1. Adrián
Unos cuántos meses antes
La primera vez que noté algo llamativo fue en la fiesta de año nuevo. Habíamos quedado para encontrarnos todos después de las doce en casa de Merce, íbamos a ir a bailar a un boliche para el cual Juanjo había conseguido entradas. Dos días antes de aquello, yo había acompañado a Martina a comprarse una ropa para la ocasión, estaba entusiasmada con probar algo distinto, un vestido corto de color celeste con unas finísimas rayas blancas verticales. Martina nunca usaba colores claros ya que decía que la hacían ver más gorda; tampoco se ponía nada corto, porque según ella se le veía la celulitis, pero tuvo un arranque de autoestima a raíz de algún video que la animó y me pidió que la acompañara. Dijo que necesitaba la opinión de un hombre y que yo era el único con el que tenía confianza.
Para ser sincero, ese vestido en Martina era arte, le quedaba hermoso. Resaltaba su piel de un color tostado natural y hacía brillar sus ojos miel. Juro que cuando salió del probador no encontré palabras para describir lo que veía y sentía. Precioso, maravilloso, de otro mundo... todo se quedaba corto.
—Vamos, di algo —suplicó con el rostro cargado de expectativa—. ¿Es demasiado corto? ¿Muy escotado? El celeste me marca la celulitis, ¿cierto?
Le regalé una sonrisa sincera.
—Te ves preciosa, Martina.
—¿Estás seguro? —inquirió mirándose al espejo con duda.
—Sí, deberías usar estos tonos más a menudo, te resaltan el color de la piel.
Ella me regaló una sonrisa desde el espejo del probador y luego cerró la cortina para volver a cambiarse. La verdad era que yo se lo agradecí, pues lo único que deseaba era acercarme, enredar mis brazos en su cintura y besarle el lunar que tiene en el hombro derecho. Unas veces contenerme resultaba más difícil que otras.
Pero entonces, en la fiesta, ella no llevaba el vestido, sino que traía uno negro, largo y suelto del estilo que solía usar, y aunque también le quedaba precioso, me pareció extraño. Me acerqué a ella y le pregunté qué había sucedido, solo respondió que al final no se atrevió a ponérselo.
—Ya sabes cómo soy, creo que cuando me miré al espejo con él puesto, me pareció demasiado atrevido.
Negué con la cabeza, pero no le dije nada más. Conocía a Martina desde los catorce años y sabía de sus luchas con su peso, de sus complejos, de sus problemas para aceptarse.
—Te ves preciosa con cualquier cosa —dije y le di un beso en la mejilla antes de ir a pedir una copa a la barra.
En ese momento no me pareció algo que debiera llamarme la atención más allá del evento en sí de no haberse animado a ponerse el vestido. Asumí que lo que ella decía era verdad.
Dos meses después, otra escena se desarrolló ante mis ojos. Estábamos con Merce almorzando y decidimos que el clima ameritaba una copa helada, entonces fuimos a nuestra heladería favorita y pedimos lo que siempre solíamos ordenar cuando estábamos los tres: un brownie gigante con helado de crema americana para compartir. Y en esa ocasión, Marti no quiso comer.
La miré con el ceño fruncido y una fingida expresión de enfado, ese postre era nuestra religión, lo comíamos siempre que festejáramos algo, que alguno tuviera un problema, que estuviéramos en medio de dificultades o cuando se nos apetecía.
—¿Y eso? —inquirí cuando la camarera nos trajo el platillo.
—Es que, creo que debo comenzar una dieta de nuevo —suspiró—. He subido un par de kilos desde la última vez que me pesé.
—Yo te veo de lo más bien —añadió Merce encogiéndose de hombros—. Si lo has subido no se te nota.
—No creas, se me nota en las piernas y en las caderas —respondió avergonzada.
Yo sentí impotencia, odiaba que no se viera como la veíamos nosotros, que se sintiera siempre inferior a las demás chicas, que viviera restringiéndose constantemente. Comprendía que quisiera verse bien, también entendía todo lo que acarreaba del pasado, pero no me parecía justo y deseaba darle mis ojos para que se viera como yo lo hacía.
Y es que me había enamorado de ella cuando yo tenía diecisiete años y Martina, de dieciséis, pesaba al menos cuarenta kilos más de lo que pesa en la actualidad. En esa época sí que estaba excedida de peso y sufría las burlas y desaires de los compañeros de escuela. Si tengo que ser sincero no caí rendido a sus pies cuando la vi por primera vez dos años antes, todavía era demasiado estúpido como para comprender que la belleza de una persona no se mide por sus kilos; ella era tímida, hablaba poco y casi no participaba de ninguna actividad, fiesta o cumpleaños que organizáramos en la escuela. Mucho después supe que no quería exponerse y que no se sentía digna de ir a esos eventos, además no lograba no compararse con nuestras compañeras que, en su mayoría, parecían modelos de revistas adolescentes. Y por si todo eso fuera poco, su madre no le compraba ropa ni accesorios de moda y ella no podía vestir de manera apropiada, por lo que prefería no alimentar las burlas y se quedaba en casa.
Cuando el profesor Ramos me obligó a acercarme a Martina para poder salvar la materia, no me quedó de otra que intentar llevar la fiesta en paz, después de todo mi nota dependía de ella y no quería que nos lleváramos mal. Y ella desconfiaba de mí, estaba siempre alerta como si esperara a que yo le fallara, pero yo, por más vacío que hubiera sido a esa edad, no era mala persona, y pronto hablar con ella se había convertido en uno de mis pasatiempos favoritos, Marti era inteligente y siempre tenía opiniones acertadas acerca de las situaciones que atravesábamos en la vida.
Me enamoré de Martina cuando logré ver más allá de su cuerpo. Esa es la realidad de aquel entonces, pero no se lo dije. Ni a ella ni a nadie. Era un cobarde, a lo mejor lo sigo siendo.
Al final de ese año perdimos contacto y no fue hasta varios años después, cuando nos encontramos en una reunión de exalumnos, que retomamos la amistad.
Martina había adelgazado bastante y ya no se veía como la chica obesa que todos recordaban. De hecho, nadie la reconoció cuando llegó. Nadie, excepto yo, que conocía sus ojos a la perfección y reconocí su sonrisa en cuanto me vio sentado a la mesa.
Esa noche ella estaba feliz, era su revancha, su momento de brillar y demostrarle a todos aquellos que alguna vez se habían burlado de ella, que se veía hermosa y despampanante. Martina nunca tendría un cuerpo como el que la sociedad aplaude, pero siempre he pensado que las curvas y la carne son mucho más sensuales que los huesos.
Desde ese momento volvimos a reencontrarnos, yo le pedí el teléfono y la invité a salir, ella aceptó y nos encontramos en una cafetería un sábado por la tarde. Reímos y recordamos algunas cosas del pasado, y digo algunas porque otras eran demasiado íntimas para hablarlas luego de no vernos por tantos años, y la amistad fluyó como si nunca nos hubiéramos dejado de ver.
Si la versión adolescente de Martina me había encandilado, la adulta me había anonadado por completo. Me agradaba la manera en la que ella veía el mundo, lo fuerte que era, la independencia que había logrado. Era una muchacha que sabía lo que quería y hacia dónde iba, se había titulado en odontología y se especializó en odontopediatría, trabajaba en una clínica importante y estaba con la agenda llena de pacientes, adoraba a sus pequeños pacientes y ellos la amaban a ella, pero el fantasma de lo que su cuerpo había sido alguna vez y de lo que ella creía que seguía siendo, la atormentaba todo el tiempo.
De ese reencuentro ya habían pasado cuatro años, pero por algún motivo que no lograba comprender, ella me había condenado a la friendzone desde el inicio. Por más que yo intenté llamar su atención con las mismas estrategias que siempre me habían funcionado con las muchachas, con Martina reboté una y otra vez, jamás me tomó en serio. Así que me convertí en lo que ella quería que fuera: su mejor amigo incondicional, y así había logrado llegar a los sitios más oscuros de su alma, allí donde estaban los miedos que la atormentaban y marcaban su día a día. Y ni siquiera desde allí pude hacer nada para ayudarla. Martina no lograba aceptar su cuerpo y sufría por estar eternamente comparándose con las demás, no era algo que hiciese a diario, era algo que traía por dentro, algo que ni siquiera ella era consciente de que hacía, simplemente no se sentía digna ni merecedora de las cosas que ella consideraba que solo le sucedían a las personas flacas o bonitas.
Pero entonces, esa tarde se había desmayado cuando habíamos salido de su consultorio con destino a su casa. Estábamos por cruzar la calle cuando simplemente se desvaneció. Me asusté como nunca, pero por suerte reaccioné rápido y pude tomarla del brazo antes de que cayera al suelo y así evitar que golpeara la cabeza. Una mujer que estaba regando sus plantas frente a su casa nos vio y se acercó a nosotros para auxiliarnos, la sentamos en una silla y la mujer se encargó de ella mientras yo buscaba el número para llamar a una ambulancia.
Martina reaccionó enseguida y me pidió que no lo hiciera, insistió con que ya se sentía bien. Yo me negué.
—Estoy bien y tú usarás un vehículo que probablemente pueda salvar a alguien que está peor —zanjó y con eso me convenció.
—Bien —dije y corté el teléfono que ya estaba dando el tono de llamada—, pero iremos a la clínica para que te revisen.
—Adrián, por favor —susurró—. Estoy bien.
—No, irás conmigo —ordené.
La señora que nos ayudó estuvo de acuerdo, así que busqué un taxi y fuimos hasta la clínica más cercana en donde ella no me permitió entrar con ella a la consulta.
—¿Qué te dijo el médico? —pregunté al verla salir.
—Que me harán unos análisis, pero que cree que fue una bajada de tensión... Es que... yo...
Me detuve cuando reconocí vergüenza en sus facciones.
—¿Tú, qué? —pregunté mirándola a los ojos—. ¿No estarás embarazada, Martina?
—No, no es eso, Adri...
Martina bajó la mirada y suspiró.
—No comí mucho hoy... —añadió con un hilo de voz.
—¿Qué comiste? —pregunté tratando de calmarme.
—Una manzana... en la mañana...
—Martina, por Dios... son casi las diez de la noche...
—Es que... tuve mucho trabajo, no me di cuenta de que no había comido.
Y yo sabía que mentía.
—¿No has aprendido ya que esas dietas no funcionan? —pregunté con la poca paciencia que me quedaba en ese momento.
—Pero es que... en unas semanas es el casamiento de la hermana de Juanjo y...
—¿Y qué? —pregunté cansado.
—Que yo... quiero estar bonita —susurró con temor en los ojos.
Asumí que ese temor era porque ella sabía lo mucho que me cabreaba cuando se descuidaba de esa manera, incluso porque pensé que temía que me enfadara con ella, ya había probado esa táctica una vez que hizo una dieta tan extrema que el dolor de cabeza no la dejaba ni a sol ni a sombra, jamás se me cruzó por la mente que el temor venía de otro lado, uno que ni siquiera ella se había dado cuenta.
No intuí que todavía había mucho más bajo la superficie que yo no veía. No comprendí que aquel temor no era por mí. No supe leer la mirada de Martina en aquel momento. Y qué mal me sentí cuando la realidad me golpeó y me di cuenta de que pude haber unido los cabos y no lo hice. Pero en aquel entonces la regañé durante todo el camino a casa como si fuera una niña inconsciente que no era capaz de notar que se estaba haciendo daño. No siempre actuaba así con ella, por lo general le tenía paciencia y la comprendía, pero en situaciones como esa me dolía mucho no poder abrirle los ojos a la fuerza para que viera que se estaba equivocando.
Ustedes prepárense para enamorarse de Adri.
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