La casa del anciano
El clima era frío, gélido, helado. Brandr seguía temblando como la gelatina que llevo a su prima Carolina que vivía en una colina.
La nutria lo seguía con astucia, o algo parecido. Al menos no se había vuelto a perder por el camino.
Dos horas pasaron y una gran casa de madera avistaron. Motivos navideños, grandes bastones de caramelo con líneas blancas y rojas, además de otras gigantes golosinas adornaban parte del jardín. También se podían ver duendecillos que avanzaban medio rapidillo.
Un olor a jengibre llegó a la nariz de Brandr.
«Huele a como cuando hacía galletitas con mi abuelita», pensó el aventurero de blanco traje, recordando el evento como si fuera un cortometraje.
El volvió a leer la carta. Tal vez podrían saber algo del hogar de la nutria.
Un duende de vestimenta verde notó al par. Se alegró de ver al enorme animal.
—¡Es Samuel! —gritó dando saltos y señalando al compañero de Brandr.
Los otros duendes se alegraron. Por el regreso de Samuel festejaron. De agradecer no se olvidaron, ya que a la cabaña a Brandr invitaron.
El olor a jengibre se hizo más fuerte, pero más fuerte fue el sonido de un hombre toser.
—Parece que alguien está malito —dijo Brandr dando un vistazo al lugar.
Decoraciones navideñas por aquí, más decoraciones por allá. Duendes corriendo de un lado a otro y frente a la chimenea un sofá que se movió cuando alguien tosió.
El chico se acercó. A un viejito panzón, barbudo y bigotón notó. Traía un pantalón negro y unos tirantes que rodeaban una camiseta blancas sin mangas.
—¡Esto es horrible! —se quejó el anciano—. ¡Ya casi debo salir! ¡Estar enfermo no me lo va a permitir!
El hombre, desesperado, no sabía que hacer. Entonces, Brandr se ofreció a ayudar, para el ánimo del viejito mejorar.
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