Capítulo VII

El segundo amanecer en Dunvegan de Lady Honora Dawnshire resultó casi idéntico al anterior. Una vez más, logró cosechar escasos períodos de sueño a lo largo de la noche. Sin embargo, a diferencia del día anterior, dilató el momento de abandonar el lecho más de lo acostumbrado.

Nora no tenía claro si deseaba evitar un encuentro con su prometido o, por el contrario, ansiaba que sus caminos se encontraran de nuevo. Se había dicho, al menos una docena de veces, que solo echaba en falta poner a prueba la paciencia del jefe MacLeod durante sus enfrentamientos, demostrarle que no se amilanaba ante él, pero la realidad era otra.

La noche anterior, Lachlan tampoco se había presentado a la cena y esa ausencia, que tanto había agradecido en un primer momento, comenzó a molestar a Nora. La estaba evitando y despreciando con esa actitud desdeñosa y, a pesar de todo lo sucedido entre ellos, Nora no se creía merecedora de ese trato. No quería asimilar que la jornada previa fuera un preludio del resto de su vida.

Fue en busca de Al para compartirle todo aquello y hallar algo de luz en sus consejos, mas no lo encontró en su dormitorio. Bajó a la planta inferior: sin rastro de su maestro. Se cruzó con la cocinera, rumbo a sus dominios. Maisie le había explicado que nada pasaba en el castillo sin que esa mujer tuviera conocimiento de ello; si alguien podía ayudarla, era ella.

—¿Sabéis dónde se encuentra el señor Aldwine? —le preguntó.

—Lo vi en el patio cuando venía de recoger unas hierbas del huerto. No creo que se haya marchado de allí, mi señora.

—Muchas gracias, Bethia. —La cocinera realizó una respetuosa venia y retomó su camino.

Nora vio al anciano sentado en el mismo banco de piedra que ambos ocuparon la tarde anterior. Le sorprendió encontrarlo acompañado.

—Buenos días, Al —saludó—. Hola, Archie.

—¡Hola, Nora!

—Buenos días, niña. ¿Cómo has amanecido hoy?

—Bien, como siempre. —No quiso entrar en más detalles en presencia del niño. Prefirió distraer su mente con otros asuntos—. ¿Qué estáis haciendo?

—Este pillastre me abordó durante el desayuno y se aseguró de que ningún cuerno asomara entre mis cabellos. —Nora soltó una breve risa a causa de esa inocente ocurrencia—. Después, me propuso jugar unas partidas a algo que prefiero llamar «Tablero del Rey», dado que su nombre original, una suerte de estornudo de vikingo, resulta imposible de pronunciar para mí.

Hnefatafl —aclaró Archie, risueño—, no es tan difícil de decir.

—¿Cómo se juega? —preguntó Nora, viendo las piezas dispuestas en el tablero de madera situado entre ambos jugadores.

—Veamos si he entendido bien todas las reglas. Corrígeme si me equivoco en algo, joven maestro —le dijo a Archie, con un guiño. Nora notaba que Aldwine se encontraba pletórico; como ella, adoraba aprender sobre cualquier cosa. El hombre tomó entre sus dedos una de las piezas claras, la de mayor tamaño, tallada con gran detalle—. Este es el Rey, ocupa la casilla central del tablero, su trono. El resto de piezas de su mismo color son sus soldados y las piezas más oscuras, que las doblan en número, los atacantes. ¿Voy bien hasta ahora? —Archie asintió.

»Bien, el objetivo de los atacantes es capturar al Rey mientras que sus soldados tratan de proporcionarle una escapatoria. Una pieza es eliminada del tablero cuando se ve atrapada entre dos piezas contrarias y la partida termina cuando cuatro de los atacantes rodean al Rey o bien cuando el monarca alcanza una de las cuatro esquinas del tablero y logra huir sano y salvo. ¿He olvidado algo, joven maestro?

—Mmmm, no. Esas son todas las reglas. ¿Jugamos ya?

Cinco partidas más tarde, quedó demostrado que el pequeño Archibald era todo un experto del hnefatafl. Entonces, el niño retó a Nora que, tras un par de derrotas, no pudo sino reconocer su excepcional habilidad.

—Eres demasiado bueno, Archie. No hay manera de ganarte.

—Aprendió del mejor.

Tan enfrascada había estado en hallar la mejor estrategia para tratar de ganar que no había notado la presencia del Laird en el patio ni que se había acercado hasta su posición.

—Dichosos los ojos. —No pudo evitar que la molestia por su agravio tiñera sus palabras con un matiz irónico.

Lachlan no dijo nada al respecto. De hecho, apenas le dirigió la mirada.

—¿Vos? —preguntó su tutor en tono cordial. «Vaya pregunta», pensó Nora. Por supuesto que él, con toda su arrogancia, se referiría a sí mismo en esos términos.

—No, nuestro padre.

Archie se entretuvo en volver a colocar todas las piezas sobre el tablero mientras decía:

—Antes jugaba mucho al hnefatafl con él. Ahora, juego con Maisie o con Lachlan. A veces nuestra madre también juega. Pero no es igual. Era más divertido jugar con padre…

En un intento de prevenir que la congoja se apoderara del niño, Lachlan trajo a colación la cuestión que lo había llevado allí.

—Archie, me habías dicho que querías practicar con el arco, ¿cierto? Pues te he preparado algo junto al establo para que puedas hacerlo.

—¡Gracias! —exclamó, para luego dirigirse a ella—. Nora, ¿quieres venir a disparar conmigo? Un pajarito me ha contado que eres la mejor lanzando flechas.

—¿Ese pajarito no se llamará Aldwine, por casualidad? —inquirió, mirando con cariño al susodicho.

Su prometido, como no podía ser de otra manera, tuvo que decir:

—No considero que sea apropiado que una dama…

Y Nora no necesitó más para aceptar la propuesta del niño.

—Archie, estaré encantada de que practiquemos juntos nuestra puntería.

—Mi señora…

«¡Hasta que al fin repara en mi existencia!», quiso gritar.

—Mi señor —respondió en cambio, con un tono perfectamente aceptable—, no veo nada inapropiado en disparar unas cuantas flechas por diversión, sino todo lo contrario. La última vez que lancé algo…

—Fallasteis.

—No fallé, casi acerté. No es lo mismo. En cualquier caso, no me vendría mal poner a punto mis habilidades con el arco. Nunca se sabe cuándo pueden ser de utilidad. Os aconsejaría que no me provocarais mientras me encuentre armada; lo mejor será que os mantengáis lejos de mí, como tan bien hicisteis durante todo el día de ayer.

En esa ocasión, el señor Aldwine ni siquiera se inmutó por las escandalosas palabras que le dirigió a su prometido. No se molestó en pedirle que fuera prudente con lo que salía por su boca; por fin había aceptado que cualquier esfuerzo resultaba en vano.

Nora no tardó demasiado en comprobar que el mismo ímpetu mostrado por Maisie el día anterior también corría, con más ahínco si cabe, por las venas de su hermano menor. Archie era el chiquillo más inquieto que había conocido en toda su vida. También el más impaciente. No llevaban más que unos pocos minutos practicando con el arco cuando el niño propuso una nueva actividad. Antes de poder formular su respuesta, Nora se vio arrastrada por él hacia el interior del edificio.

—Es genial lo que te voy a enseñar, ya verás.

Con la incertidumbre de qué podría ser, subieron a lo más alto del castillo.

—Cierra la puerta. No quiero que Pelusa entre y se la coma.

—¿Que se coma a quién? —inquirió Nora con evidente confusión tras hacer lo que Archie le había indicado.

El niño la había hecho entrar en un cuarto de pequeñas dimensiones. A juzgar por la capa de polvo que lucían los escasos muebles —un enorme armario de dos puertas, una mecedora y un baúl sobre el que descansaban un par de alfombras enrolladas sobre sí mismas—, aquel rincón de la fortaleza estaba más que olvidado.

—La paloma que estoy cuidando —contestó Archie—. Es muy pequeña todavía. Su nido se cayó de un árbol del huerto un día que hizo mucho viento. Estuve un montón de tiempo esperando que su madre apareciera, pero no lo hizo. Entonces, pensé en cuidarla yo y darle de comer hasta que crezca y pueda volar para ir a buscar a su madre. Traje el nido aquí para esconderlo de Pelusa y todos los días le he estado trayendo trocitos de pan y granos de cebada a la paloma para que se los coma. Está ahí, encima del armario, voy a enseñártela.

El niño tomó como apoyo los salientes de madera tallados en las puertas del mueble para trepar por él.

—Archie, no te subas ahí, te puedes caer.

Nada más pronunciar aquella advertencia, se escuchó un crujido: una de las patas del armario. Nora no supo cómo consiguió tirar del brazo de Archie y apartarse de ahí antes de que el pesado mueble les cayera encima. El estruendo de la caída acalló su chillido de espanto.

—¿Estás bien, Archie? —Él asintió, frenético, con el rostro desencajado—. Gracias al cielo.

—¿Dónde está mi paloma?

Nora se fijó en el nido compuesto por finas ramitas que había caído junto al armario; no había rastro de ave alguna en él.

—Seguro que ha aprendido a volar y se ha marchado en busca de su madre, no te preocupes —lo tranquilizó—. Pero ahora somos tú y yo los que tenemos un buen problema, Archie. ¿Cómo salimos de aquí? —La puerta de la habitación se abría hacia adentro y el pesado armario la bloqueaba por completo—. A ver si consigo levantarlo. O empujarlo, no sé.

No tuvo siquiera la oportunidad de intentarlo cuando el niño ya se había asomado al pequeño balcón para pedir auxilio.

—¡Lachlan! ¡Lachlaaaan!

La respuesta llegó al cabo de un par de segundos:

—¿Se puede saber qué haces en esa parte de la torre, Archie?

—¡Nos hemos quedado encerrados! —gritó de nuevo—. ¡Un armario se ha caído y no podemos abrir la puerta! ¡Sácanos de aquí!

—¿Con quién estás?

—¡Con Nora!

En el tiempo que tardó en contestar, Nora supuso que el Laird estaría maldiciendo el linaje de los Dawnshire al completo.

—¡Esperad un momento, enseguida os sacaré de ahí!

Archie regresó junto a ella y, satisfecho, anunció:

—Ahora solo tenemos que esperar a que Lachlan venga y nos saque.

—Qué bien.

Sin nada mejor que hacer, Nora se desplomó en la polvorienta mecedora con escasa delicadeza. Archie se plantó en frente de ella, con el ceño fruncido.

—¿Por qué no te llevas bien con mi hermano?

—Él tampoco se lleva bien conmigo.

—A lo mejor él no se lleva bien contigo porque tú no te llevas bien con él primero —razonó el niño. «Esto empieza a parecer un trabalenguas», pensó ella—. ¿Es porque tú eres inglesa y él es escocés? Con todos los demás sí te llevas bien y también somos escoceses como él.

—Es algo más difícil que eso, Archie. No merece la pena que perdamos el tiempo con este tema, ¿sí?

—Cuando los mayores no queréis hablar de algo no hay manera… —masculló, haciendo sonreír a Nora. Después, echó un vistazo al mueble que por poco no lo había aplastado—. Seguro que las hadas han tenido algo que ver. Son muy traviesas.

—¿Las hadas?

—Sí, viven aquí, en Skye. Mi madre me cuenta muchas historias sobre las hadas para que me duerma. Son traviesas, pero también son muy amigas de los MacLeod. ¿Sabías que, hace mucho, mucho tiempo, las hadas nos hicieron un regalo?

—¿Ah, sí? ¿Qué regalo?

—Una bandera. Si la usamos en una batalla, las hadas nos ayudarán a conseguir la victoria. Solo podemos usarla tres veces, después ya no funcionará.

—Vaya, qué interesante. ¿Y en qué parte de la isla viven exactamente las hadas?

—En el Valle de las Hadas.

—Claro, debí imaginarlo —dijo Nora, esforzándose por ocultar una sonrisa.

—No está muy lejos de aquí. Es un lugar con un montón de montañitas pequeñas. Todo es muy verde y hasta hay un castillito de piedra en una de las montañas. Esa es la casa de las hadas.

—Archie, ¿esta es otra de tus bromas como la que hiciste con el haggis? Porque esta vez no voy a caer.

El niño se mostró tan ofendido por su insinuación que Nora le concedió el beneficio de la duda. Las hadas existían, eran vecinas suyas, regalaban banderas mágicas y rompían armarios, ¿por qué no?

—¡No, todo lo que he dicho es verdad! Pídele a mi hermano que te lleve un día a Faerie Glen y verás que no miento.

La conversación quedó ahí, interrumpida por la voz del propio Lachlan:

—Ya estoy aquí, salid al balcón.

Cuando se asomaron, lo vieron en el balcón de la habitación contigua. Traía una larga escalera de madera con él.

—Tenemos dos opciones, mi señora. La primera es colocar la escalera entre los dos balcones y que ambos crucéis hasta aquí con mucho cuidado.

Nora miró hacia abajo y estimó lo dolorosa que resultaría una caída desde esa altura.

—¿Y la segunda opción?

—Cruzo yo y aparto el armario para que podáis salir por la puerta como personas civilizadas. ¿Cuál preferís?

—La segunda.

—Lo sospechaba. —Ahí estaba esa odiosa media sonrisa que Nora creía haber echado de menos—. Ahora os pediría que sujetarais la escalera lo mejor posible. —Mientras hablaba, apoyó ambos extremos de la escalera sobre sendas balaustradas de piedra—. Puede que os atraiga la idea de quedar viuda antes de tiempo, pero resulta que yo tengo cierto aprecio al hecho de estar vivo y preferiría que siguiera siendo así. ¿Estamos? —Nora asintió con un gesto un tanto brusco—. Decidme, mi señora: ¿puedo confiar en vos?

—No deberíais, mi señor —contestó sin vacilar—, pero podéis hacerlo.

Cuando aterrizó en el balcón junto a ella, no dudó en lanzarle una nueva pulla:

—Esta vez sí que sois una dama en apuros.

—No, no lo soy —dijo ella entre dientes.

—¿Me voy entonces? ¿Podéis solucionarlo sin mí?

—Podría intentarlo. Archie pidió ayuda antes de que tuviera la oportunidad de probar por mí misma.

—Ya veo.

—¿Podéis dejar de discutir de una vez? —pidió Archie, ceñudo y con los brazos en jarras—. Tenemos que salir pronto de aquí, tengo que… —Bajó la voz y se dirigió a su hermano—. Lachlan, ¿cómo digo delante de una dama que necesito hacer pipí?

Nora se rio. Fue una de esas risas poco refinadas e imposibles de controlar que le salen a uno del alma. El Laird la miró de un modo que solo acertó a calificar como extraño, pero ni siquiera aquello truncó su diversión.

—Anda, Archie, déjame pasar para que vea cómo puedo sacaros de este lío en el que os habéis metido.

A la lista de cosas que Lady Honora Dawnshire no soportaba había que añadir un elemento más: era incapaz de no decir la última palabra en una discusión.

—He pensado en algo mientras os veía cruzar la escalera.

—¿Pensáis?

Nora se negó a darle el gusto de verla irritada por su comentario.

—Sí, es una pequeña manía que tengo.

—Y yo creyendo que siempre actuabais como os venía en gana sin deteneros a pensar en ello.

«No permitas que te saque de tus casillas», se dijo Nora, decidida a salir victoriosa de ese nuevo enfrentamiento.

—Lo que he pensado es que, si seguís llevando a cabo más locuras como esta de cruzar un vacío a treinta pies de altura, no duraréis mucho como jefe del clan. Tarde o temprano, ese puesto terminaría siendo ocupado por vuestro hermano y considero que sería más acertado que contrajera matrimonio con él en lugar de hacerlo con vos. De ese modo, al menos mi esposo sería alguien con quien se puede mantener una conversación cordial y que tiene la deferencia de saludarme con entusiasmo cada vez que me ve. Además, desborda simpatía y me hace reír. ¿Qué dices, Archie? ¿Nos casamos?

—¡Sí, Nora, yo me caso contigo!

—Ya puedes ir olvidándote de eso, renacuajo. La dama es mía.

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