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Era ya noche cerrada cuando volvieron a la aldea. El Dōtō casi había terminado. Estaba agotada. No recordaba la última vez que había hablado tanto tiempo. Notaba su cabeza zumbar de agotamiento y sus pensamientos fluían despacio, como a cámara lenta. Se sentó al borde de la multitud que seguía cantando y los acompañó. Cuando por fin terminaron la gente se dirigió a las ruinosas casas a ver en cuáles podían dormir. Pronto todos estuvieron a cubierto, agrupados en familia. Ella se acercó a la linde del bosque y juntó hojarasca y ramitas. Buscó un lugar resguardado del viento, que resultó ser la esquina entre un muro ruinoso y una valla de madera, e intentó encender la hoguera. Consiguió chispas y que humease un poco, pero no prendía. Se armó de paciencia y siguió intentándolo. Al rato empezaron a dolerle los dedos por el frío. Con un suspiro de resignación introdujo sus brazos dentro del kimono y se llevó las piernas al pecho, presionando la espalda contra los tablones de madera. Miró hacia arriba y encontró un cielo cuajado de estrellas. Sonrió acordándose de los nombres de cada una y de sus historias, y de cómo su madre se los contaba antes de dormir. Cerró los ojos, bajó la cabeza hasta apoyarla en sus rodillas y se dispuso a dormir.
No habían pasado ni dos minutos cuando el sonido de muchas cosas cayendo al suelo la sobresaltó. Se levantó al tiempo que volvía a sacar los brazos por las cortas mangas del kimono y se subió a la verja para ver qué pasaba. Uno de los piratas soltaba todo tipo de palabrotas e improperios en voz baja mientras recogía del suelo los trozos de madera que se le habían caído. Llevaba un kimono azul claro y un curioso sombrero negro con aletas que tapaban sus orejas y visera amarilla. Lo reconoció: era uno de los de la tripulación del capitán con el que había estado hablando. Saltó la valla y empezó a recoger los trozos que habían caído cerca. Se acercó a dárselos al pirata, que la miró desconcertado. "Gracias" dijo con una sonrisa amable. Ella sonrió también, agachó la cabeza a modo de despedida, dio media vuelta y saltó la valla otra vez volviendo a su refugio. Se acurrucó de nuevo en la esquina y miró al cielo, pero en vez de estrellas se encontró la cara preocupada del pirata.
- ¿No tienes dónde dormir? Te vas a congelar ahí a la intemperie.
Ella agachó la cabeza, no sabiendo muy bien qué decir. Apretó las rodillas contra el pecho, como si intentase hacerse más pequeña todavía.
- Puedes venir conmigo, aún hay sitio en la casa en la que estamos.
Levantó la cabeza y le miró con los ojos muy abiertos, sorprendida. Él sonreía de manera amable, pero la visera impedía que se le vieran los ojos, lo que le daba un aire siniestro. Ella se levantó sin dejar de mirarle, y empezó a cambiar el peso de una pierna a otra, nerviosa.
- ¿Seguro señor? No quiero molestar.
- Claro! Vente, además estoy seguro de que Sachi tiene mantas de sobra.
El pirata le ofreció una mano para ayudarla a saltar la valla. Ella la tomó, insegura, y antes de que pudiese reaccionar la había levantado en peso y dejado en el suelo a su lado. Se quedó un momento anonadada; nunca había visto a nadie tan fuerte. "¿Vamos?" preguntó él, con voz divertida. Ella le miró, y entonces se dio cuenta de que no le había soltado la mano. Devolvió rápidamente sus manos a sus costados, colorada, y asintió con la cabeza. El otro echó a andar en dirección al centro de la aldea, con los trozos de madera cargados sobre su hombro. No tardaron mucho en llegar a una casa bastante grande, a la que milagrosamente sólo le faltaban medio tejado y un trozo de pared. Se le erizaron los pelos de la nuca al ver al capitán dormido con la cabeza apoyada en la barriga de aquel enorme oso blanco. El ambiente era tranquilo, sólo se escuchaban ronquidos y conversaciones en voz baja, con el crepitar de la hoguera de fondo. El pirata se acercó a la hoguera y colocó los trozos de madera para que se fuesen quemando durante la noche. Otro de los piratas, con un kimono verde y un sombrero negro con una aleta arriba y una visera blanca, se le acercó por detrás y lo abrazó, pasando los brazos por su cintura. Le dijo algo que ella no alcanzó a entender. El de azul sonrió, dijo algo y la señaló. El pirata de verde la miró, y luego miró al de azul, llevándose la mano abierta a cara. El pirata de azul se rió bajito y le hizo un gesto para que se acercara. Ella avanzó despacio, con cuidado de no hacer ruido y no tropezar con nada. Ambos piratas se pusieron en cuclillas para quedar a la altura de ella y entenderse hablando bajito.
- Este es Sachi, uno de mis compañeros.- Comenzó hablando el del kimono azul - Yo me llamo Penguin, por cierto, olvidé presentarme. ¿Tú cómo te llamas pequeña?
- Airi, señor.
- Vaya nombre más raro
- ¡Sachi! - Dijo Penguin al tiempo que le daba un codazo
- Ay!... Vente con nosotros Airi, hay un hueco libre a nuestro lado y nos sobra una manta.
Los siguió sin decir nada hasta un punto intermedio entre la hoguera y la pared. Sachi le dio una manta gris. Era muy suave, y olía a limpio. Se quedó mirándola, acariciándola despacio sin acabar de creerse que tenía una manta como aquella para pasar la noche. Levantó la cabeza para darle las gracias y se lo encontró roncando sobre el torso de Penguin, que le acariciaba el pelo. Ambos estaban tumbados uno encima de otro bajo la misma manta. Ella les miró, incrédula, el pánico y la vergüenza apoderándose de su mente.
- Pero ustedes sólo tienen una manta... - dijo mientras se acercaba para devolver la que le habían dado.
- Estamos bien, de verdad - Dijo Penguin guiñándole un ojo - Ve a dormir anda, es tarde.
Ella vaciló un momento, pero el cansancio y el frío pudieron con ella. Se sentó en el suelo y abrió la manta. No sólo era suave y olía bien, sino que además era enorme. Se enrolló en ella y sonrió al notar la calidez de la tela contra su piel. No tardó nada en quedarse dormida.
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