Sally en el Callejón Diagon


Estaban en el llamado Callejón Diagon, para comprarle a Sally todo lo que, según la carta, iba a necesitar.

Cruzándose a mucha gente, que iba y venía, sobre todo familias con niños comprando sus materiales escolares, e ignorando cuantas caras curiosas o divertidas se giraban al ver pasar a la muy orgullosa Sally, entraron en la tienda de Ollivander's.

—¡Bee! —proclamó la cabra, poniéndose en pie y apoyando sus pezuñitas en el mostrador.

—Vaya, vaya, vaya —dijo el anciano Ollivander, fijándose en su nuevo cliente—. De todos los clientes que han pasado por mi tienda a por su varita, usted es sin duda el más extraño, señorita...

—Shine —presentó Amanda—, Sally Shine.

—Interesante, interesante, muy interesante. Y usted es Amanda Blington, la recuerdo. Fue difícil encontrar la varita que se ajustase a usted... parecía que no la encontraban suficiente. Pero veamos, señorita Shine, cuál será su varita... aunque sigue extrañándome sobremanera este acontecimiento, sin duda alguna —y así diciendo, se fue a rebuscar entre cajas alargadas que contenían varitas, sin dejar de echarle miradas a Sally y murmurando aún lo extraño que era.

«Bien empezamos» se dijo Sally.

El anciano Ollivander trajo unas cuantas cajas con varitas, para que, de alguna forma, Sally las probara. Cogió una con la boca, y la agitó muy campechanamente. No ocurrió nada. Ante la extrañada mirada del viejo, la cabra dejó la varita como si fuese un gusano inútil, y probó la siguiente. Casi esperaban que no ocurriese nada... Pensaron que a lo mejor todo era un error, que una cabra no podía hacer magia, y se volverían a su casa.

Pero no. Lo que pasó cuando Sally agitó la siguiente varita fue que numerosas cajas de las estanterías volaron y cayeron, y un par de jarrones de cristal se hicieron añicos violentamente.

—¡Ah, no! —reaccionó apresuradamente Ollivander, antes de que la tienda fuese destruida—. Espere un momento... acabo de tener una idea. Sí, sí, si no recuerdo mal... —y así se perdió entre lo más profundo de aquel laberinto de palitos mágicos. Al rato, cuando Sally comenzaba a aburrirse y a mirar con ojos golosos un papel que envolvía una varita, regresó trayendo una caja especialmente vieja y empolvada.

—Aquí tengo algo verdaderamente curioso, señorita Shine, pero su propio caso es el más curioso que he visto nunca. Pruébela.

Sally así lo hizo, cogiendo con cuidado el mango de la batuta. Era de una madera fuerte y recia, muy antigua, y se acoplaba muy cómodamente a ella. Cuando la movió, una cálida sensación le recorrió el cuerpo, como cuando se echaba las siestas al sol de primavera en el jardín, pero también era algo distinto. La luz que los iluminaba flaqueó un momento, y luego se superó en intensidad. Los papelillos sueltos de la mesa volaron en círculos alrededor de la cabra, mientras ésta veía pasmada cómo la varita empezaba a emanar una especie de brillo intenso. Pronto, todo esto cesó. Pero la expresión en la cara del viejo mago era por demás curiosa, entre triunfal, alegre y extrañada. Sally lo miró inquisitivamente.

—¡Sí! —exclamó él—. Señorita Shine, creo que ha encontrado usted una varita apropiada. Una varita que la ha elegido, y eso es algo extraordinario por varios motivos. Ésta varita es muy, muy vieja, y también muy curiosa. Nunca antes había demostrado ser adecuada para ningún otro mago o bruja, hasta que llegó usted. Pero eso no es todo, puesto que tiene más peculiaridades... El corazón de esta varita es, ni más ni menos, que el pelo de una cabra mágica —en este punto hablaba casi en susurros, como si aquello fuese un alto misterio—... una criatura sumamente extraña. Se cree que está relacionada con las quimeras, pero esta es una cabra en su totalidad. —carraspeó, como volviendo a centrarse en algo—. Pero al margen de eso, le digo que es algo muy extraño. Justo como su caso... Y no sé qué pensar. Creo que estamos frente a un extraño acontecimiento.

Sin decir más, ahí terminó la cosa. Vaya un completo lío. Sally acababa de entrar en el mundo mágico y ya estaba envuelta en cosas «sumamente extrañas». Pero dejando todo lo extraño a un lado, ella estaba muy feliz con su nueva y extraordinaria varita, que había demostrado que su plaza en Hogwarts no era del todo un error.

Cuando le compraron un rico helado de frambuesa, chocolate y avellana en una tienda que no recordaba el nombre, se sintió colmada de felicidad. Y fue dando alegres saltitos de cabra por la calle. Aquel helado era lo mejor de lo mejor.

El siguiente trance fue cuando llegaron a la tienda donde debía comprarse una túnica, el traje para el colegio.

—Dudo mucho que tengan modelos para animales... —dijo Amanda antes de entrar.

La señora regordeta salió a recibirlos, y quedó algo desconcertada al ver que no era un niño lo que tenía que vestir, sino un animal del género capra. Un cuadro muy extraño, y menos mal que no había nadie para verlo. Al fin, se decidió a hacer algo, y le tomó las medidas para adaptar la ropa y así confeccionar un traje especial para ella. Salieron de la tienda, diciendo de volver a la vuelta a por él.

Lo siguiente fue una librería, Forish and Bots, o algo así. Todo repleto de jugosos libros, de un tipo o de otro, más nuevos y más viejos, y con los temas más extravagantes que un muggle pudiera imaginar. Tras perderse en aquel caos, olisquearlo todo felizmente y hacerse un lío de cabeza con los títulos, Sally consiguió todos los que había en la lista de la carta, para esas raras asignaturas.

Pasearon y pasearon y vieron muchas cosas, y Sally fue muy feliz de un lado para otro, pasando por tiendas de calderos e ingredientes raros, lleno de olores mezclados, ácidos y rancios. Y también vieron una tienda donde vendían animales, frente a la cual la cabrita se paró extrañada. Búhos la miraban con ojos amarillos, y otros dormían con la cabeza en el sobaco. También había gatos pelusones, sapos indiferentes y ratillas saltimbanquis. Pero nada con lo que ella simpatizase. Así que pasaron de largo tras intercambiar unas miradas.

—¡Bien, ya está! —exclamó al fin Amanda, cuando repasaron la lista y vieron que no les faltaba nada más.

—¡Al fin! —dijo Robert.

—¡Be! —brincó Sally, solo para mostrar su apoyo.

Decidió que aquello no estaba nada mal, dado que ella era una cabra exploradora y todo lo nuevo le parecía interesante, y se lo pasaba genial de un lado a otro.

Regresaron a casa en el coche familiar, dejaron todas las cosas nuevas en la habitación de Sally, y ésta, tras olfatearlas un poco, cayó rendida en la cama.  




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