Capítulo IV

Cuando Lachlan MacLeod salió de su hogar en busca de un poco de soledad y tranquilidad, lo que menos esperaba era terminar así: en compañía de un anciano que no dudaba en detener su caballo cada vez que un espécimen de la flora o la fauna escocesa llamaba su atención y compartiendo montura con su arisca prometida inglesa.

Lady Dawnshire no había vuelto a dirigirle la palabra en todo el tiempo que llevaban de trayecto, si bien había departido de forma animada con el señor Aldwine en un par de ocasiones. La dama parecía haber olvidado la «traición» de su acompañante con bastante facilidad, mas no la absurda molestia que sentía hacia Lachlan. De hecho, se comportaba como si él no existiera. Por alguna razón, aquella actitud irritaba al Laird. ¿Ella quería actuar como si no pudiera sentir su respiración en la coronilla? Pues no iba a ponérselo fácil. Si él debía soportar que perturbaran su paz, ella sufriría idéntica condena. Era lo justo.

—Habláis gaélico. —No era una pregunta, así que no sabía si obtendría una respuesta de su parte, pero no quería pasar por alto ese detalle. Le había sorprendido que se desenvolviera en su lengua con tanta soltura.

Después de varios segundos de silencio y sin apartar la vista del horizonte, Lady Dawnshire le contestó:

—Así es, lo hablo casi tan bien como el inglés. Llevo más de diez años estudiándolo. Además, sé latín y me defiendo en francés, por si es de vuestro interés conocer esa información. También sé de cálculo, historia, filosofía…

—Impresionante —reconoció Lachlan—. No sabía yo que los condes ingleses tuvieran tanto interés en proveer semejante educación para sus hijas.

—Eso es porque no lo tienen.

—¿Y qué hizo que vuestro padre fuera la excepción? —inquirió, con genuina curiosidad. Tenía que aprovechar el momento: era la primera vez que intercambiaban más de dos frases seguidas sin que ella lo mirara como si quisiera arrancarle los ojos. El hecho de no estar cara a cara era un detalle sin importancia.

—Que Al no le dio otra opción.

—Si se me permite… —intervino el señor Aldwine con diplomacia—. Lo que Lady Dawnshire quiere decir es que, en un principio, el conde contrató mis servicios para que me hiciera cargo de la educación de sus hijos varones. No obstante, lo que sucedió después… ¿Prefieres contarlo tú, niña? Siempre se te ha dado mucho mejor que a mí lo de contar historias.

La aludida resopló de tal modo que Lachlan confirmó que aquel hombre no exageraba ni un ápice con el apelativo que empleaba con ella: era una niña, caprichosa y malcriada. Menuda cruz de esposa iba a tener que cargar el resto de su vida…

—¿Es realmente necesario?

—Todavía falta bastante para llegar a nuestro destino —adujo Lachlan—. Conversar podría hacer el viaje más ameno y tolerable, ¿no creéis?

Para regocijo del señor Aldwine, su protegida capituló sin mayores protestas. Con una sonrisa complacida, escuchó cómo empezaba a relatar su historia, que daba comienzo tras las tupidas cortinas de brocado de la biblioteca del conde de Dawnshire. Ella se había escondido allí para poder escuchar las lecciones que recibían sus hermanos mayores, a las cuales no tenía permitido asistir. No tuvo el menor problema para colarse en la estancia sin ser vista; nadie parecía reparar en ella en aquella casa, salvo para regañarla. Como cuando terminaba con harina en el pelo por querer ayudar a la cocinera en la elaboración de una de sus deliciosas tartas. La niña creyó haber tenido éxito en su plan cuando, al término de la lección, oyó que sus hermanos abandonaban la biblioteca. No había pasado ni un minuto cuando alguien descorrió las cortinas sin previo aviso: el tutor de sus hermanos, el señor Aldwine. La pequeña, temerosa de recibir un castigo o, al menos, una severa reprimenda por su comportamiento, balbuceó la verdad: «Yo también quería aprender». Él solo la miró, la vio, y, lejos de reprenderla, se plantó delante de su padre para convencerlo de que le permitiera darle clases a ella también. Solo cuando le aseguró que no le cobraría ni un solo penique más, el conde aceptó que enseñara a su hija. Al menos así estaría ocupada en algo y no pululando por todas partes.

Así pues, por las mañanas, el maestro daba clases a los niños Dawnshire, mientras que las tardes quedaban reservadas por entero a la única niña de la casa. Una criatura que desbordaba, a ojos del señor Aldwine, una curiosidad y unas ansias de conocimiento como nunca antes había visto; pocas cualidades había que aquel hombre admirara más que el deseo de saber. Llegó el momento en que su labor docente para con los varones de la familia dejó de ser necesaria, pero el maestro se mantuvo fiel a su siempre entusiasta pupila. A lo largo de los años, cuando las lecciones habituales se volvieron insuficientes para su alumna, no había vacilado en abordar otras cuestiones, las cuales resultaban, en ocasiones, poco ortodoxas para la educación de una joven dama. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Cuando la descubrió escondida tras las cortinas de la biblioteca, le prometió enseñarle todo aquello que ella tuviera interés en aprender. Silbar, defenderse de sus hermanos cuando estos decidían molestarla, usar un arco, una espada… Cualquier cosa que aquella niña, ya mujer, quisiera aprender. Y así sería durante todo el tiempo de vida que el Creador tuviera a bien concederle.

Mientras Lady Dawnshire relataba todo aquello, Lachlan evocó en su mente la imagen de la dama subida al carruaje. Las líneas de su perfil reflejaban la preocupación que sentía por su tutor; el ceño fruncido, la sonrisa de alivio. Ahora que conocía parte de su historia, podía apreciar con total claridad aquel peculiar lazo de afecto que los unía. Estaba ahí, en la forma de dirigirse el uno al otro o en que a ella no le hubiera importado lo más mínimo que su elegante vestido acabara manchado por la sangre de él. Tal vez, solo tal vez, aquella dichosa inglesa no era tan terrible después de todo…

—Entonces, por tenerlo claro —dijo, al cabo de un rato—: ¿todo lo que habéis traído con vos a Escocia es un carruaje, un solo caballo y a vuestro anciano maestro como toda protección?

—He traído todo cuanto necesito. ¿Algún problema?

El tono belicoso en su voz no dejaba de sorprender a Lachlan, pero también comenzaba a encontrarlo… extrañamente interesante. Siempre le había gustado enfrentarse a los desafíos que le presentaba la vida. Vencer a su padre en una partida de hnefatafl, acertarle a una pieza esquiva durante una jornada de caza, seducir a una mujer hasta que esta no pudiera soportar más placer… Sí, se le daban bien los desafíos y sabía que su instinto no le fallaba al advertirle que con aquella dama estaba ante el reto más desafiante de toda su existencia.

—Ninguno, mi señora. Tan solo me parece algo impropio del estilo inglés.

Su prometida giró el rostro hacia él para dirigirle una mirada suspicaz por encima del hombro.

—¿Estilo inglés? ¿A qué os referís con eso?

—¿Os suena lo que sucedió en la batalla del puente de Stirling? —inquirió, en alusión a un importante enfrentamiento entre escoceses e ingleses en las postrimerías del siglo anterior. En esa cruenta batalla, las fuerzas de Andrew de Moray y William Wallace obtuvieron la victoria a pesar de la notable inferioridad numérica—. A los hombres de Escocia, campesinos en su mayoría, no les costó demasiado derrotar al ejército inglés, que los superaba cuatro veces en número. Así que ya veis, mi señora, de nada os sirvió traer diez mil hombres a nuestra tierra. Mirándolo así, puede que hayáis acertado al venir acompañada por uno solo.

Con un corto bufido, ella regresó la vista al frente antes de responder:

—Me parece, mi señor, que no recordáis lo que pasó en Farlkirk.

«Condenada inglesa», pensó Lachlan, apretando los dientes. A diferencia de Stirling, la batalla de Farlkirk no suponía un motivo de orgullo para el pueblo escocés. El ejército inglés, con Eduardo I al mando, volvía a ser mucho más numeroso y, aunque la caballería inglesa acabara empalada en el bosque de lanzas escocesas, a la postre fueron los hombres de Wallace quienes sucumbieron bajo la despiadada lluvia de flechas inglesas. Farlkirk fue el principio del fin del que fuera Guardián de Escocia: tras la derrota, Wallace huyó a Francia y, a su regreso, fue entregado a los ingleses y ejecutado por traición a Inglaterra. ¿Cómo se traiciona a una corona a la que no se ha jurado lealtad? Solo los sassenachs podían ser así de ruines.

—En Farlkirk contabais con el «Martillo de los escoceses» —replicó Lachlan, refiriéndose al sobrenombre dado al monarca inglés por sus notables habilidades en el campo de batalla—, pero esa suerte se os acabó cuando el inepto de su hijo ocupó el trono. En Bannockburn debió pensar que, por disponer de un gran ejército, los escoceses nos amedrentaríamos y pediríamos clemencia, pero Eduardito no pudo estar más equivocado —comentó con sorna—. Fue allí cuando nuestro rey consiguió recuperar la libertad que vosotros quisisteis arrebatarnos con vuestra tiranía.

—¿Podemos dejar esta conversación? —espetó Lady Dawnshire de pronto, sin girarse a mirarlo.

La rigidez en su postura resultaba más que evidente, de modo que Lachlan se atrevió a empujar un tanto más el quebradizo muro de su autocontrol. Solo porque podía.

—¿Tanto os molesta escuchar la verdad, mi señora?

Ella respondió de inmediato a la provocadora pregunta:

—Lo que me molesta no es la verdad, sino el modo en que la decís. También me molestan las conversaciones que no llevan a ninguna parte, como lo es esta, y reconozco que me molestan incluso más cuando arrastro el cansancio de varias semanas de viaje en carruaje por tierras desconocidas y con lluvias casi constantes. —La dama tuvo que hacer una breve pausa para tomar aire; Lachlan no fue capaz de intervenir antes de que ella retomara la palabra.

»Además, ya que hablamos de cosas molestas, agradecería que dejarais de incluirme en ese «vosotros» que pronunciáis con tanto desprecio. Tal vez os cueste creerlo, pero las motivaciones de la corona inglesa no son las mías. Así que tomad vuestra merecida independencia del yugo inglés, tomad vuestra libertad y haced con ella lo que os plazca, yo nunca la he codiciado lo más mínimo. En lo que a mí concierne, esta guerra nunca debió comenzar, ni debieron perderse tantísimas vidas como se han perdido por su causa. Porque ningún hombre, por muy rey que sea, necesita más tierra que la que cubrirá su tumba una vez muerto; todo lo demás es avaricia.

Lachlan se había quedado sin palabras y eso no era habitual en él. No había esperado que la conversación desembocara en ese punto ni que ella poseyera aquella perspectiva de las cosas. Era… desconcertante. Toda ella lo era, en realidad.

—Está bien, dejemos el tema —concedió al fin. El ruido de los cascos de Fergus y el otro caballo fue todo cuanto llenó sus oídos durante varios tensos segundos—. Cambiemos a otra cuestión menos espinosa…

—¿Y no podríamos mantenernos en silencio? —Una leve risa de fondo del señor Aldwine acompañó esa petición.

—¿Qué puedo decir? Me gusta oír vuestra voz. —Solo cuando Lachlan escuchó esas palabras, pronunciadas sin pensar, comprendió que eran ciertas. «Por Dios bendito, ¿en qué momento he perdido la razón?», se preguntó—. ¿Qué os parece lo que habéis conocido de Skye hasta ahora? —se apresuró a decir.

—Verdaderamente maravilloso. —Él supo que era sincera en su respuesta. Nadie en su sano juicio podía mostrarse indiferente ante la apabullante belleza de su isla—. Es una lástima que no pueda decir lo mismo de su gente —añadió después, con la clara intención de provocarlo.

Por suerte, Lachlan había logrado recuperar el dominio sobre sí mismo lo suficiente como para poder seguirle el juego sin perder los papeles.

—¿Os referís a los ladrones de antes o a mi persona?

—No creo que queráis saberlo.

—Oh, por supuesto que sí. Ardo en deseos.

Por una vez, Lady Dawnshire refrenó su lengua y no respondió. En esta ocasión, Lachlan sí le concedió el silencio que antes había solicitado. No lo hizo por complacerla, pues aquella era la última de sus prioridades, sino porque fue consciente de una incómoda verdad en sus últimas palabras.

Sí, ardía en deseos. Por ella.

Tenía ojos en la cara, por supuesto que se había percatado de lo hermosa que era y de que su cuerpo podía tentar a cualquier hombre que se preciara de serlo. ¿Ese era el motivo por el que la sangre se le había enardecido de aquel modo? ¿La mera cercanía de una mujer atractiva? Verse envuelto por la intoxicante fragancia a rosas que desprendía su oscura cabellera, sentir el roce de sus piernas cubiertas de fina seda… ¿O aquel inconveniente deseo tenía más que ver con el desafío constante, la batalla sin apenas treguas que había existido entre ellos desde la primera mirada? Ese fuego que ardía dentro de ella, que no se doblegaba ante nada más que su voluntad; ese fuego que maravillaba y desquiciaba a Lachlan, que rivalizaba incluso con su propio carácter. Ese fuego era el culpable de que el deseo se hubiera encendido en sus entrañas.

Tensando la mandíbula, Lachlan apuró el paso de su caballo para llegar lo más pronto posible a su destino. Tenía que alejarse de su prometida: la detestaba tanto como la deseaba y se veía incapaz de predecir hacia qué lado se decantaría la balanza. Cuanto antes la apartase de su lado, mucho mejor, pues ya podía sentir cómo el desasosiego que todo aquello le producía comenzaba a devorar su cordura.

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