Capítulo VI
—Al, soy yo. —Dio tres golpes cortos en la puerta, uno por cada palabra. Era temprano, quizás demasiado, pero Nora no soportaba estar más tiempo con los ojos clavados en el techo de su dormitorio—. ¿Estás despierto?
—Lo estoy.
—¿Estás presentable?
—Pasa, niña, pasa. —La risa bailaba en la voz de su tutor.
Lo encontró sentado bajo la ventana. Las primeras luces del día iluminaban sus grisáceos cabellos y creaban sombras caprichosas en las arrugas de su rostro, cicatrices del tiempo cargadas de sabiduría. La herida de la frente, tras las atenciones de la habilidosa cocinera, presentaba un buen aspecto. Nora se sentó junto a él y tomó una de sus manos en un gesto afectuoso.
—¿Cómo te encuentras?
—Con un dolor de cabeza de mil demonios —reconoció—. No sabría decir si por el golpe que recibí ayer o porque esa «agua de vida» ha tenido efectos más bien mortales en este viejo cuerpo mío. ¿Cómo lo soportarán estos escoceses?
Nora se encogió de hombros.
—Son escoceses —respondió, como si eso lo explicara todo—, están hechos de otra pasta.
Aldwine se rio por aquel comentario, tras lo cual le devolvió la pregunta:
—¿Y cómo te encuentras tú?
—Apenas he dormido. Ya sabes cómo soy: necesito varios días para acostumbrarme a una cama extraña. —Miraba distraída por la ventana; una nube solitaria rompía la monocromía celeste—. Es curioso que, siendo así, tenga tanta facilidad para dormirme en un carruaje en movimiento, ¿no te parece?
—He preguntado cómo te encuentras, no si has descansado —puntualizó él, con una leve sonrisa—. Vamos, niña, los dos sabemos que no has venido aquí porque necesites tratar conmigo tus hábitos de sueño. Algo más importante está rondando esa cabecita, te lo veo en la cara.
Nora regresó la mirada a su tutor. Sus ojos demostraban un gran conocimiento de las cosas en general y de ella en particular. Ojos de cielo, como el protagonista de sus desvelos.
—Me odia —afirmó en un suspiro— y, aunque me cueste admitirlo, no le falta razón.
—Preguntaría a quién te refieres, pero tengo clara la respuesta. Aunque no creo que sea odio lo que le inspiras.
—¿No? Pues yo estoy segura de que es así. Siempre sospeché que mi futuro esposo podía sentir cierto desprecio por cualquier mujer inglesa que ocupara el puesto de su prometida. Lo que nunca pensé es que le daría un motivo para odiarme a mí en concreto. O que eso pasaría tan pronto. —Su rostro se arrugó en una mueca culpable—. ¡Casi lo mato, por el amor de Dios! Asumí que era un ladrón más y yo solo… Quería defendernos del ataque de esos bandidos, pero asumí mal. Terriblemente mal. Y después ni siquiera le he ofrecido una disculpa.
—¿Y por qué no lo has hecho?
En la pregunta de su tutor no había condena, tan solo curiosidad, pero Nora se sintió como una chiquilla regañada por un mal comportamiento. Jugueteó con los dedos sobre su regazo, sobre la falda de aquel vestido prestado, antes de dar una respuesta.
—No sé. ¿Por orgullosa? —Suspiró otra vez—. La forma que tiene de hablarme, de mirarme incluso, ¡me pone de los nervios, Al! No puedo evitarlo. Es un arrogante y un déspota que me considera una loca y un demonio. Será insoportable ser su esposa.
El señor Aldwine se llevó dos dedos al mentón en actitud pensativa.
—Estoy convencido de que hay mucho más en ese hombre, cosas buenas, que tu frustración te impide ver.
—No estoy frustrada.
—Sí lo estás.
—¡De acuerdo, lo estoy! ¿Cómo no voy a estarlo? Me siento… perdida. —Se recostó contra el respaldo del asiento, abatida—. No puedo escapar de esta situación, en la que, por cierto, nunca pedí estar; siento que, a cada paso que dé, solo conseguiré hundirme más y más en el fango y estoy segura de que nada bueno puede resultar de todo este despropósito.
Su interlocutor se tomó unos segundos para meditar sus siguientes palabras. Esa era una cualidad que Nora envidiaba y nunca había conseguido desarrollar por completo. Fue entonces cuando la misma muchacha que fue a buscarla la noche anterior llamó a la puerta, que había quedado entreabierta.
—Disculpad la interrupción. Lady Dawnshire, la señora Eileen reclama vuestra presencia en sus aposentos.
—¿Quién?
—La señora del clan, la madre de nuestro Laird.
En otras palabras: su suegra. Un pánico agudo —y un tanto irracional— se adueñó de ella mientras se ponía en pie, como impulsada por un resorte. La balanza de simpatía y antipatía de los MacLeod hacia ella se mantenía equilibrada, uno a uno. De todo corazón, esperaba poder inclinarla a su favor con este nuevo miembro de la familia.
—Deséame suerte —musitó, para que solo Al pudiera escuchar el nerviosismo presente en su voz.
—No será necesaria, te adorará. Y él también lo hará, solo necesita un poco de tiempo para darse cuenta de lo maravillosa que eres.
—Te recuerdo que nos casamos en seis días. No parece mucho tiempo para que cambie su opinión sobre mí.
—Cosas más raras se han visto. De todas formas, ¿me permites una recomendación para favorecer ese proceso? No estés a la defensiva si no hay necesidad de estarlo; no suele ser muy útil para mantener una relación cordial. Guarda tus garras, niña, no queremos que se asuste de ellas o saque las suyas, ¿verdad?
—Yo no… ¡Al! —Miró a la muchacha de servicio, que permanecía en el umbral de la puerta. La joven parecía estar haciendo su mejor esfuerzo para reprimir una sonrisa.
—Sabes que llevo razón, Nora.
Sin dar una respuesta, atravesó la habitación con paso decidido. Solo cuando hubo abandonado la estancia, puso el punto final a aquella conversación con el viejo maestro:
—Puede que la lleves, ¡pero solo puede!
No sabía qué había esperado encontrar en la habitación de la madre de su prometido, pero tal escenario no incluía al Laird del castillo tirado sobre la alfombra de forma despreocupada. Nora agradeció que aquellos ojos tan azules, que la habían atormentado durante la noche, se mantuvieran cerrados en esos momentos. La espalda de Lachlan se apoyaba contra los pies de la cama y, recostada en ella, estaba su hermana, Maisie. Los dedos de la muchacha se entretenían en crear una fina trenza en el cabello de su hermano; los de la dueña de la alcoba estaban ocupados con un bordado. A pesar de haber sido llamada allí, Nora se sintió una invasora en aquella estampa familiar, de modo que no se atrevió a decir nada que perturbara la cálida imagen que tenía ante ella. Eileen de MacLeod, sentada junto a la cama en una silla de respaldo alto, fue la primera en reparar en su presencia. Unas pequeñas arrugas adornaron su mirada al sonreír.
—Oh, querida, bienvenida. Pasad, pasad. No esperábamos que os presentarais tan pronto.
Lachlan reaccionó a la voz de su progenitora con un ligero sobresalto. Se incorporó mascullando algo mucho menos amable que su madre y la miró sin disimular la animadversión que sentía hacia ella. «Ya empieza otra vez… Paciencia, Nora, paciencia», se dijo.
—¡Eh, vuelve aquí! —protestó Maisie—. Todavía no he terminado de hacerte la…
—Tengo que irme —anunció él con brusquedad.
—¿A hacer qué?
—No es de tu incumbencia, Maisie.
—Todo es de mi incumbencia, Lachlan. —En ese preciso instante, Nora decidió que la muchacha le caía bien.
Ignorando a su hermana, Lachlan se despidió de su madre con un leve gesto de cabeza y se dirigió a la puerta, donde Nora continuaba parada.
—Muy bien, señor héroe —dijo la joven MacLeod, elevando el tono—, ve a seguir haciendo tus cosas de héroe, ¿nos contarás luego los detalles o volverás a dejarnos a medias como ahora?
—¿Héroe? —inquirió Nora, que se negaba a moverse para permitirle el paso. ¿Ni siquiera iba a mostrar un mínimo de educación saludándola antes de irse a todo correr?
—Mi hermano estaba contando lo que sucedió cuando se encontró ayer con vos y cómo resultó herido defendiéndoos de los asaltantes. —Nora escuchó aquello sin apartar la mirada de los ojos de su prometido, cuyo brillo de advertencia le recordó la odiosa orden que le dio la tarde anterior: «No compartiréis con nadie los detalles sobre el incidente del bosque, ¿queda claro?». ¿Un héroe? Un condenado mentiroso, eso es lo que era—. El muy soso no ha dicho casi nada, ¿lo haréis vos?
—Ni una sola palabra —le advirtió Lachlan, en un susurro que solo ella pudiera captar.
Nora tensó ambos puños ante la imposibilidad de recriminarle de viva voz. Después, el irritante Laird la tomó del codo para apartarla de su camino, pero Nora se encargó de dejarle claro con su expresión que solo se movía porque ella así lo quería. La tensión que provocó ese contacto fue tal que, cuando al fin lo perdió de vista, Nora sintió que incluso respiraba con mayor facilidad. Ojalá pudiera decir lo mismo de su piel: la calidez de sus dedos había atravesado la tela del vestido y la inquietante sensación la acompañó durante más tiempo del que hubiera deseado.
—Lady Dawnshire, tomad asiento, por favor. —La voz de la señora Eileen la trajo de vuelta al momento presente. De inmediato, hizo lo que se le había pedido y se acomodó en otra silla, a la derecha de su anfitriona, quedando frente a la cama. Desde ahí, la perspicaz mirada de Maisie MacLeod la estudiaba con curiosidad—. Anoche no tuvimos oportunidad de conversar durante la cena —continuó, a la vez que clavaba la aguja en la tela y dejaba el bordado en su regazo—, por eso os he hecho llamar esta mañana: para poder hablar un poco antes de bajar a desayunar. Confío en que hayáis descansado bien esta noche.
—Así ha sido —mintió, pues no había razón para decir la verdad. Tan solo debía mostrarse afable, corresponder a su amabilidad, mantener una postura correcta y lograr que su futura suegra la viera con buenos ojos.
—Espero que os hayáis recuperado de la gran impresión que debisteis sufrir ayer. Es espantoso que hayáis pasado por algo como lo que ha relatado mi hijo.
—Me encuentro bien, no pasó nada que debamos lamentar. Gracias a Dios, todo se solucionó sin más complicación que un par de rasguños. Vuestro hijo fue… —Nora se obligó a arrancar las palabras de su garganta, aunque lo que menos deseara fuera contribuir a la farsa de su prometido— muy valiente y considerado al…
—Lady Honora —la llamó Maisie.
—Nora, por favor. No es necesario que me tratéis con tanta formalidad. A fin de cuentas, en unos días seremos familia, ¿no? Por cierto, antes de que se me olvide: te agradezco muchísimo que me prestaras este vestido. Es precioso.
—No hay de qué. Nora, entonces. —Inclinó el cuerpo hacia delante; una cascada de ondas doradas se derramó por su hombro derecho. Apoyó los codos en sus rodillas y el mentón en sus manos—. ¿Me cuentas la verdad de lo que pasó en el bosque, Nora?
—¿La verdad? —repitió ella con cautela.
—Hija, ¿pero qué estás diciendo? Tu hermano ya nos ha explicado cómo sucedió todo.
—Lachlan no ha explicado nada, madre. No preguntes cómo lo sé, pero hay algo en su historia que no me cuadra. Muchas cosas, en realidad. —Se giró de nuevo en dirección a Nora—. Leo bien a la gente y tú parecías preferir arrancarte las pestañas una a una antes que hablar de la valentía de mi hermano. Además, a él lo conozco bastante mejor de lo que se cree y no es de los que escasea en detalles cuando tiene interés en contar algo, pero cuando no es así… En definitiva, estáis todos locos si pensáis que me voy a quedar sin saber qué ha pasado. La verdad, Nora —demandó de nuevo.
Los inquisitivos ojos azules se clavaban en ella. Nora se debatía entre la prudencia y el indudable placer que sentiría al desobedecer las órdenes de su futuro esposo.
—Unos salteadores de caminos atacaron el carruaje en el que viajábamos —comenzó a explicar, prudente.
—Sí, sí, eso es lo único que me creo de la versión de mi hermano. Continúa. ¿Qué pasó con esos bandidos?
Y hasta ahí llegó la prudencia de Nora. El señor Aldwine le había aconsejado que no estuviera a la defensiva si no había necesidad de ello, pero ¿no había infringido ya el Laird el primer ataque del día con sus advertencias, sus malas miradas y sus pésimos modales? Nora se negaba a mentir y ensalzar con ello el orgullo de ese tirano; no le otorgaría el mérito de algo que no había hecho.
—Yo me encargué de ellos.
—¡Será mentiroso! —Decidido: Maisie MacLeod le caía más que bien—. ¿De verdad hiciste eso? ¿Tú sola? —preguntó, impresionada.
Antes de poder contestar, una cabeza de rizos pelirrojos emergió de debajo de la cama. Nora se llevó una mano al pecho y barbotó un «¡Por Dios!» antes de asimilar que se trataba del pequeño Archie. Entre el niño, el gato del día anterior y el asalto al carruaje, tenía cubierta con creces su cuota de sobresaltos del mes en curso y el siguiente.
—¿Entonces no fue Lachlan el que peleó con los ladrones?
—Ay, Archie, se me había olvidado que estabas ahí metido. Anda, sube —le indicó su hermana.
—Estaba jugando a que estaba explorando una cueva muy grande y muy oscura en busca de un dragón —explicó, trepando a la cama.
—¿Un dragón muy grande?
—¡Claro, así de enorme! —Abrió los brazos tanto como pudo. Luego, insistió—: ¿Entonces no fue Lachlan?
Nora miró de reojo a la señora Eileen que, como sus dos vástagos, esperaba conocer la verdad de lo acontecido durante el asalto. No tenía claro si lo que iba a contar le causaría una buena primera impresión a su suegra. Sería… una impresión, eso seguro. Con el dramatismo suficiente para satisfacer a los dos jóvenes oyentes, Nora relató cómo le había estampado la puerta en la cara a uno de los asaltantes para después desarmarlo y lograr que su compañero huyera como alma que lleva el diablo sin atreverse a enfrentarse a ella.
—Es impresionante lo que cuentas, querida —concedió la señora del clan.
—Concuerdo con tu opinión, madre —intervino Maisie—. Sin embargo, hay una cosa que no me encaja en todo este asunto: si Lachlan no luchó contra esos ladrones, ¿cómo resultó herido?
Archie se sumó a la duda de su hermana:
—¡Es verdad! ¿Cómo pasó?
«Diantres, ¿cómo respondo yo ahora a eso?»
Ante su silencio, la suspicaz joven preguntó:
—¿La herida se la hiciste tú?
—¡Maisie! —la reprendió de inmediato su madre—. ¿Cómo se te ocurre insinuar algo así? Discúlpate ahora mismo.
—No debe hacerlo —dijo Nora. «Venga, de perdidos al río»—, eso fue lo que pasó, pero fue… ¿Sin querer? Al verlo, pensé que se trataba de un tercer ladrón y lo ataqué también antes de comprender que había errado en mi suposición.
—No sé muy bien cómo responder a eso —reconoció Eileen, tras unos segundos en silencio. Las cejas de la mujer, del mismo tono cobrizo que sus cabellos, formaban una arruga en su ceño; una mucho menos amable que las líneas que le dieron la bienvenida unos minutos antes.
—Yo sí sé —dijo Maisie; una ligera sonrisa curvaba sus labios—: me caes bien, Nora, y pienso que eres justo la clase de mujer que Lachlan necesita como esposa.
—Hija, ¿no acabas de escuchar que atacó a tu hermano?
—No lo atacó a él, atacó al ladrón. —Acompañó su argumento con un ambiguo gesto de manos—. Además, es un cortecito de nada, no se le van a salir las tripas por ahí. La culpa es de Lachlan; siempre anda presumiendo de lo buen guerrero que es, ¿no? Pues ya podía haber hecho un mejor trabajo esquivando el arma. Así que no te atrevas a sentirte mal por ello, Nora.
—No lo hago y menos aún después de comprobar lo arrogante y déspota que es —añadió, incapaz de refrenar su lengua a tiempo.
La expresión divertida en el rostro de Maisie se transformó en otra bien distinta. Maldición y condenación, así no era como Nora había pretendido ganarse la simpatía de su familia política.
—Que haya dicho que me caes bien no significa que vaya a permitir que digas esas cosas de mi hermano. No es ningún déspota.
—¿Qué significa eso? —quiso saber Archie.
—¿Arrogante sí? —preguntó Nora al mismo tiempo.
—A veces, pero déspota jamás. Es el mejor hombre que conocerás en toda tu vida.
—¿Qué significa esa palabra? —insistió el niño.
—Cosas malas, Archie.
—¡Ah! No, Lachlan no es malo. —Negó repetidas veces—. No, no lo es.
—No pretendía… —empezó a decir Nora, solo para verse interrumpida por la señora Eileen, que decidió mediar entre su hija y su futura nuera.
—Nora, querida, ¿recuerdas lo que viste al entrar en esta habitación?
—Sí, que Maisie le estaba trenzando el pelo a su hermano. ¿Por qué?
—¿Te pareció algo inusual?
—Me temo que no sé lo suficiente sobre las costumbres de los escoceses como para responder a esa pregunta.
La feroz defensora de su prometido tomó la palabra:
—Hasta donde yo sé, no se trata de una costumbre de escoceses, sino de MacLeod. Mi padre… —Se detuvo un instante, como si necesitara deshacerse de un nudo en su voz que le impedía hablar. A Nora le pareció mucho más joven en esos momentos, una niña—. Yo era su princesa. Me adoraba, no podía negarme nada. Desde que era pequeña, me gustaba jugar con su pelo; me recordaba a los campos de cereal en pleno verano, pero más suave —explicó, con una sutil sonrisa y la mirada perdida entre sus recuerdos y los motivos florales que cubrían la alfombra—. Cuando crecí un poco más, me permitió aprender a hacer en su pelo las trenzas que mi madre hacía en el mío. ¿Recuerdas esa vez que acabó como con veinte o treinta trenzas por toda la cabeza?
—Y por la barba también —contestó Eileen, con una sonrisa colmada de tantos sentimientos que a Nora le costó diferenciar unos de otros: diversión, nostalgia, dolor… Amor—. Ese día hubo demasiadas risas a su costa por todo el castillo, pero no le importó en absoluto.
—Porque se las había hecho su niña. —Maisie subió las piernas a la cama y las rodeó con sus brazos, pegando las rodillas a su pecho—. Cuando murió, pensé que…
—Yo no me acuerdo de eso que decís de la barba de padre —murmuró el pequeño Archie.
—Tú todavía no habías nacido, mi vida —explicó su madre—. De hecho, me reí tanto ese día que tuve miedo de que llegaras al mundo antes de tiempo. Estoy convencida de que tú también te habrías echado a reír nada más nacer si hubieras visto a tu padre de esa guisa.
La boca del niño se frunció en una mueca pensativa, tras lo cual sugirió:
—Podemos convencer a Lachlan para que se deje barba y Maisie le haga trenzas.
—Puedes intentarlo —dijo la aludida, en tono divertido—, aunque será más viable esperar a que te crezca barba a ti. Él tiene más sentido del ridículo del que tenía padre. Bueno, como decía: cuando él murió, pensé que también lo haría esa conexión tan especial que existía entre nosotros, pero ahí estaba mi hermano para impedir que eso pasara. —Sus ojos, tan parecidos a los de Lachlan, atravesaron a Nora con sobrecogedora intensidad.
»Se presentó en mi dormitorio al día siguiente de la muerte de nuestro padre. No dijo demasiado, yo tampoco hablé apenas, tan solo me pidió que le trenzara el pelo. Recuerdo que lloré mientras le hacía esa trenza, que me quedó horrible. Al día siguiente, hizo lo mismo y, al siguiente, igual. No importa lo ocupado que esté con los asuntos del clan, él siempre encuentra un momento a primera hora o al final del día para reunirse conmigo. —Dirigió una mirada a su madre y su hermano—. Con los tres, en realidad. Para hablar con nosotros, compartir cómo ha ido la jornada, cualquier cosa. Y que yo le haga alguna trenza, esa costumbre la hemos mantenido todo este tiempo, aunque no parezca muy propio de un fornido guerrero escocés —dijo con voz impostada— todo eso de mostrarse sensible o, ya sabes, poseedor de emociones humanas distintas al orgullo patrio o la sed de sangre.
»Pero mi hermano no es así, sino como lo acabo de describir: considerado con su familia y todos los que le importan, un hombre justo y bueno. Para nada déspota. Así que, querida cuñada, tú y yo tendremos problemas si insistes en tildarlo de algo que no es.
Nora hizo su mejor esfuerzo por escoger con cuidado sus siguientes palabras. No quería arruinarlo todo una vez más.
—No dudo que sea un buen hermano, Maisie. O buen hijo, o buena persona incluso, pero mucho me temo que eso no es lo que yo he encontrado en él, sino todo lo contrario. Y tan válida puede ser tu vivencia como la mía, ¿no crees?
—Las circunstancias que os rodean no son las más propicias y es evidente que el incidente del bosque no ha ayudado a mejorarlas —reflexionó la señora Eileen—. Mi Ian, que en gloria esté, no dio voz a nuestro hijo en lo concerniente a este matrimonio y se podría decir que no está muy conforme con el acuerdo, pero lo acatará. Sabe que es su deber.
—Yo tampoco tuve voz en este asunto —señaló Nora con suavidad—, pero así fue decidido y así habrá de hacerse. Solo espero que nuestro matrimonio resulte más… apacible, supongo, de lo que ha sido el primer día en compañía del otro. —Una mueca contrariada se dibujó en su rostro—. Nuestro compromiso no ha podido tener un comienzo más accidentado…
Eileen se mostró compasiva con sus tribulaciones.
—Así será, querida, no te preocupes. Mi hijo es un hombre bueno, aprendereis a entenderos el uno al otro. Tan solo necesitáis…
—¿Tiempo? —adivinó Nora.
En ese momento, el inconfundible sonido de un estómago famélico llenó el lugar. Por suerte para Nora, provenía del benjamín de la familia. Archibald MacLeod, aburrido a causa de la conversación adulta de la que no formaba parte, había terminado por descansar la cabeza en el regazo de su hermana. Ella no había desaprovechado la oportunidad y se encontraba creando una trenza con sus ensortijados cabellos cuando aquel inesperado sonido le hizo soltar una risita.
—¿Podemos bajar ya a desayunar? —preguntó el niño.
—Será lo mejor, renacuajo, porque parece que ese enorme dragón que buscabas se ha colado en tus tripas. Y un poco en las mías también, la verdad.
Por su parte, Eileen de MacLeod no hizo referencia alguna al estado de sus tripas, pero sí se mostró de acuerdo con la propuesta del menor de sus hijos.
—Vayamos a por uno de esos pastelillos de frutas de la señora Bethia que tanto os gustan. Deben de estar recién salidos del horno.
Los cuatro abandonaron los aposentos de la señora del clan con el hambriento chiquillo a la cabeza. Nora estaba enfrascada en analizar cómo había resultado el encuentro con quienes se convertirían en su suegra y su cuñada cuando la última la sacó de sus pensamientos.
—¿Estamos bien?
—Por mi parte sí, por supuesto.
—Entonces por la mía también —aseguró la muchacha, al tiempo que enlazaba su brazo con el de ella—, pero solo si me cuentas con pelos y señales todo acerca de ese Lachlan déspota al que no he tenido la oportunidad de conocer. Tú dame detalles suficientes para saciar mi curiosidad y me plantearé abandonar mi plan de arrancarte las pestañas una a una por haber calumniado a mi hermano. —Una sonrisa taimada acompañaba esas palabras, unas que parecían confirmar lo que cualquier inglés pensaba de quienes habitaban a ese lado del Muro de Adriano: que eran unos salvajes. Aquella jovencita de apariencia angelical no suponía una excepción.
—Maisie, por el amor de Dios, no la asustes con tus cosas —intervino su madre, ya que Nora se había quedado sin saber qué responder.
—¡Era solo una broma! Mantengo lo de que me caes bien, Nora, únicamente quería que empezaras a acostumbrarte a mi sentido del humor. Mi madre dice que es peculiar y mi hermano lo tacha de esperpéntico o, cuando la ocasión lo merece, escabroso.
Nora no sabía cómo calificarlo, pero… le gustaba, sí.
Así pues: ¿resultado del encuentro? Bueno.
O eso quería creer.
Nora no volvió a encontrarse con su prometido en toda la mañana, lo cual supuso un reconfortante bálsamo para su espíritu. Esas horas estuvieron ocupadas por una entusiasta Maisie que, en medio de una incesante conversación, la fue arrastrando por todos los rincones del castillo, para que pudiera familiarizarse con su nuevo hogar.
A la hora de la comida, el Laird no acudió a la mesa; uno de los hombres encargados de custodiar la entrada a Dunvegan notificó que su señor había salido de caza. Nora siguió agradecida por aquel dulce descanso.
Por la tarde, decidió disfrutar junto a su tutor del inigualable placer que suponía un día de buen tiempo en las Tierras Altas. Sentada en un banco de piedra en el patio interior del castillo, dejó que los cálidos rayos de sol bañaran su rostro. Tras tantas jornadas brumosas, Nora decidió considerar aquel cielo despejado como un buen augurio.
Fue en aquel instante de quietud cuando se sorprendió extrañando el revuelo interno que le creaba la cercanía de Lachlan MacLeod. ¡Por Dios, incluso echaba en falta sus irritantes sonrisas cargadas de suficiencia!
—Lady Dawnshire, los hombres que envió el Laird en busca de vuestro carruaje han regresado. —La gratitud que sintió Nora hacia la doncella que le comunicó esa noticia fue inmensa. Gracias a ella, pudo apartar de su mente pensamientos a los que no sabía cómo hacer frente—. Los baúles con vuestras pertenencias serán llevados de inmediato a vuestros…
—¿Dónde se encuentra el carruaje en estos momentos?
—Cerca de los establos, mi señora.
Dio las gracias a la criada y se encaminó hacia allí a un paso poco apropiado para una dama, demasiado cercano a una carrera. Ni siquiera se giró para comprobar que el señor Aldwine la seguía a su propio ritmo, tal era su impaciencia.
El baúl con sus efectos personales apenas había sido depositado en el suelo por un par de hombres cuando ya estaba siendo abierto por ella. Ignoró los vestidos y demás fruslerías y tomó en sus manos lo que verdaderamente le importaba. Abrazó uno de los libros contra su pecho, sintiendo en las yemas de sus dedos el familiar tacto de su cubierta encuadernada. Era uno de tantos obsequiados por su maestro a lo largo de los años; la biblioteca particular que decidió traer consigo a Escocia.
—¿Alguna baja, niña Nora?
—Todos sanos y salvos, Al —le confirmó con una radiante sonrisa, ajena a que, desde una de las ventanas del piso superior, era observada por el Laird del castillo.
—Libros, debí haberlo imaginado —murmuró a media voz.
—¿Decías?
—Nada, madre, solo pensaba en alto.
Lachlan se apartó de la ventana y se acercó a ella, sentada junto a una chimenea que, debido a la apacible temperatura, se mantenía apagada. Su madre continuaba enfrascada en el mismo bordado que aquella mañana.
—Acaban de traer el carruaje —le comunicó.
—Me alegra oírlo —dijo, sin levantar la vista. Luego, como al descuido, añadió—: Al menos esa buena noticia compensa el mal resultado de tu jornada de caza. Hace un momento, Bethia me ha comentado que tendría que improvisar algo distinto para la cena al ver que no le traías ni una triste codorniz.
—Incluso los mejores pueden tener un mal día.
—Por supuesto, hijo. ¿Andabas distraído? ¿Muchas cosas en las que pensar?
—Así es —contestó, sucinto.
—¿Cosas que tienen que ver con cierta prometida tuya?
Por mucho que Lachlan fuera el jefe de su clan, nunca había sido capaz de mentir a su madre en cuestiones importantes y aquella dama inglesa, muy a su pesar, lo era. Se cruzó de brazos y, con la débil esperanza de que no insistiera más en ello, dijo:
—Es posible.
Eileen de MacLeod, que había sido bendecida con la paciencia de una santa, no se desanimó por la parquedad de palabras de su primogénito. Alzó el rostro para apreciar la reacción de su hijo a sus siguientes palabras.
—¿La prometida a la que tú salvaste del asalto a su carruaje?
—¿Qué ha contado esa maldita inglesa? —No resultaba exagerado afirmar que Lachlan estaba a punto de echar fuego por los ojos.
—No maldigas en mi presencia —lo amonestó, como si todavía fuera un infante—. Tu hermana le ha sonsacado la verdad. Aunque, ciertamente, ella parecía encantada de compartir todos los detalles de lo sucedido.
—No me cabe la menor duda de ello. —Expulsó aire por la nariz, molesto—. ¿Comprendes mejor ahora lo que dije esta mañana? Es una loca. Es tan… Me altera. ¡Un día! Un solo día lleva en mi vida y ya siento que… ¿Cómo se supone que he de soportar una vida entera con ella como esposa?
—No creo que pueda ser tan malo. Parece una muchacha educada, inteligente y agradable. Y muy bonita, si me permites que haga esa apreciación.
—¿Agradable? Se me ocurren algunos términos que la describen de forma mucho más acertada.
—Maisie considera que es justo la clase de mujer que necesitas como esposa. Esas fueron sus palabras exactas.
—Otra loca —bufó Lachlan.
—No digas esas cosas sobre tu hermana. —Su madre le dirigió una mirada de tibio reproche antes de retomar las diminutas puntadas de su bordado.
El Laird, incapaz de soportar el desasosiego que comenzaba a apoderarse de él, se puso a deambular por la estancia sin rumbo aparente. Acabó de nuevo junto a la ventana. Se asomó por ella para comprobar que el objeto de sus desvelos ya no se encontraba al alcance de sus ojos.
—¿Sabes que la miras como lo hacía tu padre conmigo cuando creía que no me daba cuenta?
Lachlan se giró para enfrentar a su madre. Aquella disparatada insinuación se había sentido como recibir un balde de agua helada. O una hoja afilada enterrándose en el costado. O ambos, al mismo tiempo.
—Tonterías. No la miro de ninguna manera. Y mucho menos de esa.
Dio un par de puntadas más.
—Una madre nunca dice tonterías. —Otra puntada más y una de sus miradas, esas que veían todo lo que había que ver y un poco más—. Tiempo al tiempo.
A Lachlan le aterró que pudiera llevar razón.
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