Infinito Gamma
Excepto que tal vez sí lo había.
Un estruendo como el de una supernova sacudió cada molécula del aire dentro del edificio. Tony sintió el corazón hacérsele añicos, al igual que su voz, que quiso salir como un desgarrador grito, pero en su lugar salió como un inaudible jadeo de dolor. Cerró sus ojos con fuerza. Quizá Scarlett ya no le hacía latir el corazón como si tuviera taquicardia, pero sin duda le seguía importando. Sacó su arma, destrozado, totalmente dispuesto a sacrificarse por sus padres y vengar la muerte de la chica que lo había hecho sentir cada una de las emociones posibles dentro del espectro existente.
Pero no.
Al dar el primer paso fuera del escondite, una bala imprevista salió del cañón de una tercer arma, detrás de la Reina. Y en cuanto Tony pudo poner la mirada en ella, se encontró con los ojos de la despiadada mujer perdidos en el infinito, opacos... y una gran herida sangrante en su frente.
Sus ojos volaron al origen del disparo. La mujer guardiana sostenía el arma empuñada, apuntando directamente hacia donde un segundo antes, estaba la cabeza de la Reina. El peso muerto cayó en el suelo de piedra, y ahora, el cuerpo inerte de la que hace unos momentos era una de las mujeres más poderosas quizá del mundo entero, ya no se veía tan amenazante.
El chico salió del escondite, justo en el instante en el que el resto de los lacayos, que debían ser poco menos de diez, se lanzaron a la heroína enmascarada.
Scarlett también cayó al suelo, con el hombro izquierdo completamente teñido de sangre, y la vista fija en el cadáver de su madre. Tony llegó de inmediato con ella, envolviéndola en un abrazo, un cálido abrazo que la chica deseó congelar y conservar para siempre, justo como todos aquellos besos, caricias, risas y miradas tiernas que habían compartido hacía tanto tiempo.
Wendy y Jasmine ya habían salido de su escondrijo desde hacía un par de minutos. Segundos antes del desvío del arma de la Reina hacia su Princesa.
Una mirada de la morena, una sola mirada, bastó para que la Reina muriera.
En cuanto sus ojos se cruzaron con los de la guardiana, ella la reconoció de inmediato.
Había visto escenas como aquella una y otra vez. La gran Reina asesinando gente, ya sea por ella misma o mandando a idiotas a hacerlo por ella. Por suerte nunca me habían dado una de esas misiones. Pero esta vez, viendo a la mismísima princesa hacerle frente a su madre así, defendiendo a una pobre investigadora criminal y a su esposo... me dio el golpe más fuerte que había experimentado desde que Joe murió.
Porque yo alguna vez estuve en un lugar similar a Elena Márquez. Pero yo no había tenido tanta suerte.
Sin embargo, nadie se niega a una orden de la Reina.
Decirle que no a Audrey Price no es una opción.
Mucho menos pegarle un tiro en la cabeza.
Algo que yo jamás hubiera estado dispuesta a hacer. Al menos no en pleno juicio. Pero al cruzarme con esos ojos, con esa manera de caminar y de moverse, con esa aura de valentía, la Beatrice de hace diez años, la que no huía, la que no se ocultaba, y la que haría todo por su familia, volvió. Como si hubiera sido por intervención divina.
En ese momento, los recuerdos de aquella noche volvieron como si jamás hubiera pasado un solo segundo de todos aquellos años enterrándolos.
El disparo dirigido hacia mí me dio un susto de muerte, y un tal subidón de adrenalina, que de algún modo huí de los gritos de Albert, de su arma enfurecida, dispuesta a destrozar cada uno de mis órganos a balazos. El disparo me había hecho soltar el teléfono, que se apagó con la dura caída en el asfalto. Corrí, el universo sabrá si descalza o aún con los tacones que me había regalado mi esposo, Joe, el día de mi graduación de la universidad.
No llevaba nada, ni el teléfono, ni el bolso, sólo dos pensamientos: la vocecita de mi hija y la urgencia de vivir para algún día, volver a abrazarla, llevarla a la escuela antes del amanecer.
Un fallo azaroso en la puntería de Albert me había perdonado la vida. Un conjunto de coincidencias que me llevaron al momento en el que me volví a encontrar con Wendy. El disparo le había dado a una de las llantas del auto en el que me ocultaba, y la súbita liberación de la presión dentro de ella hizo sonar la explosión mucho más fuerte de lo que había imaginado. Albert no había venido a ver si realmente estaba muerta. Sólo lo oí alejarse a toda velocidad, tal que, en unos segundos, todo había vuelto a quedar en silencio.
No me atreví a hacer otra cosa. Ni siquiera a ver el cadáver de mi compañero de vida que yacía en el suelo. Corrí directo hacia la oscuridad, donde me oculté una cantidad indefinida de tiempo, entre un montón de basura. Tal vez ya habría amanecido cuando salí, exhausta, con el corazón aún latiéndome fuerte y los ojos secos de tantas lágrimas. Mi esposo, y mi hija... quien sabe si tendría la oportunidad de volver a verla.
Recuerdo que pasó por mi cabeza la idea de ir al departamento donde trabajaba y advertirles que estaba viva, que aún iba a luchar por... ¿por qué? ¿por desenmascarar a Albert, que al saber que seguía con vida iría a matarme con aún más crueldad?
Fue entonces cuando tomé la decisión, quizá la más drástica en mi vida. Seguiría muerta. Ni siquiera fui al lugar que llamamos hogar durante tanto tiempo, por algo que me ayudara a sobrevivir. En unos pocos días me convertí en una vagabunda, en una pobre mujer con harapos como ropa, con hambre y sin otra emoción más que la miseria.
Todo un año. Todo un año de preguntarse que habría sido de mi hija y de Jasmine, qué habría sido de mi antigua vida, por la que tanto me había esmerado para construir: esforzándome al máximo en la universidad, en todos mis casos, en ser la madre y la esposa con la que hasta yo misma soñaría. Un año de picar por aquí y por allá para comer, de robar unas cuantas veces, algo que juré que jamás haría. Un año en el que mi apariencia y mi personalidad cambiaron radicalmente. Ya nunca sería Beatrice Campbell otra vez.
Ahora era sólo Tabatha, producto de dos adolescentes irresponsables, que había vivido toda su vida en las calles.
Cuando la tristeza se hubo apaciguado, tomó su lugar el odio, y la determinación por terminar aquello que empecé. Aún más cuando me enteré de la Masacre. De todas aquellas vidas perdidas por mi trabajo, y por la codicia de la Reina, de la que no sabía nada en aquel entonces.
Mis facciones habían cambiado completamente, por las peleas callejeras, por los ataques nocturnos, y los cambios intencionales que había hecho para que nadie me relacionara con el apellido Campbell.
Y en una helada madrugada de diciembre, mientras buscaba comida, me encontré con dos hombres, que hablaban entre ellos. Me acerqué cautelosa, sin que me vieran, y escuché su conversación. Hacían un trato, y se pasaban paquetes envueltos en papel mientras tiraban miradas furtivas a su alrededor. En cuanto el hombre con aspecto más limpio se fue, me acerqué al otro. Pregunté si se trataba de drogas, de si se trataba de The Kingdom. No me dijo nada directamente, pero me dio suficientes pistas para saber que así era. Le dije que necesitaba dinero, que si sabía como podía contactar con ellos.
Me entregó un papel arrugado, apenas legible, con el nombre de una persona. Una joven, que apenas rozaría sus treintas. Ella me consiguió un trabajo dentro de la organización. Y en efecto, pagaban bastante bien, lo que no me vino nada mal, pero no se trataba de algo que yo disfrutara. Me recordaba constantemente por qué lo hacía, por qué investigaba cada vez que podía. Al principio no era muy difícil, sólo llevarle paquetes a tal y a tal persona, encapuchada y con un pasamontañas. Lo difícil empezó cuando esas personas comenzaron a ser adolescentes, niños incluso, como Wendy.
Pensaba en ella muy a menudo. En ese momento debería tener ya ocho años, casi nueve.
En la organización no se respiraba un ambiente de familia, o al menos no entre la mayoría de los miembros. La mujer que me había contratado, Lucie, y dos jóvenes más, Sandra y Hugo, fueron mis confidentes, incluso amigos pasados varios años. Ellos sabían la trágica y falsa historia de Tabatha, pero nada más. Nunca nadie supo mi verdadera identidad. Ya sea porque lo ocultaba bien, o porque a nadie realmente le importaba.
Vivía en un departamento de los barrios pobres, y aunque tenía suficiente dinero para vivir en una casa como la que tenía dos años antes, nunca quise arriesgarme a llamar la atención por más mínima que esta fuese.
Hugo insistía en que tenía madera de guardiana, su máxima aspiración. Así que comenzó a entrenarme. Pocos años después, cuando Wendy debía de tener trece años, uno de los jefes de los guardias notó lo que hacíamos y en lugar de delatarnos y provocar nuestra muerte, me ofreció seguir entrenando.
—Quizá algún día formarás parte de la guardia élite.— bromeaba casi siempre que hacía algo bien.
La guardia élite, las personas que se encargaban personalmente de cuidar a la Reina. Esta gente se tomaba muy en serio el jueguito del Reino.
Y eventualmente me ofrecieron un puesto ahí. Al inicio me negué rotundamente. ¿Y si la Reina descubría quién era yo? Sin embargo, había dejado de investigar hacía tiempo, pues llegó un momento en el que lo consideré una total pérdida de tiempo y esfuerzo. Me convencí de que algún día, alguien como yo se dedicaría a encontrar la verdad tal y como yo lo hice. Mi oportunidad había pasado. Hice lo que pude y fallé.
No obstante, si nadie en los seis, casi siete años que había estado ahí me había descubierto, ¿qué más daba? Y aún si me descubría, ¿qué más daba? Al fin yo ya no tenía un propósito que cumplir. A excepción de la ligera esperanza de algún día ver a mi hija y a Jasmine, esperanza que moría cada vez más.
Me transfirieron a Inglaterra. Dejé de ver a mis únicos amigos desde ese día. Y entonces, cuando llegué a Europa, me encontré con quien menos quería y esperaba. Albert. Ahora bajo el nombre de Kyle. Siempre trataba de evitarlo. Y funcionaba. Nunca se enteró de mi existencia.
Con el paso del tiempo, supe lo que de verdad le había sucedido a su esposa, Olivia. Llegué a conocerla bastante bien. Era una mujer cerrada, pero era una buena persona. Supongo que tenía muchos secretos, tanto, que tuvo que asesinar al ahora fantasmagórico Rey. Sentí lástima por Albert, y a su vez lo comprendí. Pero ya no había nada que pudiera hacer.
Me sorprendía lo mucho que había cambiado en esos años. Había entrado a la organización con el ingenuo objetivo de derrocarla, y destruir a la Reina. El tiempo me fue demostrando que eso no tenía ningún sentido ni ninguna posibilidad de suceder. Sin embargo, mis esperanzas nunca se desvanecieron del todo.
Y regresaron de la tumba cuando una oportunidad única se presentó.
En algún momento de los siguientes tres años que pasé sirviendo en la élite, pude ver el patrón que seguía la líder del reino. Cómo dominaba sus territorios. La firma que dejaba. Poco más de un año antes del momento en el que me encontré con Wendy, conseguí un acceso parcial a sus planes con anticipación. Entonces supe cuál era su siguiente objetivo.
Pasé muchas noches buscando y contactando ayuda de manera anónima en el país que la Reina planeaba dominar. Ofrecí mucho dinero, mucha información, pero nadie quería tomar el caso. Aumenté la recompensa económica en múltiples ocasiones, al punto de ofertar todo lo que tenía. Entonces Elena apareció. Noté su fervor, su perseverancia y su hambre de justicia, como la que yo había perdido hace tanto tiempo. Quizá ella podría terminar lo que yo empecé.
Al inicio todo iba saliendo como planeaba. Me comunicaba con Elena y sus compañeros a través de internet, y les daba toda la información que tenía. Pero mis esperanzas me cegaron, y no medí lo que hacía. La Reina comenzó a notar que su dominio estaba intentando ser frustrado. La policía encontraba los cadáveres mucho antes de lo que ella esperaba. Supo de inmediato que alguien la traicionaba, pero nunca pudo determinar quién. Sabiendo que me estaba poniendo en un riesgo altísimo, seguí contactándome con Elena.
Entonces, la Reina tomó acciones. Observaba cómo los policías llegaban a la escena del crimen, y movió los hilos hasta rastrear a la detective Márquez. En poco menos de un día, obtuvo una cantidad inmensa de información sobre ella.
Elena estaba casada, también tenía un solo hijo, de la edad de Wendy. Era una mujer honrada, que se había graduado con honores y se había ganado el puesto de subjefa del despacho en el que trabajaba. Rogué aún más para que nada les pasara y su familia no terminara como la mía.
Para mi sorpresa, la líder de la organización no pudo saber más acerca de la detective. No sabía cómo pensaba, ni dónde vivía, ni siquiera los nombres de su esposo y de su hijo. Yo sonreía internamente cada vez que le perdía la pista. Y todo parecía salir bien. No había noticias malas sobre ello, y el asunto parecía estarse poniendo a favor de Elena.
Pero no desistió, y entonces uno de sus lacayos tuvo la idea de sobornar a los funcionarios del registro civil para obtener información. Fue así como supieron que estaba casada con un finlandés de apellido Järvinen. Un apellido muy poco común. Tiró del hilo, y entonces encontró a su hijo: Antonio Järvinen. A partir de ahí no fue difícil encontrar en dónde estudiaba.
La suerte le sonrió a la malévola mujer. Era el mismo instituto en el que su propia hija se había ido a estudiar unos meses antes. Nunca se había mostrado muy interesada por Scarlett, la princesa, pero a partir de ese día, se comunicaba más con ella. Tardé en saber por qué. Y cuando lo hice, Elena dejó de responderme. Mis esperanzas morían de nuevo. Uno de sus compañeros me contactó días después para advertirme que la detective había abandonado el caso. Rompí en un llanto frustrado.
El imperio de la Reina era invencible.
Y pensé de nuevo en Wendy. Ya habría cumplido diecisiete años.
Habían pasado diez años desde aquel día.
Conforme el cuatro de agosto, su dieciochoavo cumpleaños, se acercaba, pasaron unos meses, en los que yo me resigné a que esta sería mi vida para siempre.
Entonces, un día, de golpe, la esperanza renació.
El día en el que Elena le respondió a Audrey Price, a la Reina. Hace dos días, casi tres, le envió un sencillo mensaje. Un mensaje respondiéndole con el verdadero nombre de la Reina.
Audrey Price.
Ni siquiera yo o mis compañeros de la guardia elitista lo sabíamos con certeza. Nadie sabía mucho de ella en realidad. Quizá Albert sabría un poco más, pero ciertamente no todo.
Todos la llamábamos así, Reina. Victoria en los casos más extremos.
Por supuesto, sólo Albert sabía lo de los mensajes. Y Scarlett. Se me daba bien escuchar conversaciones ajenas sin que me vieran. Así me enteré de muchas cosas.
Pero Audrey Price no era un nombre que no despertara alguna alarma. La famosa dueña de Price Cosmetics, una empresa emergente de maquillaje. Una que, a diferencia del negocio fantasma de Albert, si existía.
Sin embargo, Audrey se esforzaba tanto en ocultar su identidad como la Reina, que resultaba casi imposible creer que Elena lo sabía. Había noches enteras que me tocaba pararme junto al despacho de Audrey, escuchando sus gruñidos cansados al trabajar como dueña de una empresa, y administrando las decenas de transacciones que hacía The Kingdom. De cierto modo la admiraba por eso.
Y entonces, al día siguiente, Audrey nos ordenó a toda su élite que era hora de partir a México, donde residía Elena. Temí tanto a esa orden que casi me opongo abiertamente. Pero no lo hice y cuando llegamos, Elena y su esposo estaban encadenados, golpeados y con aspecto miserable.
Esa noche, apenas se dio el cambio de guardia, corrí hacia Elena y estaba dispuesta a lanzarme hacia ella a decirle que todo estaba bien... pero de nuevo, no lo hice. Me quedé a unos pasos, en la oscuridad, acobardándome en el último minuto. Luego corrí a la habitación de los elitistas. Me resigné a no creer en cualquier mínimo evento que pudiera salvar a Elena. La Reina había encontrado una manera de salvar su diabólico pellejo.
Pero en cuanto vi a Scarlett oponerse así, disparándole a su propia madre, y ahora, frente a ella, totalmente dispuesta a dar su vida por alguien como la Beatrice de hace diez años... algo renació dentro de mí. Sin embargo, igual no hubiera actuado, de no ser porque, en el momento en el que Audrey le disparó a su hija, unos pasos detrás de mí desviaron mi atención.
Y entonces la vi, con sus ojos oscuros, enormes, intentando ocultarse de mi mirada. Y su forma de caminar, de esperar a dar el siguiente paso. Fue como si el tiempo se hubiera detenido, sólo para mí, para poder observar a la jovencita enmascarada. Tenía una complexión robusta, piel morena. Unos mechones sueltos cruzaron sus ojos cuando intentó apartar el rostro de mí, sabiendo que ya la había visto, temiendo que la delatara. Y su acompañante. Cabello negro, complexión delgada. ¿Eran... eran ellas? ¿O ya estaba tan alienada por tanto sufrimiento que tenía la ilusión de que eran ellas?
Mi hija y mi mejor amiga.
Wendy y Jasmine.
¿De verdad? Era tan, tan improbable que así fuera, tan coincidente... pero mi mente en ese momento estaba tan irracional, que me convenció de que se trataba de ellas.
Entonces mis emociones tomaron el control, con la esperanza en su máximo, y lo hice. Levanté mi pistola hacia la gran Reina, que estaba justo delante de mí. Como apuntando directamente hacia la ruina de mi vida, hacia la mismísima muerte. Y jalé el gatillo, como liberando la carga de los últimos diez años con aquel disparo, sellando mi destino trágico. La bala salió en una explosión que retumbó en mis huesos, y que fue a dar en la cabeza del Reino.
Observé lo que había hecho por un momento. Pero ni siquiera me dio tiempo de arrepentirme, cuando el resto de la guardia se abalanzó sobre mí. Una traición como la que acababa de ejecutar no ameritaba una muerte inmediata y rápida, por lo que mis compañeros tenían la orden implícita de inmovilizarme para darme un final lento y doloroso.
Intenté pelear, pero jamás lo hubiera conseguido de no ser porque mis hipotéticas Wendy y Jasmine comenzaron a disparar también. Pero entre todo, oí una cuarta secuencia de balas, además de la de nosotras tres. Entre el enorme bullicio que se había armado, crucé miradas con un jovencito encapuchado, de bonitos ojos azules y cabello color chocolate, como el de Elena.
Él debía ser Antonio.
Elena, amiga, no sabes lo bien que nos llevaríamos.
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