Infinito Omega
Sus compañeros de élite miraban a Beatrice con expresiones muy distintas. Unos la veían como a una auténtica traidora, con un aborrecimiento que sólo se ve una vez en la vida. Le pareció que nunca nadie había querido asesinar a otra persona como ellos ahora. Pero otros pocos la miraban con indiferencia, como si esperaran que tarde o temprano, alguien con mucho odio hacia la Reina se infiltrara y le pegara un tiro en la frente.
Mientras Tony corría hacia el bullicio a pelear por la que para él seguía siendo la heroína enmascarada, Scarlett se quedó unos segundos en el suelo, con el hombro enviándole explosiones de ardor a cada segundo. Miraba el cadáver inerte de su madre, sin creer lo que había visto.
Ella nunca la quiso como cualquier otra madre lo haría con su hija. Nunca fue esa mejor amiga a la que podía contarle todo. Tampoco fue una madre estricta que sólo quería que su hija fuera grande en la vida. Sencillamente, Scarlett y Audrey tenían una relación comercial. Audrey veía a su hija como un producto, como algo más con lo que podía mover sus negocios, su verdadero amor.
O al menos así lo veía la chica. Porque algo que jamás supo, era que a pesar de los borbotones de sangre que escapaban del hombro de su hija, Audrey sentía un cariño inevitable hacia ella. Pero lo ocultaba como una niña que ha roto un jarrón y no quiere que sus padres se enteren. Sus acciones tenían la intención implícita de ocultar ese amor, que como tantas cosas en su vida, Audrey se esmeraba en mantener en secreto.
Dos lágrimas escaparon de los ojos de la joven, que se acercó temerosa y con un dolor insoportable al cuerpo de su madre, y tanteó entre sus bolsillos. Temía que de repente Audrey se levantara y regresara de la muerte para enviarla a ella como su sustituto. Porque eso era lo único que sentía Scarlett hacia su madre: miedo.
Buscaba algo que parecía ya olvidado: las llaves de las esposas. Efectivamente, no tardó en encontrarlas.
Le echó una última mirada de compasión, de tristeza, o quizá de lástima, y tomó las llaves. Se volvió hacia la pareja encadenada y con las manos incontrolablemente temblorosas, por el dolor físico y emocional, liberó a Elena y a Jarko.
La pareja no dijo nada durante esos segundos. Tenían la mirada fija en su hijo, en los últimos empujones de la lucha por defender a su heroína.
Pero en cuanto estuvieron libres, Elena corrió hacia Scarlett y la envolvió en un abrazo, interrumpido de vez en cuando por uno que otro sollozo. No hacía falta decir nada. Ese abrazo lo decía todo. Un abrazo que la chica nunca había recibido: maternal, cariñoso, y protector.
Tony se quitó la capucha cuando el último lacayo hubo caído a manos de Jasmine. Se volvió hacia Elena y Scarlett. Jarko las miraba a unos pasos de distancia, sonriendo.
Lo que sin querer, también le sacó una sonrisa al chico.
Sus padres estaban vivos. Scarlett, Wendy y Jasmine también. Y la heroína... que se quitó la máscara pocos instantes después.
El cabello mal cortado, rizado, rubio teñido y con raíces caobas de Beatrice se asomó en cuanto fue libre. Su tez morena, magullada por la vida y la edad, mostró las cicatrices que habían dejado los últimos diez años. Y su complexión que había pasado de ser rellenita, a ser atlética y corpulenta.
Definitivamente no era la misma Beatrice Campbell, joven y hermosa. Pero seguía teniendo su esencia: sus ojos. Oscuros como los de su esposo y su hija, con pestañas abundantes, cansados, pero siempre buscando la justicia y la verdad.
Wendy también se quitó su pasamontañas, con un nudo terriblemente apretado en la garganta.
¿De verdad...? ¿De verdad era su madre...? ¿Pero que no ella...?
Su corazón comenzó a enloquecer, sus piernas se bloquearon, y lo único que pudo hacer es mirar a aquella mujer tan parecida a su madre, sin saber qué creer.
Pero en cuanto Beatrice sonrió y acortó la distancia entre ellas en un segundo, ya no había espacio para dudas. Era la mismísima Beatrice Campbell, su madre, viva. Se había acostumbrado a la idea de que nunca la volvería a ver, de que cuando le preguntaran por ella tendría que sonreír tristemente, y decir que había muerto en circunstancias poco sorpresivas. Jamás la verdad. Pero cuando la vio, parada a unos metros de ella, todas aquellas noches de su infancia intentando comprender... intentando aceptar, se desmoronaron. Esa llamada, esas palabras, no habían sido las últimas.
Cuando la mujer tomó a su hija de la mejilla, la chica sintió otro golpe. Su padre realmente había muerto. Y aunque creía que ya podía al menos no romperse al pensar en eso, ese pensamiento la destruyó...
—Wendy... estás... eres hermosa. Eres... eres toda una señorita, una muy hermosa...— le dijo su madre, con la voz entrecortada.
Tony, que había apartado la vista un momento de sus padres y Scarlett, oyó eso último y estuvo de acuerdo. Wendy, Jasmine y Beatrice se habían fundido en un largo abrazo, que parecía no ser suficiente para todo lo que tenían que decirse.
—Tenemos que irnos. Necesita ayuda de inmediato.— intervino Elena, con Scarlett en sus brazos.
Tony dio enormes zancadas hacia su madre, tomó a Scarlett y la levantó, cargándola como si fuera un bebé.
—Aún estará el camión afuera, ¿no?— preguntó el chico, dirigiéndose a Jasmine.
Ella asintió en silencio, con los ojos hinchados por la emoción que la había invadido al ver a su mejor amiga. La mejor sensación que había experimentado tomaba lugar en ese momento. Después de todo, no había destruido todo lo que tenía. Al menos...
Se encaminó hacia la puerta trasera, tan aliviada, tan alegre de que todo hubiera terminado.
Tan feliz... que bajó la guardia.
Y se quitó la capucha.
Y no vio que una sombra se acercaba a ella a toda velocidad, tan rápido que nadie más lo vio. Hasta que Albert la tomó del cuello y la derribó, poniendo el cañón de su pistola en su sien.
Jasmine, aterrorizada, se atrevió a mirar a los ojos a su atacante, ahora sin máscara también. Unos ojos oscuros, idénticos a los del padre de Wendy, pero furiosos, más endiablados que nunca.
Pero mientras Wendy y su madre perdían la respiración al ver de quién se trataba, la voz gruesa de la mano derecha de la Reina llenó de terror una última vez el ambiente, con un bramido, poderoso como un trueno.
—¡Tú fuiste la que me arrebató todo! ¡Todo esto es tu maldita culpa!
Albert había huido en cuanto aquella mujer de la élite le había disparado a la Reina. Le era fiel, pero no daría su vida por ella. Huyó a la oscuridad y la protección de las torres de mercancía. Nunca fue muy sociable, nunca conoció a nadie de verdad, ni siquiera a la Reina. Era tal su sorpresa, al ver que una guardia elitista la hubiera traicionado así, que no pudo saber cuáles habrían sido sus razones.
Era verdad que muchos dentro de la organización aborrecían a la Reina, pero temían tanto por su vida, y tenían el cerebro tan lavado, que en un puesto como el de la élite, era imposible que hubiera traidores. Incluso él mismo, aunque tuvo miles de oportunidades, nunca se hubiera atrevido a cometer el asesinato de la mismísima Audrey Price.
Y no la iba a defender, no había motivos ahora que ella estaba muerta. No se imaginaba qué intenciones por cumplir tendría la asesina. Quizá también lo buscaría a él.
Pero una cosa era segura, y es que jamás, ni por un milisegundo, se le pasó la idea de quién podría ser la asesina. Ni siquiera se lo preguntó. Para él, todos los trabajadores y lacayos era la copia genérica de una sola persona: alguien que le temía tanto a la Reina que no veía más opciones además de serle fiel hasta el fin de sus días. Nunca creyó que la asesina se trataría de la mujer que fue su primer amor, y su último recuerdo antes de derrumbarse y convertirse en el perro guardián de Audrey. Nunca creyó que siguiera viva.
Y decidió que así lo mantendría. Sobre todo después de ver quiénes eran los intrusos. Wendy... la niña que había querido como a su propia hija... y...
Y la mujer que le había quitado todo.
Quien inculpó a Olivia.
Quien inició todo.
La razón por la que todos en aquella sala habían perdido algo. Todos. Sin excepción.
No era a Beatrice la que tuvo que haber asesinado para arreglar las cosas. Era a Jasmine. Alguien que siempre le pasó tan desapercibida, tan indiferente.
Pero que cargaba con cada gota de la culpa.
En cuanto se lanzó a ella, no pudo sentirse más realizado.
Y que en cuanto le disparó, descargando la furia comprimida en unos gramos de acero, que llevaba cargando desde el día en que Olivia murió, o incluso desde antes, no sintió otra cosa más que una sed insaciable de venganza.
El grito y los pasos desesperados de Wendy hacia la desgarradora escena pasaron a segundo plano. Todos se quedaron inmóviles.
No otra vez.
No otra pérdida.
No en las manos de la misma persona que le arrebató la felicidad diez años atrás.
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