Capítulo 2: Cavador (editado)
La luz azulada del farolillo en el techo alumbraba con claridad el lugar al que Cleavon apuntaba con el pico. A su lado, Jessie se volvía a quejar junto a una grosería, y Cleavon notó una gota de sudor que le resbalaba por la frente.
Se la frotó con la manga del brazo, y esperó no haberse manchado de tierra. Metió el pico en la pared repetidas veces, y lo sacó con un buen puñado de tierra. Abigail silbaba una melodía a su otro lado, con su largo cabello castaño recogido en una coleta baja, debajo de su casco.
Todos agradecieron cuando la alarma de cambio sonó, y en una fila, salieron para dejar paso al turno de la tarde. Jessie le rodeó los hombros con su brazo, apoyándose ligeramente en él. Era unos cinco centímetros más alto que Jessie desde los catorce años, lo que hacía que apoyarse en Cleavon le fuese cómodo, por lo menos a él, que dejaba todo su peso caer. Cleavon lo apartó con un suave empujón.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Jessie acelerando el paso a través del túnel.
—Darme un baño, algo que deberías hacer tú también.
—Lo secundo —dijo Abigail dándose la vuelta para sonreír a Jessie divertida. Él se rió.
—Qué graciosos —contestó éste sarcástico.
Cleavon se desabrochó los dos primeros botones de la camisa que en vez de blanca se había vuelto un tono beige o marrón, y vio que su piel oscura parecía brillar, como si hubiese echado aceites por ella, aunque solo fuera por el sudor.
Se remangó las mangas, y dejó el casco y el pico en la mesa de trabajo, como hacían los demás, y notó cómo los rizos negros de la parte de arriba de su cabeza quedaban terriblemente aplastados. Se despidió de Jessie, y se dirigió al pozo de la planta baja acompañado por Abigail.
Subir tres pisos en un ascensor tirado por poleas le resultaba tan relajante como podría serlo cualquier otra cosa después de haber trabajado durante horas. Otras diez personas lo acompañaban en él. Abigail estaba a su lado apoyada sobre la pared a sus espaldas. Aunque el ascensor se iba vaciando en cada planta que pasaban, tanto Abigail como Cleavon no se bajaron hasta la última, en donde también vivían.
La planta baja era en realidad el interior de la montaña en sí, y las demás plantas, nada más que pisos subterráneos por los que sólo se podía acceder por el ascensor o las escaleras, y aunque el ascensor resultaba un tanto claustrofóbico, al ser unos 6 metros cuadrados rodeados por cuatro paredes de piedra en donde sólo una lámpara de fuego azul les impedía quedarse a oscuras, era mejor que subir andando.
Cuando las puertas de plata se abrieron en su destino, Abigail preguntó —¿Nos vemos luego? —Cleavon se encogió de hombros.
—Qué remedio.
Abigail se marchó hacia una de las cuatro escaleras que conducían a las partes superiores de la planta. Observando desde donde estaba, casi en el centro, la forma de la ciudad le recordó a un cuenco empinado boca abajo. Las casas estaban pegadas a las paredes de la montaña, que se iban estrechando cuanto más abajo se encontraban. A diferencia de Abigail, que vivía en una de las laderas, Cleavon vivía en el centro, en la base, lo que le pillaba realmente cerca de los cinco pozos que abastecían de agua.
Caminó por las calles, y los niños, que debían haber acabado de comer hacía poco, jugaban afuera de sus casas, aunque apenas hubiesen los suficientes como para formar un escuadrón. La sangre fresca escaseaba, y Cleavon temía que en aquella situación actual, no habría mucha más por el momento.
Para vivir en esa planta o en la superficie, se debía de tener contactos, poder o mucha edad, la suficiente para que hiciera a los faes temblar al escuchar el nombre. Sin embargo, esos ancianos con aspecto de jóvenes ya eran más estériles que las mulas y como estaba la cosa en las plantas subterráneas, ninguno querría tener una boca más que alimentar.
Llegó al lugar, y este lo recibió como siempre, sin ningún cambio desde la última vez que había estado allí, hacía dos días. Una plaza circular en la mitad de la montaña, y cuatro pozos colocados en cada una de las calles principales que llevaban a las largas escaleras.
Cleavon se asomó en el borde del que estaba más cerca para meter sus manos en el agua y lavarse la cara y refrescarse, antes de hacer que una gran cantidad se alzara desde la superficie y le rodeara en espirales a su alrededor. El agua brillaba en tonos azules, reflejando los fuegos fatuos que alumbraban la ciudad desde la cúspide. Guió el agua hacia arriba, y con una gran masa sobre la cabeza, se dirigió a casa.
El agua que llevaba consigo lo seguía, unos metros más arriba de los techos de las casas para no molestar a la gente que caminaba. Se dirigió al sector norte, donde vivía con su tío, y cuando llegó, a través de las escaleras, se dirigió directamente al gran cilindro de madera que les hacía de contenedor. Cleavon dividió el agua en dos, la mayoría echándola en el cilindro con un movimiento de manos, y otra pequeña parte en el cubo de madera, y cogiendo un paño, lo introdujo en el cubo.
Cleavon se desvistió mientras el paño absorbía el agua. Lo sacó del cubo y lo escurrió, dejando que el agua cayera. Se restregó el paño por el cuerpo, haciendo hincapié en las zonas más sudadas, hasta que solo hubo agua sobre su piel. Cleavon se deshizo de aquellas gotas en un pestañeo, y se colocó una toalla en la cintura.
Cleavon se alegraba ser un fae elemental de agua, ya que siempre que se le había olvidado la toalla solo había tenido que extraer cada molécula adherida a su cuerpo y listo. Sin embargo, no sabía si era algo de lo que podía llegarse a sentir orgulloso, ya que en esos años de vida, 22 años en total, no había hecho nada con su poder para ayudar a nadie. Nada que fuese verdaderamente útil, al menos.
Fue a su habitación con buen ánimo aún así, y comprobó que el pequeño saquito con las monedas que ganaba seguía escondido debajo del colchón, y las contó sentado en la cama, cerrando antes la puerta. Ya quedaba menos.
A veces, Cleavon se preguntaba si era un desagradecido por guardarse eso para él, poco más de un tercio de lo que ganaba, en vez de ayudar más con los gastos. Y aún así, solo esperaba pacientemente un día tras otro a tener suficiente dinero como para poder irse, para poder costear todo lo que necesitaba.
Cleavon escuchó la puerta y entonces lo entendió, el por qué era así.
Cleavon sabía que su tío había intentado ser silencioso al entrar, aunque no podía competir contra sus sentidos, y juntó todas las monedas metiéndolas en la bolsita de terciopelo rojo, escondiéndola bajo la almohada cuando él abrió su puerta.
—Veo que ya has llegado —le dijo, inspeccionándole detalladamente. Cleavon asintió.
Cleavon sabía que su tío habría deseado que no hubiese heredado tantas características de su madre, como las alargadas orejas que le hacían poder escuchar mejor de lo que su tío nunca podría. Tenía envidia de que hubiese heredado los poderes elementales de su padre y los corporales de su madre, pareciendo más fae que él, que sólo poseía unos ojos dorados con pupilas alargadas, y un cabello rizado blanco que le llegaba por los hombros, y que casi siempre tenía sujetos por una cinta. A pesar de lo que pudiera parecer y de lo que los humanos parecían creer, no todos los fae tenían orejas alargadas, aunque desgraciadamente sí que todos tenían alguna peculiaridad que los diferenciaba.
—¿Vas a necesitar algo, tío Lucas? —le preguntó, lo que le hizo fruncir el ceño—. He quedado con Jessie y Abby después.
—No deberías ser amigo de ese chico —Cleavon puso los ojos en blanco, ignorando su comentario—. Tú no sabes cómo te mira.
Con que no lo mirara como él lo hacía, Cleavon se daba por satisfecho.
Pero la realidad de su odio era mucho más que eso. Jessie vivía en la tercera planta bajo tierra, un piso por encima de la última, y no había que ser un genio para saber que prácticamente eran unos muertos de hambre. Era lo que su tío Lucas le había dicho cientos de veces, y aunque no era que estuviera desencaminado, a Cleavon no le gustaba que hablara así de sus amigos.
Aunque también sabía que lo hacía para molestarlo. Cleavon apenas había visto un par de veces a su tío antes de que tuvieran que huir bajo tierra, ya que había sido un alma demasiado libre, alguien que no habría soportado estar encerrado. Pero ahí seguía, por él. Cleavon sabía que su tío lo culpaba por estar encerrado, pues habría preferido morir en batalla o huir a otros países antes de vivir así, pero por una vez en su vida, no se había elegido así mismo. Tenía a alguien a quien proteger.
Aún así, Cleavon sabía que lo odiaba, que necesitaba correr. Tanto como él mismo. De ahí era de donde debía haber llegado, supuso Cleavon mirando la ropa que aun llevaba Lucas, de intentar escapar.
En Wir'Iuhm, había dos maneras de escapar. La primera, correr tan rápido y tan lejos como se pudiera sin ser pillado. No por humanos, sino por la élite del aire, sus protectores. Cleavon podía llegar a entenderlo, ya que ser cazado por humanos podía llegar a ser mucho peor, no solo por la inmediata tortura, sino por la posibilidad de delatar la localización de la ciudad subterránea, el único hogar que les quedaba. La segunda, establecer amistades. Casi resultaba hasta más complicado.
Cualquiera habría dicho que después de quince años, en unos pocos meses dieciséis, habrían conseguido adaptarse para sobrevivir, añorando la luz del sol y la libertad, y que en cambio se habrían acabado convirtiendo en algo bastante parecido a lo que eran los humanos. Egoístas, aprovechados, oportunistas. No era que fueran perfectos, pero por lo que Cleavon recordaba de los siete años que había vivido en el mundo exterior, antes de que los destruyeran, era que habían sido mejor que eso.
—Tío Lucas, tendré cuidado —dijo para que le dejase en paz, y él se marchó resoplando.
Sacó la bolsa del dinero de la almohada dejándola de nuevo en su sitio, y fue a la cocina por algo de comer, antes de que se marchase.
Ese día era especial, y Cleavon iba a disfrutarlo, sin dejar que nadie se lo impidiera.
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