Epílogo
«Chan ann le cogadh a gheibhear sìth ach le gaol» rezaba la inscripción que Lachlan encontró en el cofre con el escudo de los Dawnshire. La paz no se logra con la guerra, sino con el amor... ¿Cuántas veces había escuchado esa máxima de boca de su padre? Y ahora el bueno de Ian MacLeod se iba a salir con la suya: su último plan había resultado todo un éxito.
Si una semana atrás alguien le hubiera dicho lo dispuesto que se encontraría a unir su vida a la de aquella rebelde dama inglesa, Lachlan se habría echado a reír. No obstante, ahí estaba: embelesado por ella, sin prestar atención a una sola palabra pronunciada por el padre Pherson.
Nora se veía preciosa, radiante. No era por su vestido, confeccionado con la más fina seda y recorrido por filigranas doradas a lo largo del corpiño y las mangas. Tampoco se debía al cuidado peinado que Maisie le había hecho, ni a las diminutas flores de brezo blanco que, como estrellas, salpicaban aquellas trenzas. No, era la dicha que iluminaba no solo sus ojos, sino su rostro entero, todo su ser. La luz que la acompañaba no era la de quien contrae matrimonio porque otros han decidido su destino por ella: Nora deseaba esa boda, de verdad. Lachlan también lo hacía; ya no reconocía dentro de sí a ese hombre que decía casarse por una cuestión de honor. Ese punto había quedado aclarado la noche anterior...
«¿Quieres casarte conmigo?», le había preguntado, durante la segunda vez que se entregaron a la pasión y a la locura. Ella lo había mirado con confusión, entre aquella tormenta de cuerpos enredados por el placer, y había respondido con otra pregunta: «¿Has olvidado que nos casamos mañana?». «No quiero que te cases conmigo, Nora... Quiero que quieras casarte conmigo, ¿quieres?». Ella lo había mirado entonces como nunca antes, de un modo tan extraordinario que le llegó al alma y lo cambió para siempre. «Quiero. ¿Quieres tú?». ¿Y qué había respondido él? Que sí, mil veces sí.
Sus muñecas fueron unidas por medio de una tira de tela; sus pulsos, conectados, palpitaron al unísono. El tejido contenía el bordado en el que había trabajado su madre esos días: una rosa y un cardo, entrelazados sus tallos en uno solo. «¿Qué flor me representa a mí?», preguntaría Nora más tarde, con su infinita curiosidad. «Ambas», respondería él, sin albergar ninguna duda sobre el valor y la fortaleza de la increíble mujer junto a la que pasaría el resto de su vida.
¿Existirían discusiones y desencuentros entre ellos? No esperaba otra cosa, teniendo en cuenta el carácter de ambos. ¿Habría también momentos de ternura y complicidad? ¿Largas conversaciones para conocerse el uno al otro tanto como a sí mismos? ¿Una pasión devastadora y, por qué no, un amor de la misma intensidad? Por supuesto que sí, sí y sí.
Lachlan pronunció las palabras adecuadas cuando le fue indicado, algo que no precisó para besarla; llevaba toda la ceremonia a la espera de ese glorioso momento.
La besó. La besó y, al fin, la declaró su mujer, ante los hombres y ante Dios.
Su esposa, su Nora.
Una dama inglesa para un Laird escocés, ¿quién hubiera esperado que aquello acabaría bien?
FIN
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