero con cada observación, cada paso, cada pista, la hipótesis de que el hermano de su esposo mentía y todo se trataba de un show para esconder algo grave, tomaba más fuerza. Aún con ello, la joven investigadora no dejó de dudar de lo que hacía. Incontables veces estuvo a punto de abandonar aquel proyecto.
Su hija nació, Wendy. Era la adoración de la familia, pero por alguna razón Albert era el que le tenía más cariño. La quería como a su propia hija, siempre le tenía un regalo o alguna sorpresa. La consentía con todo lo que tenía. Incluso la llevó de viaje a Japón cuando tenía cuatro años.
Ello dio más razón a su madre para dejar de investigar y disfrutar a su familia. Pero no. Nunca dejó de pasar las noches en el viejo ordenador, tecleando todo lo que sabía sobre su cuñado, cuidando que Joe no se despertara, algunas noches con los lloriqueos de Wendy de fondo.
No le veía fin a aquello. Creyó que le tomaría muchísimo tiempo descubrir la verdad, si es que había alguna oculta.
Pero un veintisiete de junio, una tarde cálida, un día como cualquier otro, halló la pista definitiva: un contrato, lleno de información. Toda la que necesitaba para acusarlo.
En él, se exponían los términos de su verdadero trabajo. Albert no era un empresario emergente, nunca había ido a un grupo de ayuda, no tenía un trabajo honesto ni una vida segura. Albert era uno de los líderes de región de una organización que dominaba el mercado negro en Nueva Zelanda. The Kingdom.
Por supuesto, ¿qué otra?
Había asesinado a decenas de personas, robado, asaltado, secuestrado y arruinado el mismo número de vidas. Era esa la verdadera razón por la que tenía tanto dinero, la razón de su extraña paranoia y de sus respuestas evasivas.
Dudó un día más. ¿Realmente convenía acusar y exponer a alguien tan poderoso? ¿No era eso increíblemente peligroso para su familia? Pensó en Wendy. Pero también en los cientos de niños que perderían a su padre o madre por las atrocidades, no sólo de Albert. Alguien tenía que detenerlos, y la mentalidad justa de Beatrice no le dejó otro camino más que ese, el de la justicia.
Camino que la condenaría inevitablemente.
Al día siguiente habló con su esposo, le habló sobre lo que había hecho durante todos esos años, y lo que planeaba hacer. Él se mostró dolorido, decepcionado e incluso furioso, pero no se opuso a la acusación. También habló con Jasmine, y ella prometió apoyarla sin dudar.
Y todo marcharía bien, de no ser porque de algún modo, Albert se enteró de todo aquello.
En la desafortunada noche del veintinueve de junio, Beatrice y Joe salieron supuestamente al cine, pero en realidad discutirían lo que iban a hacer, las medidas que iban a tomar, pues era evidente que sus vidas no serían las mismas después de eso.
Wendy se había quedado en casa, sin saber que ese día empezaría un infierno viviente para ella.
***
Joe y Beatrice habían dejado su coche atrás de la plaza. Eran aproximadamente la una de la mañana. La pareja se acercaba al coche, mientras seguían con la discusión que habían iniciado horas atrás. De repente, alguien salió de la parte trasera del coche. Creyeron que se trataba de un asalto, pero no.
Era algo mucho peor.
—¡Albert! ¿Qué haces aquí?— preguntó nerviosa Beatrice.
Desvió la mirada hacia sus manos. Un arma se asomaba entre sus dedos. El terror la invadió en un segundo, pero logró controlarse.
—Destruye esa maldita investigación. Es por tu bien.— exigió Albert, sin rodeos.
—¿De qué hablas?— intervino Joe, haciéndose el confundido.
Su hermano lo ignoró.
—Sé que ya lo sabes todo, sé que me quieres exponer, Betty. No lo hagas, te lo digo en serio. Destruye la evidencia.
Beatrice sabía que no podía hacerse la loca.
—No puedo. Ya procedió, ya no hay vuelta atrás.
—¡Destrúyela!— gritó Albert.
—Albert, tranquilízate.— pidió ella.
Confiaba en que no dispararía. No podía haberse vuelto tan irracional.
—No lo hará, no borrará nada. — lo retó Joe. Beatrice no supo cómo decirle que no usara ese tono.— Y aunque pudiera, no lo haría. ¿Tienes idea del mal que haces, hermano? ¿Por qué te cubriríamos?
—Por su bien. No depende de mí, de verdad, no quiero que les hagan daño. Simplemente no se metan y todo estará bien.— dijo su hermano, firme, pero suplicante.
—Lo siento, Albert. La evidencia está en todos lados, no puedo eliminarla así de rápido. Tomaría meses.— dijo Beatrice.
Albert cerró los ojos, rogando porque aceptara. Era su única esperanza. Queen Victoria, la líder suprema, a quien todos temían, la todopoderosa, ya sabía de lo que Beatrice investigaba. Había ordenado a Albert asesinarla. Y esa fue su única rabieta, al negarse a cumplir aquel horrible mandato. Pero tras ser obligado por métodos poco éticos a cumplir, Albert no podía decir que no, o él terminaría muerto y alguien más ejecutaría la orden como si se tratara de un simple favor.
Sólo se le ocurría una solución.
Obedecer.
—Betty, por favor, no tienes idea en lo que te metes...
—Joe tiene razón, aunque seas tú, no podemos ponerte por encima de lo justo. Lo siento mucho, Albert.— lo interrumpió Beatrice.
—Betty, no me obligues... no tú.— suplicó por última vez. Albert sabía que para autorizar su arresto, necesitaban a Beatrice. Y si ella no estaba...
¡No! Le era imposible imaginarse una vida sin ella y sin su hermano. Por mucho que lo envidiara, que deseara todo lo que él tenía: dinero limpio, una familia, una vida tranquila, y a Beatrice, era su hermano.
Wendy vino de nuevo a su mente, adoraba a sus padres como si no los volviera a ver jamás. Si Beatrice seguía en esa posición, eso se haría realidad. Le dolía todo, de repente se sintió como si nada importara, le dieron ganas de apuntar la pistola hacia su cabeza. Aunque sabía que eso no cambiaría nada.
—Perdón hermano, no quiero ser duro pero esto es tu culpa. Tú eres el que te metiste en esto, y tienes que enfrentar las consecuencias.— hizo una pausa y susurró —¿Qué diría Olivia?
Su angustia pasó a enojo. No podían meter a su esposa en esto.
O eso quiso creer, porque el que habló no fue el Albert que amó a Olivia, sino el que nunca olvidó a Beatrice.
—No sé, Joe.— dijo malhumorado. —Olivia está muerta, ya no importa. De todos modos, ella sólo fue una puerta de escape.
Ambos se extrañaron. —¿Qué?— dijo Beatrice.
—Creí que lo tenías bien presente, Betty. ¿Nunca te diste cuenta?
Ella no respondió. Sólo se quedó paralizada, con el teléfono en la mano, listo para llamar a la policía. Albert siguió hablando.
—Estuve enamorado de ti desde que tenía dieciséis años. ¡Dieciséis! Han pasado veintidós malditos años. Pensaba que no te importaba, pero ni siquiera sabías. No te sientas mal, no hay nada que puedas hacer. Me bastó con que seas feliz, nada más.
Beatrice se petrificó aún más, pero fue su esposo el que se molestó. Ambos gemelos comenzaron a pelear, verbalmente. Ella intentó calmar la situación, pero los hermanos seguían y seguían, cada vez de manera más peligrosa para Joe.
¡Albert traía un arma y su mente había sido retorcida por esa estúpida gente! ¡Disparar iba a ser como un juego para él!
¿Que eso no importaba?
Albert le disparó a Joe en la pierna cuando se quedó sin palabras. La horrible explosión resonó en los oídos de Beatrice, sacándole lágrimas de desesperación. Luego se oyó una segunda, que calló la voz de su esposo. Sin mirar, supo que Joe ya no existía. Albert le había arrancado una parte de sí, a su compañero de vida. Su mente colapsó al llanto, y tenía tremendas ganas de rendirse. Pero tenía que actuar. Recordó el crucero vacacional de su amiga, Jasmine. Saldría esa noche.
No quedaba otra opción, ella ya sabía cuál sería su destino. Borró el número de la policía y marcó el de su propia casa, mientras corría hacia algún lugar escapando de Albert.
—¿Hola?— escuchó la vocecita de su pequeña Wendy, que la hirió más que si le hubieran disparado.
Era la última vez que escucharía la voz de su amada hija.
—¡Bebé! Soy mamá, ¿me haces un favor?— le dijo frenéticamente.
—Claro, mami. ¿Qué pasa? Te oyes asustada. ¿Te encontraste al monstruo de mi cama?
Beatrice se sintió aún peor. ¿Por qué?
—No, mi princesa.— le dijo ya casi sin voz.
Oyó a Albert que bramaba su nombre, enfurecido.
—Cielo, empaca todo lo que puedas y toma el maletín café que está encima de la cama.— le dio instrucciones mientras corría de un coche a otro.
Finalmente, le dijo:
—Ve al puerto, ahí estará Jasmine. ¡Ve con ella! ¡Sálvate! ¡Tienes toda una vida por vivir!
Albert la vio, detrás de un coche.
Estaba tan enloquecido que no dudó en dispararle en cuanto ella salió diciendo:
—Te amamos, mi vida.
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