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Chapter 1
Vacaciones en el paraíso. Aunque allí lo fueran siempre para la mayoría de ellos. Solo Apolo cumplía a rajatabla su cometido, como si no le importara perderse la fiesta. Era el típico comentario de veneración que se podía escuchar de su padre, Zeus, que le decía al resto de sus hijos y a todo el que no estuviera cansado de oírle que Apolo era el único responsable, intachable e inmejorable de todo el Olimpo. Por supuesto, enseguida saltaban los reproches.

Hera, sin ir más lejos, le decía que se aplicara el cuento. Era muy sonado que la mujer de Zeus odiaba a muchos de los hijos de su marido, principalmente porque no eran suyos. En su lista de los más odiados ocupaban las primeras posiciones: Apolo y Afrodita. Atenea solo se peleaba con ella cuando perdía al ajedrez con Ares (suceso que le ponía de muy mal humor y se crispaba con todo el mundo), mientras que Hermes y Artemisa rehuían todo contacto con ella que no fuera imprescindible.

En aquella ocasión, Hera reprochaba a Zeus que no tuviera más consideración con su hijo mimadísimo, Ares. Pero su padre consideraba que suficientes adulaciones recibía por parte de su madre. Para calmar las aguas, Posidón entraba en escena y hablaba de lo bueno que estaba el desayuno. Entonces Hera se marchaba disgustada porque los hombres solo pensaban en comer, dejando a sus dos hermanos exasperados y confusos.

Un poco más adelante, cuando prácticamente el comedor estaba ya vacío y los sirvientes empezaban a recoger, Ares se acercó a un resacoso Hermes que miraba su taza sin mucha convicción.

"Hermano, ¿otro día de amnesia?"

El maldito de Ares tenía la manía de zarandearle por el hombro, sabiendo que la cabeza no paraba de darle vueltas y que no estaba para muestras de camaradería.

"Recuerdo trozos…" confesó el dios mensajero, removiendo lentamente el contenido de la taza.

"¿Qué fueron esta vez? ¿Ninfas? ¿Gracias? ¿Arpías?"

Hermes frunció el ceño. ¡Qué maldita manía tenía Ares de enrollarse cuando no le seguían la corriente! Se le ocurrió una idea.
"Desde luego no algo de lo que se tengan que mofar todos mis hermanos" dijo recordando aquella escena entre Hefesto, su mujer y el propio Ares.

"Ese idiota no tiene sentido del humor…" trató de seguirle la broma su hermanastro pero era obvio que no le gustaba lo más mínimo.

"¿Qué sentido del humor tiene en follarse a la mujer de otro?"

"Mira quien habla. El que tiene cinco hijos con ella" explotó el dios de la guerra.

"Al menos yo no me dejo atrapar tan tontamente"

"Hagamos una apuesta. Si consigues citarte con las dos solteronas de oro del Olimpo, te dejaré vía libre con Afrodita. De lo contrario, no solo no volverás a verla sino que Hefesto lo sabrá"

"No sé yo si ese es un trato muy justo..." dudó Hermes. "Que Hefesto me persiga por toda la eternidad, digo"

"Al menos, como tu dices, no eres tan idiota como para que te pille en faena, ¿no?"

"¿Y por qué mejor no dejamos que Afrodita elija a cual de los dos quiere?"

"Así que eres un gallina" se burló Ares.

"Eh, no, yo no he insinuado eso..."

"Hermes es un gallinita, Hermes es un gallinita. ¡No es capaz de pedirle una cita a una chica!"

"Esta bien, idiota. Lo haré." aceptó Hermes capaz de prometer cualquier cosa con tal de que su hermano se callara. "Pero escúchame bien, si lo consigo tendré a Afrodita para mí solo"

"Eso dije" rió Ares.

"Cuando digo para mí solo me refiero a que tu mantendrás ocupado a Hefesto"

"¡Eh!"

"Tss. Yo también tengo derecho a poner alguna condición en el trato"

"Bueno, si lo consigues..." comenzó a sopesar el dios de la guerra. "Supongo que podría hacerlo"

"De acuerdo. Pues trato hecho"

"Trato hecho"

Y se estrecharon los antebrazos a modo de promesa. A pesar de todo, Hermes nunca había sido listo y sí bastante alocado. Aquello iba a ser divertido.
Por supuesto, Ares nunca se hizo a la idea de que su hermano fuera a superar la prueba. No había nadie en todo el Olimpo que pudiera convencer a ninguna de sus dos hermanas de tener una cita. Hermes no iba a ser el afortunado, ¿verdad?

Atenea estaba en la vieja acrópolis de Atenas enseñando filosofía a un grupo de futuros aristocráticos. Todos ellos ni siquiera habían alcanzado el apogeo adolescente, parecían un grupo de críos embelesados por las palabras de la diosa que trataban las teorías sobre La Caverna de quien fue uno de sus alumnos favoritos, Platón.

Un muchacho, Pericles, que siempre tenía ganas de subir a la palestra y a quien la propia Atenea le proporcionaba algunos trucos para orar en público sobre política, hacía preguntas sobre El Fedro y recitaba de memoria algunos pasajes alrededor de los cuales se establecían debates sobre quien había sido hasta ahora el griego mortal más importante.

Cimón decía que fue Pitágoras, y como casi siempre que hablaba Cimón, Pericles salía por el lado contrario. Casi nadie reconocía a Sócrates, que había caído en la desgracia, pero también salían otros nombres como Aristóteles o Agamenón.

Atenea, tras dar por finalizada la lección de aquel día una vez que Apolo parecía marcharse del firmamento, se quedó unos segundos más en compañía de Pericles, que siempre parecía entusiasmado por alargar aquellos encuentros hasta la hora de la cena.

Ya era la hora de su regreso al Olimpo cuando le sorprendió la visita de Hermes.

"Maldita sea. Siempre consigues asustarme" bufó su hermana.

"Es por vuestra increíble capacidad de abstracción, mi señora." replicó Hermes. "Sabéis apreciar hasta tal punto las grandezas del mundo mortal que una simple siringa os despierta como si todo hubiera sido un sueño"

"Ya veo. Así que vamos a jugar a que nos tratamos como unos buenos extraños"

Atenea y Hermes eran, sin duda, los mejores oradores de todo el Olimpo, así que era difícil que a la diosa se le escapara cuando su hermano quería algo de ella. Atenea, entre todas sus hermanas (exceptuando a Artemisa), era la única que no había caído rendida a las palabras bonitas y la sonrisa inmaculada del dios mensajero. Así que Hermes iba a tener que aplicarse mucho más que con cualquier otra.

"Noche limpia para mirar el firmamento, ¿verdad?"

"Hermes... Ni lo intentes" su hermana le cogió del mentón cariñosamente y le balanceó la cabeza hacia los lados.

"¿Por qué no?"

"Porque no iba a funcionar..." rió Atenea viendo como su hermano se rendía a seguir excusando sus verdaderas intenciones.

"Podríamos tener los descendientes más inteligentes de cualquier generación olímpica. Podríamos lograr que Grecia fuera sin duda el imperio más poderoso de toda La Tierra. Podríamos dominar a cualquier legión o civilización..."

"Grecia no necesita un imperio. Ni necesita una legión de dioses con dotes orales y estrategia militar que destruyan todo por cuanto han luchado sus padres"

"Atenea..."

"No, Hermes. Eso no va a pasar."

"No entiendo porqué te empecinas tanto con los mortales. Tendrías la gloria que siempre deseaste con solo abrirte de piernas"

"Me gustan los retos y, créeme, follar contigo no supone ninguno, menos incluso dejarlo todo en manos de unos niños malcriados por un padre que cree que todo funciona con un chasquido de dedos"

"¿Eso crees de mí?"

"No sabes actuar de otra forma, querido"

"¿Y si te demostrara que puedo ser más encantador de lo que suelo ser?"

"No es cuestión de ser más encantador, Hermes"

"¿Entonces?"

"Consiste en ser más inteligente."

"¿Ser inteligente te pone?"

"Definitivamente tu pareja es Afrodita, no yo" rió Atenea.

"Espera..."

"Déjalo Hermes. Ni aunque te aprendieras de memoria La Ilíada llegarías a impresionarme"

Pan mantenía entretenido a un grupo de ninfas mientras lograba que su propio rebaño bailara al son de la siringa. Las ninfas reían, se divertían y señalaban a las ovejas, atentas al ritmo que marcaba su dueño.

Cuando terminó, todas las ninfas sin excepción aplaudieron al sátiro que reconoció haberse divertido más que nadie con aquel espectáculo.
La noche llamaba a Arcadia y las ninfas se despidieron del sátiro sin que antes este intentara pasar a la acción con alguna de ellas.

Había luna llena aquella vez y Artemisa lanzó un aviso a Pan. Este, que entendió enseguida el mal humor de la diosa por molestar a sus preferidas, cogió a sus ovejas y se escabulló por la ladera abajo, hacia el pueblo.

La primavera terminaba. Las vorágine de flores en la hierba y los árboles de la última estación daba paso a los frutos del verano. A Pan le gustaba tocar en aquellos momentos, como si las plantas pudieran advertir la calidez de sus sonidos y respondieran a ellos. Ensimismado en sus pensamientos sobre el cambio de estación no se dio cuenta de que alguien le estaba robando el rebaño. Solo cuando una única oveja entraba en el corral se extrañó.

"¡Eh! ¿Quién es el gracioso? ¡No quieran ver a un sátiro enfadado!" Pan blandía la siringa a modo de arma y cualquier persona que le viera le parecería una situación muy cómica.

No para Pan, que debía responder ante su padre y sus tíos por los rebaños del Olimpo. Era un problema desde luego. Hasta ahora, nadie se había atrevido a robarle tan descaradamente y también, hasta ahora, él no se había descuidado con tanta facilidad.

"Disculpa, hijo. Es la costumbre"

Hermes salió de entre los matorrales y con él, las ovejas.

"No me des esos sustos, Padre" Pan suspiró aliviado.

"Te estaba buscando"

"Pues me has encontrado"

"Estoy metido en un lío..."

"Así me gusta, padre, seamos directos" no se sabía muy bien si Pan hablaba en broma o en serio. Rara vez se sabía.

"Ares se ha burlado de mí..."

"¿Ese bravucón? ¿No tiene vergüenza?"

"Hablo en serio"

"Yo también."

"Dice que o me cito con Atenea y Artemisa o ya me puedo ir despidiendo de Afrodita"

"Ah, eso..."

"¿Cómo que: ah, eso?"

"Pensé que sería más grave..."

"¿Más grave que citarme con alguna de esas dos?"

Pan se encogió de hombros y recogió a la última de las ovejas que, obediente, se metió en el corral.

"Necesito ayuda"

"¿Para citarte con Atenea y Artemisa? No, lo que necesitas es un milagro" dijo Pan honestamente.

"Mira, Afrodita me importa, ¿vale?"

"Sí, ya. Te ha comido la oreja..."

"Pan, por favor..."

"Padre, no tengo tiempo para esas majaderías"

"Pero si has acabado de trabajar..."

"Por eso. Es mi momento de ocio"

"Hijo, por favor, no acudiría a ti si no tuviera más opciones"

"Pero ¿y en qué te puedo ayudar yo? Solo soy un sátiro que cría ovejas"

"Pero conoces más a mi propia hermana Artemisa que yo mismo"

"Solo conozco su lado malo y la verdad, ese es mejor no conocerlo. En serio, padre, no puedo ayudaros. Además, creo que os dedicáis a una pérdida de tiempo. Ni con toda la ayuda del mundo podríais convencer a esas dos cabeza de chorlito"

"Si es o no una pérdida de tiempo, es asunto mío"

"De acuerdo" Pan se cargó el pequeño morral de cuero y comenzó a caminar.

"¡Eh!"

"¡Es asunto vuestro!"

"No me refería a eso"

Pan bufó. Sabía que no iba a quitarse a Hermes de en medio hasta que no le diera un sí.

"¿Así que quieres saber cosas de Artemisa?"

"Eso es. Necesito saber de ella para poder abordarla y conseguir algo"

"Desde luego, cuando Afrodita se entere va a llorar de emoción. Todo lo que estás haciendo por ella..."

"Así es el amor, hijo"

"¿Camelarte a una para conseguir a otra? Sí, supongo que sí"

"Tensa el arco. Sube ese hombro. Los dos ojos abiertos. ¡Esa maldita manía de cerrar uno no te va ayudar a acertar en el blanco!" gritaba Artemisa a una de las amazonas de la región de Esparta, apenas una niña de nueve años que ya se consideraba iniciada en la batalla.

Artemisa por lo general se encargaba de la caza y partía con su grupo de ninfas a cualquier región de Grecia variando de lugar según la estación. Pero Esparta se preparaba para la guerra y la diosa, una de las deidades más aclamadas por los espartanos, se sentía en deuda con aquellos mortales así que se dedicó a enseñar la técnica del tiro con arco a las mujeres que también iban a acudir a luchar (por supuesto, Ártemis nunca enseñaba a hombres, no estaba en sus principios y no tenía intención de cambiarlos).

Hasta ahora, las únicas mujeres que iban a la guerra contra los atenienses eran las propias amazonas, pero solo cuando sentían que sus territorios estaban en peligro. Las amazonas, como la propia Artemisa, solo luchaban por su propia supervivencia; no estaban interesadas en las riquezas de las tierras o en el poder sobre el resto de hombres (o mujeres).

De repente alguien se río y Artemisa, molesta porque no se tomara en serio sus lecciones, se volvió rabiosa. Pero la risa provenía de su hermano, Apolo, que había terminado su trabajo en los cielos y quería pasar tiempo con su hermana. La verdad es que ya era muy tarde y resultaba muy difícil, incluso para la propia diosa, acertar en el blanco con tan poca luz.

Artemisa despidió a las amazonas con varias indicaciones cordiales. A su hermano le hacía gracia especialmente que Artemisa se mostrara tan seria cuando se dirigía a los humanos. Él, que la conocía en sus momentos de cacería o de relajación con sus ninfas, sabía que ese era uno de los tipos de humores que la diosa mostraba cuando estaba nerviosa o concentrada. Pues sí, aunque Artemisa fuera una divinidad, también se dejaba llevar por el miedo, la inquietud o el estrés. Y lo mejor es que Artemisa odiaba demostrar esos "defectos" así que trataba de paliarlos con la seriedad, la brusquedad y las órdenes. A Apolo todo aquello le parecía muy cómico. Pero ojito con decirle nada en aquellos momentos a su hermana.

"¿De verdad estás dispuesta a llegar tan lejos con los espartanos?" le preguntó Apolo a su hermana cuando estaban ya a solas, caminando cerca del límite de las tierras de las amazonas.

"Les debo mucho" respondió Artemisa aun seria.

"Sabes que los demás hermanos tomarán partido por los atenienses, ¿verdad?"

"¿Y? Lo que hagan los demás rara vez me importa"

"Ártemis, no seas así. Recuerda lo que Padre nos ha dicho muchas veces. Vamos a vivir eternamente rodeado de otros dioses, no nos interesa que estemos en guerra de por vida"

"Eso es cuestión suya, ¿no? Dos no pelean si uno no quiere"

"Pero si los espartanos van a entrar en guerra con Atenas, no serán ellos los que comiencen nada. Si tu apoyas a Esparta es como si iniciaras la guerra en el Olimpo"

"¿Me sugieres entonces que les de la espalda a quienes me han mostrado lealtad todo este tiempo?"

"Solo te sugiero que seas precavida y que no te lo tomes tan a lo personal. Con más discreción nadie se lo tomará como una ofensa" dijo Apolo sereno.

"Yo no soy así. No puedo ir fingiendo, Apolo. Ya me conoces"

"Solo quiero que apeles a la sensatez. Seguramente tengas de tu parte a Posidón y Ares, pero Démeter, Hera, Afrodita y nuestro propio padre no se van a demostrar muy comprensivos con tus decisiones"

"Me importa bien poco"

"Ártemis..." Apolo se libró de blasfemar soltando un suspiro. "Sabes que cuando te pones en plan terco pierdes el juicio, ¿verdad?"

La diosa ni siquiera respondió y siguió caminando, adelantando el paso a Apolo que tenía que correr unos metros para llegar a su altura.

"Solo quiero lo mejor para ti" se sinceró el dios.

"Ya lo sé. Pero puedo cuidarme sola, de verdad que sí" musitó Artemisa, visiblemente irritada.

"No estoy diciendo lo contrario. Me interesa advertirte, eso no quiere decir que dependas de nadie. Todo el mundo necesita consejo y no significa que..."

Los dos hermanos se pararon al instante. El chasquido de unas ramas, pisadas por alguien, les puso en alerta. ¿Les estaban espiando?
Artemisa no tardó ni dos segundos en tener el arco listo para disparar y si Pan no hubiera aparecido raudo de entre las sombras, reflejado por la luna, la diosa lo habría dado muerte pocos segundos después. Lógicamente, por ser Pan hijo de quien era, Artemisa destensó el arma. Aun así, el sátiro se hubiera merecido la muerte por parte de la diosa, que rara vez le aguantaba. Demasiado imprevisible, demasiado pervertido y sobretodo demasiado metomentodo, cualidades que fastidiaban mucho a Artemisa.
Apolo se colocó entre el sátiro y su hermana, siempre protector.

"Ártemis, diosa mía, amor mío..." comenzó a cantar Pan aun resollando por el esfuerzo de recorrer kilómetros y kilómetros desde Arcadia hasta la región de Esparta.

La diosa lo miró con cara de pocos amigos. Apolo la secundó. A él tampoco le gustaba nada aquel sátiro. Pan era demasiado amigo de su odiado hermano Dioniso y aunque veneraba a Hermes y le quería demasiado, no entendía como su hermano podía tener un hijo tan estúpido como aquel. Probablemente hubiera salido a la madre.

"Mi padre me envía" dijo el semidios. Como si la nueva frase fuera un bálsamo tranquilizador, Apolo relajó los brazos y Artemisa desfrunció el ceño.

Pan bajó la mirada hacia el suelo, sin intención de continuar, y movió las patitas de cabra adelante y atrás, manteniendo el equilibrio. Lógicamente el misterio provocó nerviosismo en Apolo que le chistó para que continuara. Entonces Pan le miró y el dios creyó entrever una sonrisa juguetona y burlona en el sátiro. Supo que delante de él no iba a decir nada, solo iban a perder el tiempo y a Pan no le importaba perderlo. En realidad a Pan le importaban pocas cosas si podía pasar un rato con Artemisa. Apolo lo intuía y aun sabiendo que su hermana nunca le iba a dar pie al sátiro ni siquiera a una relación amistosa, no entendía los celos que le provocaba dejar a Pan en compañía de ella. Su hermana le había demostrado infinidad de veces que podía cuidarse sola y que se podía quitar de encima a cualquier hombre o animal que le diera la brasa. Así que no tenía motivos para preocuparse. Pero los celos no desaparecían. Maldita sea. Si al menos pudiera propinarle una paliza sin que Hermes se enterara... Pero era su hermano el que le había mandado, razones tendría.

Apolo miró a ambos una vez más y vaciló. Tuvo miedo de perder la compostura, tuvo miedo de dejar de ser racional, tuvo miedo de que le traicionaran los sentimientos que comenzaba a sentir por su hermana... Estrechó uno de los brazos de Artemisa, frío y pálido en la noche y pudo percibir su olor a sudor y a Naturaleza. Los impulsos se hacían tan fuertes dentro de él que tuvo que utilizar todo su coraje para dejarla ir. Se despidió con su sonrisa tranquilizadora y se desvaneció en medio de la noche y las sombras.

Artemisa, ajena a todos los sentimientos de su hermano, se volvió hacia el sátiro. Pan sonrió. En parte porque él si pudo ver lo que la diosa no pudo ver en Apolo. Y así como una de sus pasiones era disfrutar de la compañía de la diosa, desquiciar a Apolo se encontraba también en ellas. Le encantaba su trabajo.

Atenea y Hefesto cenaban en silencio. El dios de las fraguas había tratado de hacer sonreír a su hermana con varios chistes, muchos de ellos inventados por los titanes. Pero Atenea no estaba de humor. En toda la tarde no había aparecido por el Olimpo y las conversaciones con Pericles le habían inquietado. Esparta y Atenas entraban en guerra y ella, venerada por ambas ciudades estado, se sentía en medio. Apelaba a la sensatez y trataba de que los filósofos enseñaran a los ciudadanos a su cargo de que esa no era la manera de resolver los problemas. Como siempre, el miedo y el orgullo eran más fuertes que la razón y la sangre terminaría por llegar al río. Atenea se veía incapaz de solucionar el frente con sus armas habituales. Tendría que tomar partido por alguno de los bandos y la idea no le gustaba en absoluto.

Hefesto, no lo sabía, y temía que el mutismo de su hermana se debiera a la mediocridad de los chistes. Quiso la casualidad que Ares se pasara por allí y rompiera el tenso silencio.

"¿Bebiendo a la salud de nuestros padres?" Ares se cogió una copa y se sirvió del vino que bebía Hefesto. El dios le miró, iracundo, pero Ares no se sintió intimidado.

"¿Y por qué razón?" preguntó Atenea que tampoco miró la aparición de su hermano con buenos ojos.

"¿Por qué han hecho las paces por quinquemogésima vez? ¿Por qué a pesar de todo se aguantan?" Ares se encogió de hombros. "En realidad lo importante es brindar, da igual cual sea el motivo, ¿no?"

"La verdad es que no. Un brindis necesita una razón. Si no hay razón ¿de qué sirve brindar?" respondió la diosa, siempre lógica.

"¡Ah! ¡Lo complicas todo!" Ares bufó, fastidiado. "A veces entiendo porque no hay hombre que te aguante..."

La diosa sonrió, divertida ahora.
"Eso no es lo que me dicen los hechos" Ares le miró, esperando la explicación y Atenea no se hizo de rogar. "Hermes vino a mí, muy necesitado"

"¿Ah, sí?" Ares se hizo el sorprendido. "Vaya..."

"¿Qué? ¡Ese maldito bastardo!" Hefesto saltó del asiento, enfurecido. "¿Cómo se atreve?"

"Calma, hermano" le tranquilizó Atenea. "No ha pasado nada."

"Le mandaré azotar. Le diré a Madre que..."

"A Hera le importa un pepino que cualquiera me acose, Hefesto. Incluso tengo la impresión de que ella los azuza en alguna ocasión solo para molestar"

"No, no. Madre no es así. Ella..." Hefesto y Atenea se olvidaron de Ares por unos instantes. El dios los miraba con una mezcla de incomprensión y curiosidad. ¿Cuándo habían estado sus dos hermanos tan unidos?

"Mira, lo que es seguro es que Hera nunca me va a defender. Y tampoco lo quiero. Las cosas están bien como están" respondió la diosa tocando el hombro de su hermano con cuyo contacto se tranquilizó y se volvió a sentar.

"¿Entonces no ha ocurrido nada entre Hermes y tú?" volvió a la carga Ares.

"No" negó Atenea. "Nada de nada. Desde luego no porque él no hubiera querido, aunque sus excusas y justificaciones para que pasara algo eran muy pobres. Daba la impresión de que estaban ensayadas y las decía con poca seguridad" cayó en la cuenta la diosa del pensamiento.

"Intimidas a los hombres, Atenea. Eso es seguro" Ares se rió, dejó la copa sin beber encima de la mesa y se marchó por donde había venido.

"¿Y a este que narices le pasa?" Hefesto no tenía razones para mostrarse molesto con su hermano mientras no mostrase abiertamente su interés por Atenea. Pero esto no iba a pasar, al menos por el momento. Las inseguridades y la baja autoestima del dios de la fragua y el fuego, además del compromiso con Afrodita (quebrado en múltiples ocasiones por los deslices de ésta con el resto de habitantes del Olimpo) y las enseñanzas de Hera a su hijo cuando era pequeño sobre la fidelidad y el matrimonio, hacían mella en él impidiéndole ser plenamente sincero con su hermana.

"Se levanta con el pie izquierdo" respondió la diosa. "Y tiene pocos amigos. El día que reconozca sus defectos se va a sentir muy solo y desamparado. Es cuestión de tiempo"

Lo cierto es que a Atenea, como a Hefesto, la visita exprés de Ares y su interés por saber de las intenciones de Hermes le habían intrigado. No hacía falta ser muy listo para entender que detrás de la jovialidad y aquel falso desinterés por los asuntos de Atenea se escondía otra razón, una razón que la diosa no tardaría en saber.

"Olvídate de la bella Ártemis" le dijo Pan a su padre en cuanto volvió a verle al día siguiente. "Es un caso perdido"

"Maldita sea" Hermes arrojó la siringa y el casco al suelo, y el sol del mediodía descubrió una cabellera morena de reflejos rojizos intensos.

Aquel pelo, que ya había enamorado a varias ninfas y hasta a reinas mortales, aquellos ojos azules que brillaban con tanta intensidad cuando el dios se emocionaba, aquel cuerpo atlético sin rastro apenas de vello que Afrodita había recorrido, incansable, cada noche... Y las malditas tercas de Artemisa y Atenea no le hacían ni puñetero caso. Toda mujer que se había propuesto había caído rendida a sus pies.

Siempre sabía que decir o como actuar para conseguir a todo aquel que se propusiera (Hermes también se había dejado seducir por hombres, aunque como muchos de sus hermanos prefería a las féminas) y Ares había dado desde luego en los dos personajes más complicados. Mierda. ¿Por qué tenían que interponerse en su camino para tener por fin a Afrodita? ¿Por qué no dejarse convencer por la necesidad apremiante? Bueno, Hermes no había sido sincero con ellas desde el principio pero dudaba que nombrar la apuesta fuera a arreglar algo. Incluso tenía el presentimiento de que sincerarse por completo solo iba a complicar más las cosas. Probablemente Artemisa se enfadaría por sentirse objeto de una apuesta y Atenea le odiaría de por vida solo por aceptar algo así.

Hermes y Atenea se llevaban bien. Charlaban poco y tenían pocos intereses en común pero se eran cordiales al dirigirse entre ellos. El dios mensajero quería mantener el mismo trato con su hermana y tenía miedo de que su anterior intento de seducción fuera a cambiar algo, que Atenea fuera más esquiva o que le retirara la palabra.

En realidad, Hermes estaba terriblemente preocupado. Cuando aceptó la apuesta no intuyó las complicaciones. Él era siempre optimista, no se planteó que aquello le fuera a resultar un verdadero reto. Pero sobretodo no se planteó que sus propios sentimientos fueran a formar parte de la ecuación. Hermes empezaba a dudar de sus intenciones reales y sus propios pensamientos le asustaban.

¿Qué estaba pasando? Afrodita se lo podría haber explicado si no fuera protagonista secundaria de los deseos de Hermes. Lo que antes era un juego dejaba de serlo en cuanto la diosa fue tajante. Si a Hermes nunca le interesó Atenea fue porque nunca se había propuesto nada con ella y porque no se conocían. Sin embargo, lo poco que sabía ahora de su hermana le calentaba el corazón y los sentidos. La noche anterior y ese día había estado dándole vueltas a la cabeza sin resultado alguno. No era amor, sino deseo, necesidad de conocer. Y también estaba el reto. El hecho de que Atenea le hubiera rechazado solo hacía que Hermes la deseara más. Hasta ahora ninguna mujer le había rechazado. Siempre había conseguido lo que se había propuesto.

Hermes necesitaba estar solo. Se despidió lacónico de su hijo y se abandonó de nuevo a los pensamientos. Las tareas divinas podían esperar y si no, iba a dar igual. Hermes debía tener cuidado si no quería caer en la melancolía propia de su hermano Apolo. Con su siringa entonó un cántico triste que provocó la atención instantánea de los animales de su alrededor. Todos se preguntaban que le pasaba al dios, hasta ahora siempre alegre y juguetón.

Por un momento, Hermes eclipsó a Orfeo. No había triunfo ni intención en aquello. Solo tristeza y desamparo. ¡Oh, pobre Hermes! ¡Nunca te habías topado con una puerta cerrada!





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