36

Camila

Dai aparece detrás de mí con una sonrisa curiosa y me mira a través del reflejo del espejo.

—¿A dónde vas, mami? —me pregunta.

—Voy a conocer a alguien importante —respondo pellizcándole la nariz con suavidad—. ¿Cómo me veo?

—Hermosísisima.

Sonrío antes de darle un beso en la frente.

—Portate bien, hacele caso a tus tíos y comé todo lo que te sirvan, aunque sea espinaca —le digo. Arruga la nariz en una expresión de asco, pero igual asiente—. Te amo.

Nos abrazamos un instante, se va dando saltitos y suspiro mientras me miro por última vez al espejo. Estoy con un jean, botas marrones, una blusa blanca y me coloco un blazer de color beige. Además, me pongo pendientes de perlas. No estoy conforme, la verdad, pero solo va a ser una cena, tampoco es que es algo demasiado importante...

El timbre suena y respiro hondo antes de saludar a mis familiares y abrir la puerta. Andrés me mira desde el otro lado del umbral con una sonrisa y me da un beso con timidez. Él está vestido como siempre, de negro y con ese toque rockero que no sé de dónde saca, quizás simplemente lleva su onda pegada con él. Saca de su bolsillo un chocolate blanco aireado y suelto una risa.

—Te traje esto —expresa avergonzado.

—Gracias, lo voy a comer antes de dormir —digo metiéndolo en mi bolso.

Me hace un gesto para que lo siga hasta el auto y arqueo las cejas. Se encoge de hombros.

—Se lo pedí prestado a mi hermano —comenta—. Me hizo firmar un contrato en el que se lo tenía que devolver entero y antes de las siete de la mañana.

—¿Sabés manejar? —pregunto dudosa mientras entro al asiento del acompañante. Rueda los ojos con expresión arrogante y enciende el coche. Luego comienza a manejar con naturalidad.

—Obvio, tuve autos muy buenos cuando era famoso. Sé manejar motos también... y sé andar en bici.

—Uf, hace tanto que no ando en bici, que creo que perdí la capacidad. Quizás deba aprender a andar de nuevo —respondo. Se ríe y asiente.

—A Ema le pasó, hace como diez años que no andaba en bici, y cuando se subió la última vez estaba demasiado torpe, perdió el equilibrio y se fue contra un basurero. —Suelta una carcajada que me contagia—. Cabe decir que en esos diez años aumentó como treinta kilos de pura masa muscular, así que era una especie de ropero sobre la bici. Todo muy raro.

Sonrío mientras lo miro conducir. Está con la mirada atenta en el camino, su perfil es masculino y refinado, su cuerpo está relajado y sus manos manejan el volante y la palanca de cambios con firmeza. Trago saliva al sentir que me estoy excitando solo con ver cómo maneja y decido apartar la mirada. Estoy loca o me está por dar algo, porque nunca fui de calentarme tan rápido. El tipo no está haciendo nada raro pero aún así se ve sexy, y es peor cuando me mira de reojo y esboza una media sonrisa.

—¿Todo bien? —pregunta.

—Sí, sí —replico con nerviosismo.

—Te quiero advertir que mi papá es muy quisquilloso con algunas cosas, no tenés que comer con la boca abierta, ni tampoco tener los codos apoyados en la mesa y mucho menos usar el celular.

—Pero eso es normal, Andrés. Es de mala educación hacer esas cosas... —Hace una mueca y suelto una risa—. ¿Vos las hacés?

—A veces como sin pensar y las hago, pero no siempre.

—Mentira, ahora que recuerdo, ¡las hacés siempre! Cuando comes en tu hora libre te sentás con los codos sobre la mesa, masticas como una vaca y además usas el teléfono. Y para colmo, te limpias las manos engrasadas con la ropa —expreso. Arruga la nariz y bufa.

—Está bien, lo admito, lo hago, pero juro que no me doy cuenta —afirma levantando las manos a modo de rendición. Y luego me mira con una mueca burlona—. Se nota que me observas con atención.

Me sonrojo y solo hago un gesto con la mano para restarle importancia.

Diez minutos después, llegamos a una casa gigante y él suspira apagando el coche.

—Bueno, es la primera vez que le voy a presentar a una chica de manera formal, así que... —comienza a decir—. Creo que voy a vomitar.

Suelto una carcajada y aprieto su mano.

—¿Y le presentaste a otras de manera informal? —quiero saber.

—Morocha, no deberías preguntar esas cosas.

—Bah, ya sé que tenés una fila muy larga de mujeres en tu repertorio.

—Bueno, sí, conoció a varias chicas de manera informal. Me ha encontrado varias veces "copulando". —Hace comillas con los dedos y no aguanto la risa, entonces se me queda mirando con expresión tonta—. Me encanta tu sonrisa.

Siento mi rostro arder y se acerca para besarme con lentitud. Un cosquilleo me recorre por completo y no puedo evitar suspirar cuando su lengua invade mi boca de manera seductora. Me alejo para tomar aire y se aclara la voz.

—Vamos —es lo único que dice abriendo la puerta.

Llegamos al umbral de la casa y toca el timbre antes de limpiarse el dorso de las manos contra el pantalón. Está más nervioso que yo.

Un tipo idéntico a Emanuel nos abre la puerta y arqueo las cejas con impresión. No se parece en nada a Andrés, pero se nota que su hermano es una fotocopia de él, con la diferencia de que este tiene canas y varias arrugas en su rostro. Esboza una pequeña sonrisa.

—Buenas noches —saluda.

—Hola, papá. Ella es Evelyn, mi... mi novia —dice su hijo con tono nervioso. Sonrío y estrecho la mano que el tipo extiende.

—Mucho gusto, yo soy Ricardo. Pasen, pasen.

Se hace a un lado para dejarnos pasar y miro a mi alrededor con interés. La casa parecía grande por fuera, pero por dentro es bastante acogedora. Tiene cortinas verdes tapando grandes ventanales, el piso blanco bien lustrado, cuadros con fotos de los hermanos y varios muebles que parecen de madera vieja. Me quito el abrigo y lo cuelgo de un perchero, ya que el interior está muy calentito.

Él nos lleva hasta la cocina, que también es bastante pequeña, con alacenas de color blanco y verde, al igual que las mesadas. Una mesa de vidrio está en el centro y Ricardo me hace un gesto para que me siente.

—¿Necesita ayuda en algo? —cuestiono mirando que está cocinando. Niega con la cabeza.

—No te preocupes, esto ya va a estar en cinco minutos.

—¿Qué estás haciendo, pa? —quiere saber Andrés destapando la olla y metiendo la nariz para oler.

—Chorizo a la pomarola con papas.

—Ay, qué rico —comento.

—Mi papá es chef de alma —dice mi acompañante—. No es como tu hermano, pero se le acerca.

—¿Tu hermano es cocinero? —me pregunta Ricardo con interés. Asiento con la cabeza.

—Sí, trabaja en un restaurante como el jefe de cocina —replico.

—Y vos sos la dueña de una cafetería...

—Así es.

—Bueno, son una familia trabajadora.

Se acerca a su hijo para alejarlo de la cacerola, ya que está metiendo pan dentro.

—Andrés, si quedan migas me arruinás la comida.

—¡Tengo hambre! —exclama el interpelado.

—Bah, andá a sentarte que ya sirvo.

Como me siento incómoda sin hacer nada, me dedico a poner la mesa y lo ayudo a servir.

Luego nos sentamos y me sirvo un poco de agua, no tengo muchas ganas de tomar vino porque teniendo a Andrés frente a mí me va a hacer un mal efecto.

Él me mira con intensidad mientras esboza una sonrisa traviesa y sacude la cabeza. Respiro hondo e intento controlar mis pensamientos. Comenzamos a comer y suelto un sonido de gusto.

—Está riquísimo, Ricardo —manifiesto. Él esboza una sonrisa agradecida. Andrés apoya los codos sobre la mesa y lo pateo por debajo para que se acomode bien.

—La verdad, papá, está muy bueno. Hoy te luciste.

—Ja, gracias, hijo. Lo que pasa es que no me presentaste una mujer jamás en tu vida, había que celebrar —dice el mayor con suficiencia y me mira con expresión curiosa—. Andrés me estuvo contando algunas cosas, tenés un hijo, ¿no?

—Sí, una nena que acaba de cumplir nueve años, la tuve muy joven —contesto. Frunce el ceño y asiente.

—¿Estás teniendo problemas?

—Sí, con el padre de ella, quiere sacarme la tenencia y la verdad es que sé que puede ganar.

—Se va a casar con mamá —agrega Andrés con tono molesto. Ricardo se atraganta y toma un poco de vino—. Eso hay que impedirlo, su ex va a ser mi padrastro y mi hijastra va a ser mi hermanastra. Todo muy raro.

Esta vez soy yo la que se atraganta. ¿Hijastra dijo?

—Sí, definitivamente hay algo raro en todo esto —murmura el hombre—. Tengo un par de abogados que pueden ayudar, y también hay que convencer a tu madre de que no se case con ese hombre, porque presiento que quiere algo más.

Se queda pensando y luego se encoge de hombros.

—De todos modos, no es de mi incumbencia —agrega volviendo a prestar atención a su plato.

Creo que por dentro aún la sigue queriendo.

Tras una hora de charla y risas, descubro que Ricardo es un muy buen hombre aunque serio. Disfruta jugar al ajedrez y al golf, escucha tango y le gusta el helado de ananá.

—El mejor helado es el de tramontina —expresa Andrés. Ricardo y yo estallamos en carcajadas y él se nos queda mirando con confusión.

—Tramontana, mi amor —lo corrijo.

Sus ojos brillan en cuanto esa palabra sale de mi boca, solo lo dije sin pensar.

—Voy a lavar los platos —continúo poniéndome de pie.

—Ni se te ocurra —dicen los dos a la vez. Me río.

—Es lo mínimo que puedo hacer por una comida tan rica —replico.

Me alejo para comenzar a lavar y escucho que cuchichean.

—Te felicito, hijo, al fin tenés pensado sentar cabeza —escucho.

—La quiero, papá.

Esbozo una sonrisa y suspiro. Creo que ya sé la respuesta que debo darle a la pregunta de esta tarde.

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