Infinito Beta

—¡Scarlett!

Mi mente estaba tan distraída con lo que acababa de ver, que el resto de mi cuerpo se encargó de llamarla.

—¡Scarlett!

Un segundo después, oí sus sigilosos pasos acercarse a mí.

—¿Qué pasó? ¿Por qué te detuviste?

No respondí. La dirección en la que veían mis ojos lo decía todo.

Oí una tenue risita de ella. —¿Lo ves? Te lo dije.

Debería decir que me arrepentía de haber hecho lo siguiente, pero en aquel momento me era imposible pensar en otra cosa. Ya nada más importaba.

Tomé a Scarlett de los brazos y la atraje hacia mí. La envolví en un abrazo cálido, fuerte y largo. Ella tardó un momento en devolvérmelo. Quizá la tomé desprevenida. Quizá creía que a pesar de todo le seguía teniendo rencor.

Yo también lo creía.

Pero ya no era así.

¿Qué importancia tenía lo que sea que me hubiera hecho hace unos meses cuando gracias a ella mis padres estaban vivos? En ese momento, ya ni me acordaba de lo que había pasado entre nosotros.

—Gracias. En serio. Te debo el universo entero. Nunca voy a poder pagártelo. Ni un poco.— las palabras, poco creativas, salían atropelladamente de mis labios.

Ahora ella no respondió. Unos pasos acercándose se oyeron. Se separó de mí y se escondió tras una pila de cajas. La seguí. Se asomó hacia la zona iluminada. Estiré mi cuello lo más que pude para ver hacia allí también. No sabía cuántos habrían derribado Wendy y Jasmine, pero la cantidad de guardias había disminuido considerablemente.

—No tardarán en darse cuenta de que muchos ya no están, ¿verdad?— susurré.

Exactly... es ahora o nunca.— respondió.

Salimos de nuestro escondite y nos pegamos lo más que pudimos a la pared. Distinguí algo junto a nosotros. Una puerta. Era la que custodiaba el primer guardia al que eliminé. Si hubiéramos entrado por ahí, en lugar de la de arriba... probablemente ahora estaríamos muertos.

Caminamos lento, pues ahora lo único que nos salvaba de la luz, de esa luz tan parecida a los reflectores que apuntan a un culpable, eran las cortas sombras junto a la pared. Sin embargo, mi corazón se aceleraba más y más con cada paso y me exigía correr para llegar lo más pronto posible a mis padres. La desesperación volvía.

Cuando estuvimos lo suficientemente cerca, comencé a ver de manera más detallada la escena.

Ambos seguían con la ropa en la que se fueron a dormir aquella noche. Mi madre estaba descalza y mi padre llevaba unos calcetines sucios. Él no traía sus lentes, y su aspecto pulcro y diplomático había sido sustituido por cansancio, estrés y desesperación. Mi madre había pasado de verse imponente a tener el mismo aspecto que mi padre. Ella seguía sollozando.

Me destrozó verlos así. Y mi odio por todo lo que tuviera que ver con esa maldita organización se acrecentó hasta niveles que ni yo mismo me había imaginado. No podía ni pensar en todo lo que les pudieron haber hecho. Golpes, insultos, burlas, yo que sé. Llevaban días así. Ya no sé ni cuántos.

¿Qué clase de atrocidades hay que cometer para merecer aquello?

Me vi superado por eso. Agiganté mis pasos hasta llegar a ellos. Estaban esposados a la pared.

—¿Mamá? ¿Papá?— susurré lo más bajo que pude.

Parecían no haberme visto, pues en cuanto oyeron mi voz, sus cabezas se giraron como rayos hacia mi dirección. De inmediato, la expresión decaída en sus ojos cambió. La vitalidad en su mirada volvió instantáneamente.

—¿Tony...?— la voz de mi padre fue la primera que se escuchó.

Y en cuanto pasó aquello, la cautela dejó de importarme tanto. Simplemente me lancé hacia ellos, tal y como lo haría con un lacayo, sólo que ahora me agaché y me levanté un poco la capucha, para que mi rostro les pudiera ser visible.

—No... no es posible... de verdad los encontré...— me dije a mí mismo, lo bastante alto para que me escucharan.

Me encontré con los ojos de mi madre. Estaban hinchados, enrojecidos de tanto llorar, pero ahora estaban asombrados, confundidos, alegres, aliviados... no lo sé... pero era una emoción muy diferente.

—¡Tony!— exclamó mi madre con voz débil. —¿Pero cómo...?

—No lo sé, mamá. No importa. Ahora tenemos que irnos.— las lágrimas habían comenzado a salir de mis ojos, pero no me interesaba.

Me acerqué a mi padre y le di un abrazo rápido. No podía devolvérmelo, pero sentir el peso de su cabeza en mi hombro, la calidez de su piel, y su respiración agitada, me fue suficiente. Luego di un salto hacia donde estaba mi madre e hice lo mismo. El nudo en mi garganta me quemaba, las lágrimas de alivio parecían estar hechas de fuego. Un fuego que había salido de alguna parte dentro de mí y que me había mantenido con vida hasta ese momento.

Un momento que se quedaría grabado ferozmente hasta el día de mi muerte.

—Los amo...— susurré.

Scarlett intervino, también en voz baja. —Las llaves... creo que están en el despacho de mi madre. Iré a buscarlas...

Me volví hacia ella, aún con la expresión devastada e ilusionada en mi rostro. Con la voz rota, la detuve un momento.

—Scarlett, ya se estarán dando cuenta de que...

—No te preocupes. Iré y volveré en menos de dos minutos. Tú quédate aquí y cuídalos.

Abrí la boca para detenerla de nuevo, pero mientras fijaba la vista en como su silueta se alejaba por entre las sombras, el sonido de un pequeño ejército de pasos me distrajo. Los guardias corrían a juntarse en un solo punto, alrededor de las escaleras, al otro lado del almacén.

Estiré el cuello para ver cuál era la razón de aquello. Un reducido grupo de hombres vestidos de soldados ingleses bajaba lentamente de lado derecho. Y unos pocos segundos después pude ver de qué se trataba todo aquello.

Aunque nunca había visto a aquel monstruo, pude reconocerla en un instante.

La mismísima Queen Victoria, bajaba por ahí, acompañada por cuatro lacayos más, apoyada en un par de muletas y en los hombros de dos de sus acompañantes. Entrecerré los ojos para ver más a detalle. Su pierna izquierda tenía un enorme vendaje en el muslo, notablemente enrojecido.

No pude apartar la vista durante un par de segundos. El cabello anaranjado como el de Scarlett, vestida sencillamente, de colores oscuros. Por alguna razón, esperaría que se vistiera ostentosa, como una emperatriz romana.

Y eso hizo que, en lugar de tenerle alguna clase de lástima o empatía, la odiara más. ¿Cómo podía ser que, aún después de un disparo de su propia hija, una traición, y una herida que seguramente quemaría como el infierno, aún tuviera la voluntad de asesinar a dos inocentes?

Una fuerza brusca me sobresaltó, al tomarme del brazo y alejarme de mis padres. Me resistí, forcejeando, hasta que me percaté de que era Scarlett la que me estaba jalando hacia las torres de mercancía donde nos ocultábamos antes.

—¿Qué...— protesté. Pero luego caí en cuenta de lo peligroso que era quedarse en donde estaba. —¿Qué vamos a hacer?

Me sentí tan inútil. Ni siquiera podía pensar en una forma de salvar a mi padres de esto.

—No lo sé... ¿Dónde están Wendy y Shalia?— la angustia en su voz casi tomaba forma física.

Negué con la cabeza, mientras miraba a mi alrededor en busca de alguna señal de ellas. Pero nada. Se habrían ocultado justo a tiempo.

—Estaba subiendo cuando vi que su despacho se abrió. Ahora ella tendrá las llaves.— me susurró después de un momento de silencio. —Quitárselas va a ser imposible. Tendremos que pensar en otra cosa.

Estaba a punto de responder, cuando el lugar se quedó en absoluto silencio. Eché una mirada a mis padres. Sus ojos se alternaban entre las escaleras y la zona donde nos habíamos ocultado. Contuve la respiración, como si el aire pudiera delatar nuestra presencia.

Incluso malherida, la voz de la Reina Victoria se escuchaba autoritaria y demandante por toda la edificación. Nadie se atrevería a contradecirla. Por el contrario, la voz disimuladamente atemorizada de uno de los lacayos se escuchó como si proviniera de un televisor con el mínimo volumen.

—Mi Reina... ¿desea que traigamos a su hija?

Tras una pausa, el tono de la Reina pasó de ser atemorizante, a ser explícitamente despectivo y sarcástico.

—¿Qué hija? ¿Te refieres a esa maldita perra de Scarlett? Sí. Tráela. Necesita ver esto. ¡Y la quiero atada y amordazada!

Al sentir sus manos tomarme con fuerza del antebrazo, el dolor como el de una puñalada vino con ello. Pude sentir casi a la vez el golpe al corazón que debió sentir Scarlett.

¿Cómo se atrevía? ¡Era su propia hija!

Puse mi otra mano encima de las suyas, presionando de la misma manera, intentando transmitirle un frágil consuelo. Nada de lo que yo hiciera o dijera borraría eso de su corazón. No podía ni empezar a imaginarme lo que debía sentirse ser rechazado y negado de ese modo.

La voz de aquella horrible mujer dando órdenes iba acercándose poco a poco, hasta estar a unos metros de nosotros. Frente a mis padres.

Tras su última orden, las luces encima del área se encendieron y la iluminaron bruscamente, tanto, que Scarlett y yo tuvimos que retroceder para permanecer ocultos.

Con esa cercanía, pude apreciar la escena sin ningún obstáculo.

Audrey Price se encontraba justo debajo del enorme reflector. Su mirada estaba fija en mis padres, en mi madre específicamente. Era como si todo su odio, toda su miseria, y toda su crueldad fuera transportada a través de sus ojos. Miraba a mi madre como si ella tuviera la culpa de todo. Y estaba a punto de culparla por todo. Mi madre, con la cabeza en alto, le sostenía la mirada. Pero no había miedo en ella, o al menos no lo dejaba ver. Había disgusto. Miraba a la reina de un imperio de sufrimiento como si fuera la cosa más asquerosa que había visto. Que francamente, lo era.

Los cuatro lacayos que les rodeaban estaban rígidos, con sus rostros cubiertos por un pasamontañas, y una mano en el arma que portaban todos en sus costados, listos para actuar. Me detuve en uno de ellos, en una mujer, la única mujer guardiana a la que había visto, en un extremo, con los ojos indiferentes... tristes.

Todo sucedía como en cámara lenta.

Mi cuerpo y mi mente estaban completamente bloqueados, a unos segundos de que ese monstruo les disparara a mis padres.

A unos segundos de perderlo todo.

De que toda esa noche, todo aquel sufrimiento, fuera en vano.

Y de que todos aquellos recuerdos tan hermosos que había vivido con mis padres se esfumaran, como el humo efímero que deja una bala al salir del cañón.

De que todo quedara en un pasado perdido para siempre.

***

La Reina Victoria recibió el arma que le extendió su lacayo más fiel, Kyle. La tomó, cerrando su puño furioso alrededor de ella. Todo lo tenía que hacer ella. Todo.

Scarlett había demostrado su fragilidad, con lo que la mujer comprobó lo que temía, pero a la vez sabía desde el principio. La chica estaba perdidamente enamorada de aquel chico que había sido la clave para derrotar a Elena, pero que a la vez le había dado tantos problemas con su hija. Ella ya no había sido la misma desde que lo conoció. Diría que era más rebelde, más preguntona, pero no. Hacía las mismas cosas de siempre, decía las mismas cosas de siempre. Su actitud de sumisión era la misma. Nadie lo habría notado. Excepto por su propia madre. Parecía con... esperanza.

Lo que se manifestó en su máximo punto en cuanto la Reina se dispuso a apuntar el cañón contra la pareja. Ya no le importaba si su hija estaba para verlo o no. Estaba tan enloquecida por la furia, y el rencor a su hija... que ya no le importó nada. Ni siquiera la misma Scarlett, la única persona a la que había querido de verdad.

—¿De verdad, mamá? ¿De verdad vas a ser tan despiadada? ¿Por dinero, por poder? ¿Por qué?la voz temblorosa de Scarlett intentando sonar segura resonó en el lugar.

La chica había tomado el brazo de Tony como si fuera su única esperanza de vida, como si él pudiera protegerla de lo horrible que había sido su vida, llena de desprecio por todos aquellos que se supone deberían amarla. Pero ¿a costo de qué? ¿de que el chico perdiera su verdadera única esperanza de aquella noche?

Scarlett ya no tenía nada que perder. Había perdido a su madre hacía unas horas. A Tony y a su mejor amiga hacía meses. A su padre, hacía dieciocho años. Y a su futuro, en el momento en el que nació bajo el apellido Price.

Dar su vida ya no era mucho pedir.

Así que soltó al chico, salió de su escondite y enfrentó a su madre, con la única esperanza de salvar lo único que podría recuperar: el respeto de Tony y sus padres.

La mirada endiablada de su madre se posó en ella. Y tal como había predicho, tal como se lo había imaginado, pero nunca quiso aceptar, el cañón dorado de la semiautomática de lujo de su madre se dirigió a ella.

Ya nadie se atrevió a hacer nada.

La Reina Victoria asesinaría a su propia hija.

Y no había nadie dispuesto a impedirlo.

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