Capítulo XI

Al fondo del pasillo; ahí estaba su destino. Nora atravesó, descalza, el oscuro corredor. Lo hizo con tal sigilo que ni siquiera escuchó el sonido de sus pisadas, aunque el atronador palpitar de su corazón quizás tenía algo que ver con eso.

Se detuvo frente a la puerta. Contempló llamar, pero descartó la idea de inmediato. Estaba yendo en contra de todas las reglas del decoro habidas y por haber al presentarse en el dormitorio de su prometido la noche anterior a su boda. Además, teniendo en cuenta que sus intenciones distaban mucho de mantener una amena conversación con él, Nora consideró innecesario anunciar su llegada. Empujó la hoja de madera con cuidado y entró en la habitación.

La chimenea estaba encendida, lo cual le brindó un fugaz vistazo de la estancia: tapices en las paredes, un baúl bajo la ventana, la imponente cama flanqueada por cuatro postes de madera ricamente tallados…

Un vistazo fugaz, sí, porque Nora apenas había dado un paso cuando se vio empujada contra la pared y sintió en su cuello el filo de la hoja… de una navaja de afeitar, como pudo comprobar cuando Lachlan, con los ojos desorbitados, arrojó el objeto al suelo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió, acelerado, mientras revisaba que su garganta no hubiera sufrido ningún daño.

—¿A ti qué te parece? ¡Estar a nada de que el corazón se me salga por la boca por tu culpa! —siseó ella entre agitados susurros—. ¿Recibes así a todo el que viene aquí?

El Laird, tras comprobar que se encontraba bien, pareció recuperar su aplomo y le devolvió aquella acusación con otra de su propia cosecha.

—Solo a quien entra de forma furtiva como si se tratase de un maldito delincuente. Como ese no es el caso, insisto: ¿qué haces aquí?

Nora, otra vez atrapada entre su prometido y una pared, era consciente de que no había diplomacia suficiente en el mundo que pudiera ayudarla en esos momentos, así que habló sin rodeos.

—Antes dijiste que te detendrías si te lo pedía, pero no lo hice y, aun así, tú te fuiste. No me gustó que hicieras eso. No quería parar…

La mirada de Lachlan resultaba indescifrable, oscilando entre la incredulidad, la diversión y una cierta… ¿irritación?

—¿Estás diciendo que querías que te desflorara junto a unas cajas llenas de coles?

—No necesariamente. —Aunque Nora estaba convencida de que, en esos instantes de locura, no le habría importado que lo hiciera. ¿Qué más daba una cama, una despensa o un establo?—. Al menos podrías haberte marchado de un modo menos brusco. Eso también me ha molestado.

—Bueno, ya estamos en paz, ¿no te parece?

No pensaba darle la razón ni tampoco iba a permitir que desviara el tema de conversación, así que dijo:

—Lo que me parece es que actúas como un cobarde.

—¿Cobarde? —repitió, al tiempo que alzaba una ceja.

—No quería parar y tú tampoco querías. —Lachlan intentó negarlo, pero Nora no se lo consintió. Puede que fuera inexperta en todo aquello, pero sabía que, si se había detenido, no había sido por no desearla—. No querías.

—Pero debía.

«Al menos no lo ha negado…»

—No querías parar, pero huiste de allí. De mí. Incluso te has saltado la cena para no tener que verme. Yo a eso lo llamo cobardía.

El hombre soltó un pesado suspiro, a todas luces incómodo por el rumbo de aquella conversación.

—Yo lo llamo tener sentido común, algo que, como sospeché desde un principio, tú pareces desconocer o no te habrías presentado en mi dormitorio a unas horas para nada decentes y luciendo así

Nora echó un vistazo a su camisón de noche, sorprendida de encontrar aquella prenda cubriendo su cuerpo. El modo en que Lachlan había pronunciado esa última palabra le había hecho pensar que estaba desnuda de pies a cabeza; algo que, por otra parte, en el caso del Laird…

—… para llamarme cobarde. Irme era lo más sensato, ¿no entiendes? —Nora no quería sensatez: quería el delirio que había descubierto entre sus brazos. ¿Por qué él no entendía eso?—. Mira, Nora, puede que yo a ti te confunda, pero tú… me alteras. Por eso tuve que irme y por eso tú tienes que regresar a tu habitación, en este mismo momento.

A Nora no le hizo gracia ni su tono condescendiente ni que le ordenara marcharse. No habría vacilado en recriminarle por ello si su mente no se hubiera dispersado con la deliciosa imagen que se presentó ante ella.

Lachlan dio dos pasos atrás, para aumentar la distancia entre ambos, y se llevó las manos al cuello, entrelazando los dedos tras la nuca. En otras circunstancias, Nora habría sido capaz de razonar que lo había interrumpido mientras se preparaba para ir a dormir, pero lo cierto era que no intentó buscar una razón para que se encontrara desnudo de cintura para arriba, tan solo agradeció al Altísimo que fuera así.

Aquel gesto de sus brazos le confirió al Laird una apariencia que ya quisieran para sí muchas esculturas: el fuego derramaba sombras caprichosas sobre sus tensos músculos y desde el pecho hasta el abdomen, dividido por aquella intrigante línea de vello que se perdía bajo la cintura de sus pantalones… Lachlan dejó caer los brazos a sus costados y la joven quedó maravillada por el movimiento.

—Tienes que irte, Nora —insistió.

—Y tú tienes que dejar de darme órdenes que no deseo cumplir.

Mientras hablaba, se acercó de nuevo a él. Lachlan no se alejó, aunque sus facciones eran la imagen misma del hombre torturado… por la lujuria insatisfecha.

—Puede que lo haga, si tú dejas de mirarme así.

—¿Cómo te miro?

—Como si te fascinara la idea de convertirte en mi perdición. —Su voz baja, grave, plagada de promesas que ella ansiaba conocer. Sacudió la cabeza, como para retractarse de lo que acababa de decir—. Por favor, Nora, tienes que…

Cualquier sonido posterior se disolvió en sus labios cuando ella posó las palmas de sus manos sobre su pecho descubierto. Las subió con deliberada lentitud hasta sus hombros, sin apartar la mirada de sus ojos oscurecidos por el deseo; llegó hasta su cuello y permaneció allí, sintiendo en el dorso de las manos la caricia dorada de sus cabellos. Entonces, se desprendió de cualquier reparo o vergüenza y se inclinó para besar su piel, cerca de la clavícula izquierda. Percibió su calidez, su aroma, el feroz palpitar de su corazón un poco más abajo. Otro roce de labios en su mandíbula recién afeitada, en la mejilla, la comisura de la boca… y sintió cómo Lachlan sujetaba sus hombros y la alejaba de aquel abismo.

—¿Me estás seduciendo? —Sonaba tan atormentado como extasiado. Su respiración era pesada y cada pulgada de piel vibraba con la agonía de no sentirla contra su cuerpo.

—¿Está funcionando?

—Tienes que irte —consiguió responder con dificultad.

Nora maldijo la capacidad de contención de su prometido, pero el hambre que brillaba en sus ojos la envalentonó a intentarlo una última vez.

—Está bien, lo haré. Pero a cambio de algo: bésame. Demuestra que no eres un cobarde. Hazlo, Lachlan, bésame y te prometo que me iré y no volverás a saber de mí hasta mañana, cuando nos veamos durante la boda. Un beso, solo eso.

Había lanzado el desafío sin vacilar, con la esperanza de que Lachlan no pudiera saciar sus ganas de ella con un único beso y, a juzgar por la selvática expresión de su rostro, así era.

—No sería capaz de besarte y dejarte ir, lo sabes muy bien, mi hermosa arpía. Haría mucho más. —Nora humedeció sus labios de forma inconsciente; él siguió el sutil movimiento con su mirada en llamas. La mujer ya podía saborear las mieles de la victoria y qué dulces prometían ser junto a él—. ¿Por qué no entiendes que he de actuar de forma honorable?

—Lo harás… mañana —susurró con firmeza.

Después, se acercó a su rostro, tanto que sus bocas podrían rozarse, solo que no lo hacían. Tendría que ser Lachlan quien derribara aquella barrera que él mismo había erigido.

—Ahora… ¿me harás el amor? ¿Cumplirás tu palabra y no te detendrás si yo no te lo pido?

Lachlan no sabía qué había hecho para merecer aquello y tampoco tenía claro si se trataba de una maldición o de la mayor bendición de su vida. Que Lady Honora Dawnshire había resultado ser la virgen más provocadora a uno y otro lado del muro de Adriano era de lo único que tenía absoluta certeza.

Había intentado resistirse a la imposible tentación que ella suponía. Dios era testigo de que lo había intentado; la corte celestial al completo había presenciado su tormento. Los arcángeles y los querubines, seguros de cuál sería el resultado final —y apostando en contra del Laird—, se habían desternillado a su costa, no le cabía la menor duda.

Lachlan había fracasado, había caído; era débil y se solazaba en ello, porque su fracaso significaba volver a degustar el paraíso de sus labios. La besó con desesperación y a punto estuvo de gritar de dicha cuando Nora respondió a su ímpetu con total abandono. Era tan apasionada besando, tan perfecto el modo en que aprendía cada roce, cada movimiento que él hacía, para emplearlo más tarde ella misma. Era un sueño, mejor incluso.

La envolvía entre sus brazos como había deseado hacer desde que había entrado en la habitación con aquella imprudente determinación suya. En realidad, como había deseado desde que salió de la despensa, empujado por su sentido de la decencia y honor. Eso ya no importaba: no podría haberse negado a su petición ni aunque lo hubieran despojado de hasta la última gota de sangre que existía en su cuerpo.

Las manos de Lachlan viajaban a cada rincón de su cuerpo a su alcance. Nora no se quedaba atrás: sus audaces dedos exploraban con libertad cada plano y ondulación de su espalda. Sus manos bajaban y bajaban y… sí, la muy descarada alcanzó su trasero y lo apretó hacia ella, pegando el tenso frente de su pantalón a la dulce unión de sus muslos. Él creyó morirse de placer ahí mismo.

A ciegas, sin detener aquellos besos que le robaban la cordura, Lachlan la empujó a través del cuarto hasta que su espalda chocó contra uno de los postes de la cama. Entonces sí que se alejó de su boca. Sus labios, húmedos e hinchados, lucían el rosa más tentador que uno pudiera imaginar. Su rostro, arrebolado por la pasión, era lo más hermoso que recordaba haber visto nunca.

—Me vuelves loco, Nora —murmuró, sin apenas aliento.

—¿Eso es bueno? —Sus ojos, brillantes de anhelo.

—Ahora sí.

Acarició con un gesto sutil la delicada garganta femenina, sin permitir que las marcas que lucía arruinaran ese momento de absoluta perfección. Después, dirigió sus dedos a la parte delantera del camisón y deshizo el lazo que mantenía unido el escote. Llevó las manos a sus hombros y comenzó a bajar la prenda por sus brazos. Lo hizo despacio, revelando su piel poco a poco, acariciándola con la mirada en la misma medida que lo hacían sus dedos. Primero, la sedosa curva de sus hombros; luego, la clavícula y el comienzo de las elevaciones de sus senos. Descubrió un encantador lunar en el valle entre sus pechos y decidió que lo besaría cuando dejara de torturar uno de sus pezones y fuera a por el otro para someterlo al mismo trato. Porque sería una tortura, sin duda, aunque una muy placentera. Una cosa era haber cedido al deseo de su futura esposa y otra muy distinta permitir que se fuera de rositas después de ponerlo en semejante situación. Pensaba cobrarse todo su sufrimiento anterior; iba a disfrutar como nunca con cada gemido, cada súplica…

Notó que Nora desviaba la vista a un lado, como muestra de su azoramiento. Una media sonrisa se perfiló en los labios de Lachlan: ¿aquella mujer, que aparentemente conocía lo que significaba el pudor, era la misma que se había colado en su habitación para seducirlo y reclamarle que le hiciera el amor? Nunca dejaría de asombrarlo, eso seguro.

El camisón, enrollado a la altura de las caderas, resbaló hasta sus pies y ahí estaba ella, al fin, cubierta solo de rubor y deseo. Sus sueños palidecían comparados con la realidad.

Al Laird le costó Dios y ayuda no abalanzarse sobre ella para tomar su cuerpo de una buena vez. Quería ir despacio, necesitaba ir despacio. Lachlan pretendía que la experiencia fuera tan buena para Nora como lo sería para él. Quería estirar cada instante hasta la eternidad, pero la necesidad que devoraba sus entrañas era tan poderosa que, si le permitía tomar el control, sabía que no le ofrecería otra cosa que un apresurado revolcón. Aquello sería intolerable. Ella merecía mucho más: ver colmados todos sus anhelos, incluso aquellos cuya existencia aún desconocía. Él también merecía esa satisfacción y no se la iba a negar por dejarse llevar por la impaciencia.

Situó las manos en su cintura y la hizo girar en dirección a la cama hasta dejarla de espaldas a él. Apartó su cabello, echándolo por encima de su hombro, y depositó un suave beso en su nuca. La escuchó suspirar.

—Eres tan preciosa… Incandescente. Quiero saborear cada parte de ti.

Lachlan comenzó a trazar un sendero de besos a lo largo de su columna. Mientras con la boca descendía por su espalda, sus manos treparon por el suave vientre hasta colmarse con sus pechos. Sintió que los pezones se le endurecían en respuesta a su toque y tuvo que obligarse a hacer caso omiso a la pulsante tensión de su entrepierna. Regresó a aquel punto sensible en el lateral de su cuello y, con voz ronca, susurró:

—Te gusta lo que mis caricias te hacen sentir.

Mientras hablaba, siguió acariciando sus pechos, adorándolos. Ella se revolvía entre sus brazos, arqueaba la espalda, apoyándose contra él. Aquel sensual contoneo causaba estragos en el excitado cuerpo de Lachlan; él era el torturado y ella ni siquiera se daba cuenta del suplicio al que lo sometía. Aquello ameritaba una pequeña venganza. Con una sonrisa maliciosa, propinó un tierno pellizco a una de las contraídas puntas; a ella se le escapó un gritito sorprendido que distaba mucho de ser una queja.

—Lachlan… —Nora pronunció su nombre y ni una sola palabra más. Lo hizo con voz estrangulada, desconocida. Temblorosa. Así era como la quería: temblando de placer.

—¿Quién hubiera pensado que sería posible dejarte sin palabras? Algo tengo que estar haciendo muy bien, ¿no?

—No me lo puedo creer. —Nora bufó con aparente molestia—. Hasta en una situación como esta sigues siendo… ¡Oh! Tan arrogante e irritante como la primera vez que nos vimos.

Lachlan sofocó a duras penas una carcajada mientras la hacía girar de nuevo para enfrentar su rostro sonrojado.

—¿Todavía no te has dado cuenta de que soy incorregible?

—Yo también lo soy —respondió ella, toda provocación.

—Lo sé y no corregiría nada de ti.

—¿Ni siquiera que sea inglesa?

—No me creo que vaya a decir esto, pero sí: ni siquiera eso. —Lachlan acarició su mejilla con una ternura que nada tenía que ver con la lujuria con la que hervía su sangre. Nora le hacía eso—. Por Dios, ¿qué has hecho conmigo?

—Si no lo sabes tú… —Se encogió de hombros—. Bueno, ¿continuamos conversando o planeas hacer algo al respecto? —Se señaló a sí misma con evidente intención.

Con una voz que casi no reconoció como suya, murmuró:

—Siéntate en la cama. —Ella lo hizo—. Ahora túmbate. —Nora se recostó, pero se mantuvo apoyada en los codos para no perder el contacto visual con él—. Y ahora confía en mí.

—¿Puedo confiar en ti? —inquirió con una trémula sonrisa.

—Siempre.

Lachlan se arrodilló frente a ella y la acarició con reverencia desde los tobillos hasta los muslos. La respiración de Nora se agitaba por momentos y pareció detenerse cuando él comenzó a separar sus rodillas y la expuso a su hambrienta mirada. Por muy atrevida que se mostrara, aquella no dejaba de ser una experiencia novedosa y abrumadora para ella; no importaba lo poco inocente que fuera en el plano teórico. Lachlan no quería que se sintiera tensa ni abrumada. La quería segura, audaz y decidida, como antes. Como siempre. Creyó encontrar el modo de mitigar su inquietud: distraería su mente con su pasatiempo predilecto… Discutir con él. Sabía muy bien de qué hilo tirar.

—Parece que ahora no te disgustan tanto mis órdenes. —Besó la cara interna del muslo de Nora; su piel se sintió como seda cálida contra su lengua—. ¿Ves cómo no era tan difícil? —Otro beso más. Más arriba.

Como cabía esperar, su provocación tuvo efecto y él curvó los labios con deleite al recibir su airada respuesta.

—No te acostumbres demasiado, lo he hecho solo porque aún no tengo muy claro… todo esto. Pero cuando haya aprendido, no pienses que… Óyeme bien, Lachlan: no pienses que voy a… ¡Oh!

Nora encontraba condenadamente difícil el hecho de hilar frases coherentes mientras la perversa boca de un hombre derramaba los besos más escandalosos entre sus piernas, cada vez más cerca de…

—Llevo soñando con esto desde que te conocí y no creas que es una mera forma de hablar.

Nora apenas tuvo tiempo de procesar esas palabras. Lachlan tiró de sus caderas, dejando su trasero justo en el borde de la cama. La sujetó con firmeza por la cintura —¡como si fuera a cometer la locura de moverse de allí!— y lo siguiente que supo fue que cayó por completo al lecho, incapaz de mantener la cabeza erguida. Se vio golpeada por una oleada de placer indescriptible y el mismísimo infierno comenzó a arder dentro de ella. ¿De verdad había pensado que sus anteriores besos eran escandalosos? Nora no creía que existiera una palabra en todos los idiomas que conocía para definir lo que su boca le estaba haciendo sentir en esos instantes.

No estaba sorprendida: sus nociones sobre lo que sucedía bajo las sábanas entre un hombre y una mujer incluían aquella forma concreta de intimidad. Corrección: en realidad, sí que estaba sorprendida. No había esperado esas sensaciones tan… ¡Cielo santo, su boca! Tanto calor, tanto placer… Nora gemía, destruida y deseosa de más destrucción. Aquella lengua, tan incorregible como su dueño, exploraba con afán entre sus pliegues hasta dar con un punto especialmente sensible y devastador que la hizo retorcerse bajo su agarre. Era implacable, le daba tanto placer que incluso le parecía cruel. Un castigo, eso era; uno del que nadie en su sano juicio querría escapar, pero Nora sentía que iba a perder la cordura y quería evitar… ¡No, no quería! Sus dedos se movieron sin que ella lo ordenara y se aferraron con desesperación a los rubios mechones de Lachlan. Algo glorioso estaba a punto de ocurrir y Nora necesitaba más cercanía, más calor, más delirio, ¡más!

Su mirada, brumosa y enajenada, se encontró con la de él y entonces las ardientes manos regresaron a sus pechos. Las caricias multiplicaron las sensaciones hasta un punto rayano al dolor. Su lengua lamía, saboreaba, invadía y conquistaba; cada roce creaba una marea de agonía y necesidad, una tensión que crecía y crecía hasta romperse en una cegadora explosión de éxtasis que jamás habría creído posible. El mundo entero se disolvió a su alrededor. Miles de fragmentos que no habría manera de recolocar más tarde; ya no sería igual, ¿cómo podría serlo después de algo así?

Poco a poco, Nora recobró el dominio sobre sus sentidos. Vio a Lachlan frente a ella, de nuevo en pie, observando su cuerpo desmadejado como si fuera la cosa más hermosa que existía. Nora se incorporó todo lo que le permitió la languidez que se había apoderado de cada uno de sus músculos. Quiso decirle algo, muchas cosas, pero ninguna palabra parecía suficiente para todo lo que hubiera querido expresar, así que solo se contemplaron, en silencio, hasta que ella fue capaz de dar forma a una frase completa.

—No es justo que yo esté así y tú aún sigas medio vestido.

Con una sonrisa lobuna, el Laird se sacó las botas y llevó sus manos al frente de los pantalones de piel para liberar su abultada erección. Nora volvió a olvidar cómo se respiraba mientras Lachlan se mostraba ante ella en todo su esplendor. «Vaya…» Tragó saliva mientras reconsideraba todo lo que sabía sobre la mecánica de las relaciones carnales. No tardó en alejar cualquier temor al respecto: Lachlan le había dicho que podía confiar en él y Nora lo hacía, ciegamente.

Todavía sonriendo, su prometido se unió a ella en la cama; subió al lecho con la misma gracilidad con la que siempre se movía.

—¿Alguna vez te he dicho lo maravilloso que me parece que seas tan expresiva?

—Lo recordaría de haber sido así.

—Pues lo eres, como un libro abierto. Siempre puedo adivinar qué piensas o qué sientes. Ahora mismo, por ejemplo, sé que te has asustado al verme, pero no tienes que temer nada.

—No tengo miedo. —El rostro del hombre adoptó una clara expresión de no-te-lo-crees-ni-tú—. Siento curiosidad, cierta incertidumbre y una ligera… ligerísima inquietud, pero no miedo.

—Eso me parece perfecto. —Comenzó a acariciar su piel y esta volvió a la vida, erizándose al paso de sus dedos—. Dime, ¿te ha gustado lo que te he hecho sentir? ¿Quieres volver a sentirlo, esta vez conmigo?

—¿Qué pasa si digo que no?

—Me matarías —aseguró Lachlan, con un dramatismo tan exagerado que ambos tuvieron que sonreír.

Nora nunca habría imaginado que se pudiera bromear en una situación como esa, pero, sobre todo, no habría esperado hacerlo con cierto escocés intransigente e insufrible destinado a ser su esposo. No, ni en mil vidas habría soñado que existiría aquella cómoda complicidad entre los dos. ¿En qué momento había pasado?

—Qué tentador suena eso. —Él pronunció su nombre a modo de advertencia, pero el tono empleado no disimulaba en absoluto su diversión—. Sí, Lachlan, por supuesto que quiero volver a sentirlo y que tú lo sientas también, así que como se te ocurra detenerte me plantearé en serio lo de matarte, ¿entendido?

—En ese caso…

Antes de que Nora pudiera decir nada más, Lachlan la sujetó por las caderas y la colocó a horcajadas sobre él. Apoyó las palmas de las manos en el colchón y la miró con lasciva expectación.

—Antes dijiste que querías aprender, ¿no? Pues adelante: explora cuanto quieras, ya que eres tan atrevida, a ver qué descubres sobre el placer de un hombre.

Nora tampoco había esperado eso, pero le gustó la idea de hacer algo para devolverle lo mismo que él le había hecho sentir. Quería darle placer y no únicamente permitir que lo tomara de ella. Se mordió el labio inferior mientras su mirada paseaba por su torso. Sus manos no tardaron en realizar el mismo recorrido; Nora quedó encantada con el modo en que sus caricias aceleraban la respiración de Lachlan y cómo su pecho se expandía con cada agónica inspiración.

Entonces, se aventuró a rozar su rígido miembro con los nudillos. Lachlan siseó ante el sutil contacto y Nora sonrió al ver cómo aquello fracturaba sus rasgos.

—Hazlo así —indicó él, haciendo que envolviera con sus dedos su palpitante longitud.

A Nora le sorprendió lo caliente que se sentía y se deleitó con lo que aquella acción provocaba en él… y en ella. Nora se sentía poderosa y sabía que esa bendita sensación solo podía ir en aumento. Lachlan cubrió su mano con la suya y comenzó a guiar sus movimientos.

—Así, sí… —Esa voz era demasiado para Nora; su sangre se ponía a hervir con solo escucharla, tan agitada, sin apenas aliento—. Arriba y abajo.

Y como para ilustrar sus indicaciones con mayor claridad, Lachlan retiró su mano y la llevó a su intimidad. Introdujo un dedo a través del húmedo pasaje y ella casi brincó en su regazo por la impresión. El dedo empezó a moverse, arriba y abajo, dentro y fuera. Nora tuvo que concentrarse para que su propia mano no perdiera aquel cadencioso ritmo que tanto parecía disfrutar Lachlan. Un segundo dedo se unió al primero y a ella se le escapó un jadeo más sonoro que todos los anteriores.

Arqueó la espalda y aquello hizo que sus pechos quedaran al alcance de la ardiente boca masculina. Ardiente y perversa fue todo lo que Nora pudo pensar mientras Lachlan cubría un pezón con su boca. Creyó disolverse en su necesidad cuando él recorrió la sensible piel con su lengua y, luego, cerró sus labios en torno a aquel mojado punto de placer para saborearlo con fruición. Todo eso mientras las sedosas embestidas de sus dedos volvían a acercarla a aquella cúspide dolorosa.

Nora casi protestó cuando Lachlan abandonó su pecho para dejar un pausado beso sobre su esternón, pero no tuvo oportunidad de quejarse: antes de que cualquier sonido coherente surgiera de su garganta, él volvía a torturar sus sentidos y ya no fue solo su lengua, sus labios o aquel húmedo calor que la enloquecía, también fueron sus dientes, que añadían nuevas sensaciones al grandioso cúmulo que asolaba su ser.

A Nora no le pareció justo. En absoluto. Era imposible que él estuviera sintiendo lo mismo que ella y, por algún motivo, estar a la altura del generoso amante que había resultado ser Lachlan MacLeod era más importante para ella en esos momentos que su propio placer.

—Por favor, por favor… Necesito…

—¿Qué, Nora? ¿Qué necesitas? —demandó saber y su voz envió miles de escalofríos por todo su cuerpo.

Entre jadeos desacompasados, ella respondió:

—Sentirte y que tú sientas tanto como yo.

Lachlan se la quedó mirando y después llevó una mano a su nuca para unir sus labios con los de ella. Con hambre, con necesidad y una inesperada ternura. Solo entonces Nora fue consciente de cuánto había extrañado sus besos. Eran como aire para ella, como la única gota de agua dulce en medio de un océano.

Mientras Lachlan volvía a seducirla con su boca una vez más, la invitó a tumbarse en la cama, quedando él sobre su cuerpo, apoyando su peso sobre los antebrazos. El cabello caía a su alrededor como una cortina dorada que la envolvía y la apartaba del resto del mundo. Él, ella y ese momento; nada más existía. No había miedo ni nervios, solo expectación, cuando él se colocó entre sus piernas. Se posicionó en su entrada y cubrió su boca con la suya para silenciar sus posibles gritos. No los hubo, pero sí un jadeo sorprendido cuando él estuvo profundamente enterrado dentro de ella. O un gemido angustiado, tal vez. La sensación de tener a Lachlan en su interior era intrigante, para nada desagradable, y ella sabía que aún había más, pero era incapaz de hablar. Tan solo hubo una palabra en ese instante: «Mía». Nora no pudo negarlo.

—Dime que no sientes dolor —le suplicó Lachlan. Los músculos de su cuello lucían una tensión imposible, al igual que su mandíbula, y una fina capa de sudor cubría sus sienes.

Nora negó con la cabeza. Lo único que sentía era plenitud y una leve molestia. Era soportable y, poco después, quedó eclipsada por la salvaje belleza de lo que estaban haciendo.

Lachlan se movía sobre ella, dentro de ella, y cada embestida la llevaba más alto, más cerca de la cumbre del placer. Una de sus manos se coló entre sus cuerpos y la tocó en el punto donde se encontraban unidos, en aquella sensible protuberancia que hacía desaparecer cualquier pensamiento de su mente y la convertía en un desastre de gemidos. Ya no pensaba, solo sentía y era hermoso.

Empujada por el desenfreno, Nora le rodeó la cintura con sus piernas y movió sus caderas al ritmo marcado por él, saliendo al encuentro de sus acometidas. Lachlan tuvo que apoyarse en el cabecero de madera y ya no pudo controlar la pasión que guiaba sus movimientos. Se hundía en ella como si quisiera llegar al centro mismo de su ser y los sonidos que hacía… Nora no sería capaz de definirlos, pero no le dejaron ni la más mínima duda de que estaba disfrutando tanto o más que ella misma. Era perfecto, era glorioso, divino incluso. Mágico hasta el punto de que el tiempo dejó de existir y ya solo fueron ella y él, uno solo, estallando de placer.

Lachlan se desplomó sobre ella, exhausto. La sensación de su peso aplastándola le pareció algo verdaderamente maravilloso. Entonces, sin comprender por qué, una risa burbujeó en su interior. Nora fue incapaz de controlarla, aunque tampoco puso mucho empeño en ello. Al escucharla, él alzó la cabeza, en lo que debió de suponerle un esfuerzo hercúleo, y la miró como si estuviera loca. No le importó lo más mínimo, se sentía demasiado plena y dichosa.

—Tú también eres mío.

No se trataba de una pregunta, pero encontró la respuesta a ella en su sonrisa. En ese preciso instante, Nora tuvo la certeza de que su matrimonio con Lachlan MacLeod no resultaría tan insoportable como había temido.

—Suéltame, Nora —le pidió entre risas—. Te prometo que regreso en diez segundos. —Ella, aunque renuente, le permitió abandonar el lecho. Empezó a contar hacia atrás—. ¡No vayas tan rápido!

Lachlan tomó el paño de lino que usaba para sus abluciones matutinas, lo humedeció y volvió a la cama. Comprobó que su descarada prometida no perdía detalle de su anatomía; tal era su concentración que contó dos veces el número tres.

—¿Te gusta lo que ves? —le preguntó, con una sonrisa socarrona.

—¿Te gusta a ti? —retrucó ella.

La mirada de él se paseó por su cuerpo: los pechos que había adorado con su boca y sus manos, la suave curva que daba forma a sus caderas, las piernas interminables que se habían aferrado a su cintura, el paraíso oculto entre sus muslos.

—Me gusta mi cuerpo, sí. —Nora compuso un gesto ofendido que ni ella misma se creería—. Pero el tuyo… me deja sin respiración.

Se inclinó y devoró su boca en un hambriento beso. Cuando ella le rodeó el cuello con sus brazos, Lachlan tuvo que recordarse que no debía tomar su cuerpo dos veces en su primera noche juntos. Abandonó sus labios, pero no se apartó de ella. Mantuvo la frente apoyada contra la suya durante unos segundos, hasta recobrar el dominio sobre sí mismo.

—Tenéis dos opciones, mi señora. —Incluso con los ojos cerrados, la sintió sonreír; no pudo ignorar el hecho de que, de todas sus curvas, aquella era su favorita. Se alejó lo justo para mostrarle el paño húmedo—. ¿Te encargas tú misma o me permites hacerlo a mí?

El rubor de sus mejillas subió varios tonos mientras separaba los muslos para que él pudiera limpiarla. Luego, el Laird devolvió el paño a su lugar y regresó junto a ella. Se sintió encantado por la naturalidad con la que buscaba su cercanía: las piernas enredadas, la cabeza recostada en su pecho, la mano encima del corazón. Su cuerpo se amoldaba a su costado a la perfección, como dos piezas creadas, contra todo pronóstico, para tal fin. Él la envolvió con sus brazos y le calentó la piel con sus caricias, sin otra intención que sentirla. Silencio; respiraciones calmadas y el tenue crepitar de las llamas.

—Intuyo la respuesta, pero me veo en la obligación de preguntarte si te encuentras bien después de… haberme entregado tu virtud —concluyó con su tono más pomposo, esperando que el toque de humor mitigara el posible bochorno de su compañera de cama.

—Maravillosamente bien.

—¿Ha sido la práctica más esclarecedora que la teoría?

—Oh, sin duda. —Rio bajito y su aliento le hizo cosquillas en la piel—. Yo también me veo en la obligación de preguntarte algo, Lachlan…

—Tú dirás.

—Si te sientes reconciliado con el hecho de que, como bien acabas de decir, te haya entregado mi virtud fuera del honorable vínculo del matrimonio. —Nora imitó su tono de broma, pero él veía en sus ojos la seriedad de su pregunta.

Lachlan perfiló con la yema de sus dedos el contorno de su mandíbula mientras contestaba su duda.

—Lo estaré si logro llevarte de vuelta a tu dormitorio sin que nadie descubra esta pequeña travesura.

—¿Estás diciendo que no puedo quedarme a pasar la noche contigo?

Lachlan alcanzó la barbilla femenina y no se resistió a alzar su rostro y depositar un corto beso en sus tentadores labios. Comenzaba a sospechar que nunca tendría suficiente de ella y aquella le pareció la más exquisita de las condenas.

—Sin protestas, mi amor. Si esta fuera nuestra noche de bodas, nada me impediría mantenerte en esta cama durante días…

—¿Días?

—Puede que incluso semanas —dijo, con maliciosa picardía—, pero, sintiéndolo mucho, mañana nos espera una ceremonia a la que más nos vale asistir. Te aseguro que no habría manera de lograrlo si permaneces aquí.

—¿Solo un rato? Por favor…

La determinación de Lachlan tambaleó ante el anhelo que brillaba en aquellos dos retazos de noche que eran sus ojos. Se rindió a sus deseos, porque no podía hacer otra cosa.

—Un rato —concedió.

Su recompensa llegó en forma de beso. Pausado, irresistible; se dejó conquistar por su dulzura. Notó que Nora se arrimaba aún más a su cuerpo y comenzaba a acariciar de nuevo sus hombros, a explorar su pecho… Lachlan tuvo que reconsiderar lo de no seducirla dos veces la misma noche.

—Hace un momento, me has llamado «mi amor» —susurró, muy cerca de sus labios.

—Sí, lo he hecho. —Y buscó de nuevo sus besos, pero ella se alejó. Solo un poco, aunque suficiente para considerarlo una distancia intolerable.

—Y acabamos de hacer el amor.

—Así es, ¿por qué lo dices?

—Sé sincero, Lachlan: ¿crees que habrá amor en nuestro matrimonio?

Lachlan pensó su respuesta durante unos segundos. Tres, quizás; ese parecía el tiempo necesario para las cosas importantes.

—Hace una semana, te habría respondido que por supuesto que no, pero ahora… —Acunó el rostro de ella como quien sostiene un preciado tesoro—. Ahora creo que este es un inicio perfecto para que el amor pueda surgir entre nosotros.

—Oh, pero este no es el inicio de nuestra historia. —Nora dirigió la mirada a la herida casi desvanecida que lucía su brazo izquierdo—. Todavía te debo una disculpa por eso, ¿verdad?

—Ni me lo recuerdes. —Su sonrisa no tardó en encontrar su reflejo en los labios de ella.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top